Mi suegra tiene un ascensor mágico: metes una caja de paracetamol, sale un túper de croquetas, metes un jamón, sale una bolsa con torrijas y arroz con leche. El viaje de los túper en este país pide un homenaje de palmas a las ocho. Le pido que asome al balcón y brota una cabeza coronada de pelo espumoso y macilento. Sonríe complacida detrás de sus gafas. La viudez le enseñó la soledad hace casi veinte años y tiene un máster en plagas divinas; nació en la posguerra más cruda. Todos estamos bien, sí, estamos bien, aguantando. Su vecina del cuarto se incorpora a la charla, media fachada dormita en los balcones al sol de poniente y curiosea con cualquier elemento que muestre vida por la calle.
La semana pasada fueron rosquillas, esta: torrijas. A la iaia no le irritan las prórrogas del confinamiento, es el hambre de sus nietos lo que le quita el sueño. Con dos padres ajenos al trabajo manual y sin la asistenta, la dieta diaria gira en círculos alrededor de las pizzas congeladas, la plancha, los nuggets. Su padre acuñó esta semana las lentejas ladrillo, yo me he comido muslo a muslo el pollo hervido en sopa de larvas que aspiraba a la categoría de pollo asado.
Estos días los mayores son el centro. Pedirles una receta al teléfono les hace el día. Los llamamos a la misma hora para cruzar las mismas frases, un simulacro de charla, un guión que no avanza, no saca cabeza. Con suerte no habrá pasado nada y colgaremos satisfechos de que se han librado un día más. Pues nada hija, aquí, ¿dónde vamos a ir? Tu madre que no me deja… Riño a mi padre por cualquier cosa: por comer a deshoras, por la tele, el muermo, por subir al terrado sin mascarilla. Me arrepiento antes de acabar cada frase. Quiero ser la madre de mi padre y él hace bastante con esperar en silencio a que termine mi descarga. Es la táctica que empleaba yo cuando eran la una y no las diez, cuando el suspenso en mates, cuando la matrícula de segundo fue íntegra a aquél viaje con mi novio. En la pantalla me miran los ojos bucólicos de la demencia, para él ni siquiera llegué nunca a ser médico. Soy su princesa. "Tenéis toda la vida por delante, pero yo… los cuatro días no los quiero pasar aquí dentro".
Mi madre tiene más registros. Artículos internacionales, conodontos, fósiles del triásico. Por su cámara desfilan bizcochos o guisos de cordero, atardeceres sembrados de antenas, flores y plantas. Su flor de Pascua está pletórica, un borbotón rojo en medio del comedor, la mía está en la UCI pero no quiero tirarla, le insisto en que he visto brotes. No quiere que me entretenga con cadáveres vegetales, quiere que les hable más. "Ya queda menos… ─debo explicarle a la kentia que me regaló en febrero─, no te enfades que falta poco".
Bajo a comprar el calamar para la fideuà. Mi madre me ha lanzado al ruedo, asegura que el secreto está en el caldo. Mi prima, reina del Thermomix, me aconsejará después que esconda el túper de Aneto en el fondo de la basura y diga que es mío, puro caldo casero. Con todas las artimañas juntas y media mañana entre fogones, los niños arrugarán la nariz y la descartarán enseguida porque no he picado suficiente la cebolla.
Tenía una historia chula que contar, la tradición dice que el cocinero de un barco valenciano cambió el arroz por los fideos para aplacar la gula del capitán, quería evitar que les rateara su ración a los marineros. A mí mis marineros hoy me han cabreado, así que me retiro en silencio.
Bendita vida. Bendita normalidad, como dice una paciente mía. Esto es. Luchar con un par de adolescentes, bajar la basura orgánica, hacer cola a la puerta del súper, aguantar el chaparrón de un vecino que se irrita porque saludo al borracho del barrio (le increpa a voz en grito porque se mea todos los días en el container y el hombre no replica, es una maravilla que no sepa nuestro idioma). El pakistaní de la frutería se la lía a una señora por meterse los guantes de plástico a puñados en los bolsillos. Hay un fracaso esperando a la vuelta de cada esquina, a cada minuto, pero queremos fracasar aquí y no en una cama con olor a desinfectante y acribillados de tubos. Fracasar con estilo. Dignamente. Para esto luchamos en los hospitales, para permitir a la gente que vuelva a casa y la emprenda otra vez con los suyos. Con su soledad. Con las zancadillas de la fortuna. Que se vuelva a poner los guantes de boxeo y golpee. Lejos de nosotros, haciendo barrio.
A mi marido le gusta mi fideuà. Más bien la tolera, pero finge y le sube un punto como si fuera una de sus alumnas raspando el aprobado y con buena actitud. Desde que se ha despeñado con las legumbres tiene más empatía con los cocineros principiantes. Levanto la mirada del plato y recuerdo que el otro día soñé que me besaba.
Los besos han muerto. Las caricias son clandestinas, vacilantes. El otro día soñé que nos besábamos y se lo dije en el desayuno. Un beso largo, de los de antes, con mariposas en el estómago. "He soñado que me besabas", a un metro de distancia, quemándome los labios con el café que él me había preparado. Quiero volver a soñarlo y no lo consigo, estoy tentada de inventarme que ha vuelto a pasar. Por la noche nos acostamos en fila, como dos desconocidos en un tren, a varios centímetros de distancia. Inventamos un lenguaje del cariño con los pies, bajo las sábanas, alguna mano exploradora se salta el veto. Me despide en la puerta de casa tocándome los codos con los suyos. Cuando escribe un mail ya no pone besos: pone codos.
He sondeado a mis compañeros sanitarios sobre la cuarentena y parece que estamos en una digna franja media. Hay quien está confinada en su cuarto, aunque trabaje en Primaria, hay quien se disocia y vive igual, consumiendo una especie de prórroga ectópica de la inmunidad que gozábamos antes. Hay quien no ha ocupado otra cama por no tenerla o por dejarlo para un mañana que nunca llega. Una enfermera muy expansiva hizo una despedida con su marido y desde entonces duermen en cuartos separados. Quedan para ir al 'teatro': entradas, palco, copa de vino y hasta tacones y modelito. Imaginación y afecto cultivados con el tacto de un artesano que no conoce la prisa.
Y así vamos empujando el calendario, tachando los días.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora