A MI MODO DE VER / OPINIÓN

La crítica de un principio y la denuncia de una carencia

3/04/2024 - 

Hoy, cuando todo pide hablar de un Gobierno que no tenemos porque el sr. Sánchez nos ha convencido de que los proyectos del PSOE limitan al norte, sur, este y oeste con los proyectos de Junts  y cuando  la Sra. Ministra Morant, en calidad de lideresa del PSPV, nos promete desde Castellón “la recuperación de la dignidad”, considero necesario cambiar de tercio y prometo a los lectores de esta columna releer Más allá de la izquierda y la derecha. En tanto someto a Giddens a un diálogo forzado por mi necesidad de orientarme, me ocuparé de asuntos de los que no se habla a pesar de ser muy importantes. 

La organización y dotación  de los hospitales públicos solo son motivo de atención preferente en los medios de comunicación cuando los ciudadanos atraviesan situaciones penosas. En tales circunstancias, tanto los informativos como las portadas nos trasladan unas imágenes que siempre recogen pasillos atascados por camas y  quejas de los familiares de los pacientes porque sus familiares están sufriendo esperas vejatorias. Las insuficiencias vinculadas a la organización del día a día solo asaltan lugares de privilegio en la prensa bajo la modalidad de datos asociados a unas listas de espera que han puesto algo de relieve: no existe la organización hospitalaria ni el proyecto preciso para solventar el problema. Sabido esto, atendamos algo sencillo: Paso a someter a la consideración de mis lectores la validez de un principio con el que cerramos en muchas ocasiones nuestras experiencias hospitalarias; a la vez, deseo denunciar una carencia que la legislación debería afrontar por vía de urgencia.

Atendamos el primer punto. Vayamos a la madrugada de un viernes y acompañemos a nuestro joven de 14 años, doblado por un cuadro de vómitos e intenso dolor. Es rápidamente “triado” al acceder al hospital y a las cuatro horas, cuando el gotero ha producido su efecto se le remite a casa con un diagnóstico: ”Gastroenteritis aguda”. Pasados unos días, el dolor durante la noche vuelve a ser irresistible. De nuevo retorno al hospital, de nuevo es “triado” y de nuevo el gotero de calmante produce el efecto preciso para remitirlo a su casa. Unos caldos mantienen a Pablo durante la mañana y tarde del sábado, pero a las dos de la madrugada se repite la historia y ante lo insoportable del dolor, el joven es conducido a urgencias. Todo se repite: urgente triaje, gotero, estancia en el hospital y decisión para retornar a casa. El padre se niega a retornar con su hijo. Ante la negativa el doctor le deja internado.  A las pocas horas, lunes, un especialista le reconoce y anuncia una intervención urgente.  En una semana de hospital se recupera y retorna a su casa para incorporarse a los siete días a la actividad escolar, aunque debe suspender  durante un mes las actividades deportivas. El trato hospitalario ha sido exquisito hasta durante las horas en que un pasillo acogió su estancia y la espera del quirófano. Y en ese momento, cuando la familia recuerda en torno a la mesa camilla los momentos pasados, aparece el principio: “Bien está lo que bien acaba”.

¿Qué lección sacar? Hay algo claro: evitar la queja solo consagra una forma de actuar que hace correr serio peligro a alguien que está rebosante de fuerza y salud. La doctora que reitera un diagnóstico y no duda de su decisión, no hará reflexión alguna sobre su proceder y el sistema hospitalario no tendrá la oportunidad de enseñarla que existen otras formas de entender  y aplicar ese “protocolo  de urgencias” al que nos dice que debe servir. En definitiva, el recurso a ese principio solo contribuye de hecho a consolidar formas incorrectas de ejercer la medicina. Mi tesis es clara: la organización de la salud pública también requiere de la opinión de los usuarios.

Vayamos a denunciar la carencia. He conocido hace unos días una situación que, mi buen lector, creo que merece su juicio: el mismo doctor al que la Universidad le reconoce el pasar a ser profesor emérito y, por tanto, que pueda seguir aportando docencia e investigación en la Universidad, no solo no es objeto de atención preferente para ofertarle al menos que prolongue su actividad dentro del sistema público de salud, sino que le jubila y prescinde de sus enseñanzas, de sus consultas y de sus propuestas. No puede trabajar en el Hospital Clínico, pero puede cruzar la calle y pasar a trabajar en la clínica privada que se ubica enfrente o en cualquier otra de la ciudad. Eso sucede en un sistema hospitalario que tiene problemas de especialistas y al que puede sucederle lo que a las casas de cultura en la transición: se construyen hospitales, se inauguran, pero el día a día revela que no cuentan con las especialidades y especialistas necesarios. ¿Tan difícil sería que el Ministerio de Sanidad propusiera alguna solución, que aportara alguna ley que regulara el acceso a la jubilación de modo que se pudieran rentabilizar los conocimientos y calidad clínica de los especialistas que ahora jubilan sin el menor miramiento? ¿Una administración sanitaria que es tan deficitaria puede prescindir de quienes, contando con una excelente salud, deseen seguir aportando su trabajo y su conocimiento al hospital público? ¿Tanto cuesta elaborar con inteligencia una ley que regule la jubilación y la colaboración con los hospitales públicos? Sra. Ministra a la tarea!

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