VALÈNCIA. Es habitual que hablemos aquí del rico e importante patrimonio de nuestra ciudad. Pero como cuando se habla del amor con cierta profundidad, hay también que hablar del desamor. En nuestro caso cuando hablamos de aquello que configura la colección de estampas más idílicas de la ciudad, también hay que armarse de valor y hacerlo de su némesis. Es decir, de aquellos errores incomprensibles con los criterios que manejamos hoy en día, que son como un paréntesis que suena a flagrante nota falsa en el acorde de Do Mayor, y que, de alguna manera, ya forman parte de nuestro paisaje visual cotidiano. Desaciertos que, muy a nuestro pesar, no me lo tomen literalmente, parece como que el contexto y la costumbre empiezan a aceptarlos como accidentes inevitables. Es como si la plaza del Ayuntamiento ya no fuera lo mismo sin el catastrófico edificio que hace esquina con la calle de las Barcas, no hace falta que se lo presente, y que define una forma de ser (o de no ser) en un momento cercano de nuestra reciente historia.
En las ciudades con un potente pasado histórico y artístico existe una permanente tensión urbanística y arquitectónica, en ocasiones a grito pelado, provocada por una sucesión y convivencia de estilos, modificaciones internas derivadas de la devastación causada por guerras, corrientes higienistas tan en boga en el siglo XIX que dieron lugar a masivos derribos no solo de murallas sino de barrios enteros en pos de una, pretendida mayor salubridad y control de la masa proletaria, abandono de edificios, su ruina y consiguiente colapso, o simplemente de la ausencia de una normativa preocupada en la protección patrimonial, hasta no hace muchas décadas. Además, la preocupación ciudadana por la estética y el patrimonio es un fenómeno relativamente moderno, aunque pudiera parecer lo contrario. La mentalidad decimonónica, no hablemos de siglos atrás, era poco tendente a cuestionarse derribos o modificaciones por cuestiones estéticas o de preservación patrimonial.
Proyectos de los que se libró València
Aunque no lo crean, la visión que hago es claramente optimista, y si no vean seguidamente lo que podría habernos pasado. A lo largo y ancho del siglo XX se realizan algunos proyectos que, en algunos casos, de puro milagro, no se vieron ejecutados (aquí la palabra ejecución cobra su más amplio significado), mientras que en otros no pasaron de unos apuntes, bocetos y en definitiva una ensoñación poco menos que lisérgica para algunos, y un mal sueño para otros. En el caso de la Avenida del Oeste, el llamado Plan Aymamí estaba ya diseñado y fue aprobado por el ayuntamiento en 1932. Finalmente como se sabe, la obra fue parcialmente realizada. Pero los planos del llamado Plan Aymamí proyectaban la apertura más allá del Mercado Central de amplios bulevares, a imagen de la Gran Vía madrileña o la Vía Layetana en Barcelona, que atravesarían en cruz el centro histórico de la ciudad y llevándose por delante lo que pillaran a su paso (sudores fríos me entran de pensarlo), reordenando, de eso no cabe duda, la trama medieval preexistente. Un testigo mudo pero elocuente de ello- puesto que fue construido previendo la llegada de la avenida-permanece como guardián de las peores esencias, apostado en la calle Na Jordana: un edificio de doce alturas (eso sí, pagaría por subir a la azotea) que nos invita a preguntarle ¿qué demonios hace esto aquí?. Parece que lejos de aprender, décadas después, poco faltó para que se llevara a cabo otro despropósito de igual filosofía como la apertura de la Avenida Blasco Ibañez hasta el mar. Una historia de sobra conocida por todos con final feliz.
Otras ideas, durmamos tranquilos, que llegaron a trazarse en idílicos dibujos coloreados y maquetas de cartón pluma, no llegaron ni a tramitarse, pero sólo con saber que llegaron a proponerse, le ponen a uno el vello de punta: la autopista multicarril por el viejo cauce del Turia o el puerto deportivo en el entorno de la Albufera y el Saler son los ejemplos que hoy vemos como surrealistas pero que hace solo unas décadas se tenían como plausibles.
El top de los indiscutibles
Se trata de una relación abierta y que invita a incluir otros ejemplos que seguro se les ocurren. Junto con el mencionado de la calle Na Jordana, que quiebra tristemente esa interesante ordenación arquitectónica de 1850 obra del arquitecto Carlos Spain, que viene a ser la primera intervención obrera racional y unificada que de forma planificada se lleva cabo en la ciudad (observen como todas las casas guardan una uniformidad), y una de las primeras de España. Se llegó a barajar la expropiación y derribo del mamotreto, pero el elevado coste desechó la idea.
