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el callejero

Cuando Ana habla, sube el pan

Foto: KIKE TABERNER
14/02/2021 - 

VALÈNCIA. Ana Martí es una mujer atolondrada. Habla como si estuviera subida de revoluciones. Y no ayuda que esté sufriendo porque solo hay un chica despachando en el mostrador del Horno Valencia, uno de los clásicos del barrio de Ruzafa y un puntal de la calle Sueca. Aunque, eso sí, se le ve disfrutar contando los pormenores del negocio y recordando la historia de un establecimiento que levantó la persiana allá por 1969.

Sus suegros lo abrieron hace más de cincuenta años, cuando dejaron el horno que tenían en Yátova, en la Hoya de Buñol, para probar suerte en València, en el barrio de Ruzafa. El matrimonio se quedó el traspaso de esta planta baja de la calle Sueca donde ya había un horno desde principios del siglo XX. "La propietaria de este bajo conserva un contrato del año 32, pero asegura que hay uno anterior que ya no lo tiene. Aquí siempre ha habido horno".

Tan larga es su relación con el barrio, que todavía hay clientes que conservan la tradición de acercarse hasta allí con la cazuela de arroz al horno para que se lo cuezan. El horno de leña tiene un tamaño imponente. Es tan grande que parece que allí dentro, en esa panza, digna de una ballena puedan entrar todas las cazuelas de arroz de València. Y no, es una exageración, pero cada día producen cantidades industriales de pan, empanadillas, todo tipo de bollería y algo de pastelería. Su pan rústico tiene tanta fama que se vende por toda la ciudad. La Más Bonita, una de esas cafeterías cuquis donde te cobran diez euros por unas tostadas con salmón y un zumo, les compraba, antes de la pandemia, treinta de esas hogazas, 75 kilos de pan rústico, cada semana. En Rawcoco se llevan diez kilos cada dos días. Y otros grandes clientes como La Lambrusquería o la Trattoria da Carlo tampoco paran de hacerles pedidos.

Cuando sus suegros llegaron de Yátova, apuntaron a su hijo al mismo colegio de la calle Cádiz donde estudiaba Ana: el Grupo Escolar Vázquez, que hoy es la guardería Patufet. Los dos iban a la misma clase y, como hay piezas que encajan a la primera, a los 14 años se enamoraron y ya fue para toda la vida. "Yo no he tenido más novio que él, ni él más novia que yo. Y eso que mi familia no era clienta de su horno, que el nuestro era uno que teníamos enfrente de casa, lo que ahora es La Más Bonita. Pero a partir de estar juntos, ya empezamos a venir. Pasaba a por el pan, mi madre me ponía el bocadillo y, hala, al cole".

Su marido, José Miralles, es quien se encarga de la producción; ella, de la venta. Ana entró a trabajar en 1980 y ya no se marchó. Cuando se jubilaron José Miralles y Concha Espert, sus suegros, se quedaron un negocio que ha cambiado mucho en estos cuarenta años. "Ha evolucionado, sobre todo, en la tecnología que usamos ahora y en la variedad de producto. Sigo manteniendo todo lo que había, lo que pasa es que ahora se ha cuadruplicado en diferentes variedades. Antes se hacían rosquilletas, cruasanes, ensaimadas y magdalenas. Con eso llenábamos el mostrador. Ahora tenemos muchas más cosas".

El surtido es tan amplio que hace que el cliente, si entra por primera vez y no llega sabiendo de antemano lo que quiere, se tire un buen rato hasta hacer su elección. Solo en pan, además de las barras tradicionales, hay veinte variedades diferentes: el rústico, de centeno, avena, espelta, kamut, con nueces... O siete tipos de empanadillas. "Vendemos, además de a nuestros clientes personales, a más de cuarenta bares y restaurantes, y a tres hoteles", apunta Ana.

Esta mujer adora su negocio y solo lamenta que la dichosa pandemia haya trastocado la venta, sobre todo entre la hostelería. Pero su optimismo es infranqueable y no pierde el tiempo en lamentos baldíos. "Todo volverá a su sitio. Solo hace falta que pase", sentencia.

Y si el negocio ha cambiado, el cliente también. "Ahora es mucho más exigente. No se conforma con cualquier cosa. No te pide un pan y ya está. El cliente quiere saber de qué está hecho, si es integral 100 %, qué humedad tiene. Y a mí me gusta que sepan lo que están comiendo; me encanta explicárselo".

Ana tiene dos hijas y un nieto. Lo cuenta en un cuarto que hace un poco de trastero, comedor y lugar de descanso. Le da cierto apuro porque está desordenado y las paredes, por culpa de la humedad provocada por una acequia que pasa justo por debajo, presentan algún desconchado y no están para fotos. Para hacerlas, porque de las paredes sí cuelgan varios retratos. En un rincón están sus hijas de pequeñas y de primera comunión. En otro, al lado de una puerta que da acceso a un pequeño pasillo, su marido. En una sale vestido de militar y en otra, de niño, también en el día de su primera comunión.

El horno es otro cantar. Es como un caos organizado. Pilas de sacos de harina procedentes de Zamora. Estanterías con enormes latas de tomate Hida. Arcones y carritos. Cajas y cajones. Y apoyado sobre el horno gigantesco, en descanso a mitad mañana, hay una pala de madera de más de tres metros de largo. Aunque al lado hay una máquina que sirve para meter y sacar los productos del horno, a diferentes alturas, de manera mecánica. Y en una esquina, bajo unos tubos de refrigeración industriales, hay una imagen de San Pancracio. "Soy católica y me cuida el horno". Lleva años haciéndolo.

Le encanta la clientela

Ana entra cada día a las diez de la mañana. Antes ha cocinado para toda la familia. Tiene buena mano y todos agradecen que llegue con una fiambrera llena de algo delicioso. En casa conviven con su suegra, que ya tiene 88 años y está delicada, y la chica que la cuida. Y, además de para ella, su marido y su padre, que es viudo, también cocina para su hermana, que trabaja en el horno, y para su sobrino, "que entra a las ocho y a las ocho tiene el tupper preparado". Y, por último, para su hija "la pequeñita". La pequeñita tiene 24 años y está preparando unas oposiciones. "Sí, la verdad es que cada día guiso para un montón de gente. Será que no se me da mal".

Luego, a las diez, llega a la tahona y comienza a despachar a la gente que acude a por el almuerzo o a comprar el pan. Y no sale hasta las ocho de la tarde. "Después vuelvo a casa y sigo con mi marcha. A mis 56 años estoy muy trabajada...".

El mostrador es su territorio. Allí se maneja con los clientes a toda pastilla. Pasan los años y no se harta. Al contrario: "A mí me gusta el día a día y el cara a cara con mi clientela. Somos trece empleados y algunos nos ayudan el fin de semana, que el domingo está todo cerrado y nosotros sí que abrimos".

Su marido trabaja dentro. Allí mete las manos en la masa madre que amasa desde hace años. Antes aprendió de sus padres los secretos del oficio. Luego amplió su conocimiento haciendo varios cursos. Y ahora le pone su sello a uno de esos hornos de València que siempre tiene cola delante de la puerta. "José es un gran panadero en València", presume su mujer.

Ella lleva ahí desde los 16 años pero sigue disfrutando de su trabajo. "Me encanta el horno. Yo soy muy feliz aquí. Siempre digo que cuando nos jubilemos y tengamos que dejar el horno... ¡ay, Dios mío, qué va a ser de mi vida! Nos gusta mucho pero llegará una edad en la que ya tendremos ganas de descansar. Porque este ritmo no lo voy a poder llevar siempre. Ahora soy joven y puedo llevar este ritmo, pero llega un momento en el que habrá que parar".

Tiene tal vitalidad que, a sus 56 años, se sigue sintiendo joven. Aunque las jóvenes son sus dos hijas, que ya le han dicho a sus padres que nanay, que no van a seguir con el negocio familiar, que no se van a convertir en la tercera generación del Horno Valencia. La mayor es enfermera y trabaja en Urgencias. La pequeña es agente de desarrollo local y está opositando. "Ninguna de las dos va a seguir con esto. Es una pena. Las dos empezaron trabajando aquí y la pequeña sigue con nosotros. Tiene 24 años y no quiere pedir dinero, se lo quiere ganar. Y en cuanto apruebe las oposiciones, dejará el mostrador, lo tenemos muy claro".

A Ana no se le ve apurada por la previsible extinción del Horno Valencia. Quizá porque su marido le cuenta que él piensa que los empleados acabarán formando una cooperativa para quedarse el negocio. La panadera cuenta que ya solo quedan tres hornos en Ruzafa: "El de los Borrachos y el nuestro en la calle Sueca, y el de Jesús Poveda, el horno San Valero, al lado del mercado". Omite o se olvida del que hay en la calle Puerto Rico y de Le Roi, que abrió no hace mucho en la acera de enfrente.