El “moderno” edificio de la fachada en aluminio y cristal de la esquina con la calle Barcas es todo un clásico que nació caducado, y que ha convertido en vanguardistas las cercanas construcciones modernistas. Todavía no he conocido, en una ciudad en la que todo se debate, a alguien que lo defienda. Quizás sea el único punto de consenso en València.
Ya no hay muralla medieval en València pero existen otras murallas mucho menos evocadoras. Sin duda el pantagruélico, por devorador de todo lo que signifique mesura raciocinio y buen gusto, edificio de la Plaza de Brujas que hace de inmenso muro separador de dos barrios (el del Mercat y el de Velluters) se lleva el premio. Parece imponer una suerte de penitencia visual a quienes tienen que ir a comprar desde el antiguo barrio de los sederos al Mercado Central. Además, veda el diálogo (como dicen los cursis últimamente) entre las cúpulas del mercado con la de las Escuelas Pías. En mi clasificación, este edificio estaría en lo más alto porque además me transmite la sensación de algo inamovible por los siglos de los siglos.
No hay que irse muy lejos si queremos degustar un edificio de pretensiones más humildes, menos avasalladoras pero que transmite una gran tristeza. Se trata del situado en la Plaza del Mercado, con lo que ello significa en cuanto al contexto monumental y al inicio de la pintoresca calle Bolsería. Así como el promotor del edificio anterior da la impresión de que se creyó un semidiós, en este caso creo que simplemente no pasaba por sus mejores momentos. Así, la pregunta que a uno le nace de inmediato es un inmenso ¿porqué?.
Los derribos que no hay que olvidar
Medio siglo desde que se produjera el derribo del Palacio Real de València, en el año 1859 se inicia el de uno de los más impresionantes palacios de la ciudad: el que el embajador Vich tenía en la actual calle del mismo nombre y que fue construido en 1525. El famoso patio, cuyos mármoles trajo desde Italia en barco, y que se trataban de una auténtica innovación estilística en una ciudad sumergida todavía en el estilo gótico, fueron salvados in extremis aunque sus piezas fueron dispersadas (muchas de estas instaladas en el convento del Carmen). Hoy el patio podemos disfrutarlo reconstruido en el Museo de Bellas Artes. Otro palacio importante desaparecido, tras su derribo en 1960, es el Parcent que se hallaba en la plaza homónima, junto a la iglesia de las Escuelas Pías.
El derribo del Castillo de Ripalda en el año 1968 es otro de esos momentos oscuros. Esta construcción historicista, neogótica encantadora, fue construida en el año 1889 obra de Joaquín Arnau. Tras ello se levantó en su emplazamiento la celebérrima “pagoda”. Un edificio interesante arquitectónicamente realizado entre 1967 y 1973, pero que no justifica su existencia a costa de hacer desaparecer una construcción prexistente que hoy estaría protegida sin lugar a dudas. Penosa también fue también la eliminación de la monumental explanada de la Plaza del Ayuntamiento, obra de Javier Goerlich y su mercado de flores subterráneo. Unos elementos arquitectónicos hoy en día que sólo podemos apreciar a través de la fotografía, en pos de una superficie apática y adormecedora, y cuyos momentos de gloria se producen cuando alberga las mascletás de la semana fallera.
Errores en forma vegetal
Hubo un tiempo en que los criterios empleados en el ornato arbóreo del centro de la ciudad parece que no tenían en cuenta que los árboles crecen, algunos mucho, y que se corre el riesgo de que estos no nos dejen ver lo que hay tras ellos. Si el edificio es patrimonio de la humanidad la cosa es más grave. Un caso evidente, y tratado en alguno otra ocasión en diversos foros, es la clase de arbolado empleado a lo largo y ancho de la plaza del mercado, principalmente frente a la Lonja, un monumento que prácticamente durante más de medio año es imposible contemplar decentemente. Igual sucede con algunos de los árboles que fueron plantados en su momento frente a la Catedral para añadir una desdicha más a esa plaza. Porque ¿qué decir de ese abeto propio de latitudes más septentrionales, que parece tener envidia del Miguelete y no ceja en el empeño de hacerle sombra algún día?.