La tahona cierra a las nueve de la noche. Seis horas de silencio. Hasta que los panaderos llegan en mitad de la noche, a las tres, a preparar todo lo que venderán en cuanto amanezca. Su marido y un chico se dedican a amasar. Su cuñado es quien lo cuece todo. Un muchacho, ya al alba, remata la bollería, ''pintando' de jalea los cruasanes o espolvoreando el azúcar sobre las ensaimadas. Una chica llega a las seis y media para hacer las empanadillas. A las siete ya está todo listo y la rueda vuelve a girar un día más. "Somos un engranaje perfecto", asegura Ana.

Pan para bebés

Nunca dejan de pensar en cómo mejorar, en cómo seguir evolucionando. Y el nacimiento de su nieto hace catorce meses les hizo aguzar el ingenio. "Mi hija, la enfermera, estudió Nutrición dentro de la carrera. Cuando tuvo al niño, le dijo a su padre que tenía que hacer un pan para bebés. Porque no pueden tomar sal, es muy malo para los riñones. Y luego las harinas tienen que ser ecológicas. Todo de primera calidad para que un bebé pueda empezar con los cereales. Porque el cereal de la farmacia, el que le ponemos en la papilla o el biberón es bueno, no voy a tirar por tierra a la farmacia, pero engorda e infla mucho a los bebés. Necesitan algo más saludable. Tiene que ser algo como avena en copos, quinoa y el pan, que es el primer alimento del hombre. Es una mezcla de harinas integrales, ecológicas y sin sal. Lo hacemos en un formato gordito para cortar a rebanadas. La coges, le quitas la corteza, y esa mollita, con un poquito de aceite de oliva, aguacate o queso blanco sin sal... Ale, ñam, ñam, ñam... Y mi nieto se lo come... Es muy saludable".

Aunque la ocupación de Ana es tratar con los que entran en la panadería. Lleva tantos años que ha acabado formando parte del barrio. "La gente me aprecia muchísimo; yo siento que me quieren. Hay clientes que, más que clientes, son amigos. Y hay algunos que, más que amigos, ya son hasta familia. Y cada vez que se me muere uno, lloro en el mostrador. Y eso no es mentira. Les aprecio tanto que los creo de mi familia.

Algunos llevan varias décadas de fidelidad al horno de la calle Sueca. Generaciones que se solapan. Abuelos que compran rosquilletas, hijos que se llevan nata para las fresas y nietos que se pirran por las empanadillas de piñones. "He visto niños, y antes a sus madres embarazadas de ellos, que ahora vienen con sus propios hijos. ¡Yo en la calle Sueca soy alguien! Una vez me hicieron un ninot en la falla de Sueca-Literato Azorín. Bueno, no era a mí, era al horno. Era un panadera con una tablita que ponía 'Horno Valencia'. Muy chulo. Me dio una ilusión...".

La falla es un aliado de la tahona. El espectáculo de las luces atrae a cientos de personas cada día y muchos acaban entrando en el Horno Valencia para reponer fuerzas. Son días intensos, pero muy productivos. "Quiero darle las gracias a don Bernardo Morosoli -el hombre que lideró el ascenso de Sueca-Literato Azorín y que falleció en 2013, en el mes de abril, como si se hubiera esperado a que pasaran las Fallas-. Siempre le estuve muy agradecida. Gracias a que él puso la falla en lo máximo, yo empecé a tener mucha venta y la gente a conocer mis empanadillas, que es lo mejor que tengo en el horno. Tenemos de siete clases y hay muchas reseñas sobre ellas. Le aprecio y le agradezco todo lo que hizo por la falla".

En 2002, hace diecinueve años, la falla ganó el primer premio de la categoría Especial. Un representante de harinas que se mueve por toda València le dijo ese mismo día a Ana que no iban a dar abasto. "Mi marido y yo nos quedamos asustados. Pero he de decir que, como somos un engranaje perfecto, dimos abasto y pudimos con todo, aunque acabamos agotados, agotadísimos. Sobre todo mi marido: venía a las cinco de la tarde y se iba al día siguiente a la hora de comer. Apenas dormía. Fallas no son cuatro días, son muchos días, desde que inauguran las luces. A las siete hacen el encendido y luego poco a poco van montando la falla. Y la gente se acerca a comprar una empanadilla". Esos días, Ana entra a las siete de la mañana y se va a las once de la noche. "Me cansa tanto bullicio. Es muy pesado".

Ana se despide y, antes de salir por la puerta, ya se ha puesto un delantal y, con su mejor sonrisa, escucha, a través de una mampara, la petición de una clienta. Ya está tranquila. Aunque sigue hablando deprisa. Muy deprisa.

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