VALÈNCIA. Muchos museos públicos y determinadas colecciones privadas se asemejan en cuanto a que ambos son entes vivos, en un crecimiento, más lento o más rápido, pero constante, y siempre a la búsqueda de un ideal: la colección perfecta, lo cual, por otro lado, es un imposible. Todos los museos tienen un sentido que ha de vislumbrarse a través de su colección. Por ejemplo, el de Bellas Artes de Valencia sería, principalmente, exponer y explicar la historia del arte valenciano desde la Edad Media hasta las primeras décadas del siglo XX, sin embargo en tanto que el arte valenciano está relacionado o influenciado por otras escuelas y corrientes españolas y europeas, permite ampliar el foco y exponer en sus salas, sin restar coherencia, obras de los distintos ámbitos nacionales y de las escuelas de fuera de nuestras fronteras aunque relacionadas con el ámbito español. En la medida de lo posible se trata de una labor consistente en ir completando los huecos que faltan por cubrir en las colecciones o potenciar aspectos y artistas importantes del catálogo escasamente representados. Como consecuencia de ello las decisiones de compra se supone que siempre están inspiradas por cierta coherencia, aunque no se excluya en algunas operaciones cierto riesgo, imaginación dentro de un orden, y audacia a la hora de relacionar la pieza hallada y adquirida, con el resto de la colección.
No tendría mucho sentido que nuestro museo de Bellas Artes peleara en una subasta por adquirir una obra de un impresionista francés, pero quizás sí una del mismo periodo relacionada con el contexto valenciano. En mi opinión nuestro museo o el Instituto Valenciano de Arte Moderno, por nombrar a los dos centros de arte más importantes de nuestro entorno, no deben buscar parecerse a otros museos o querer epatar con ellos. Los museos tienen su personalidad conformada principalmente por el contexto geográfico y cultural donde se hallan y por el camino marcado históricamente por las colecciones que atesoran. Tampoco tendría mucho sentido lanzarse a la compra de una pieza que, con más o menos variantes, ya se posee de forma reiterada y poco o nada aporta al enriquecimiento de la colección. Sí que es interesante completarla en el caso de que falte obra de algún artista relevante de un determinado periodo, o su presencia en las salas del museo sea testimonial.
El museo también deber informar y, de forma periódica, quizás con una cadencia de una década, la institución debe presentar a la ciudadanía, por medio de una exposición, las adquisiciones que ha realizado en ese periodo. En este sentido, hace unos meses el museo de Bellas Artes de Valencia lo hacía en una muestra temporal comisariada por David Gimilio con obras de Vicente López, Juan de Juanes, Ribalta o March adquiridas a lo largo de esos diez años. Una de las mayores satisfacciones para un director de museo es disponer de un presupuesto adecuado para adquisiciones, pero todos sabemos que una cosa es el deseo y otra la realidad y esta partida suele sufrir acusados vaivenes como consecuencia de toda clase de factores: la “filosofía” de la dirección de la institución puesto que hay políticas que apuestan más por potenciar la colección ya existente y otras que prefieren invertir en ensanchar la colección; cómo no, también las posibilidades o restricciones económicas según la coyuntura general es un factor inevitable, así como el éxito, o no, en la búsqueda de piezas en el mercado, puesto que estas no siempre se aparecen ante nuestros ojos sino que hay que salir a la carretera y hacer muchos quilómetros, como los buenos y ávidos coleccionistas, a la búsqueda del tesoro.
Eso sí, es importante no detener la maquinaria, aunque, año a año, disponer de una cantidad destinada exclusivamente a enriquecer la colección conlleve los consabidos tira y afloja entre museo y administraciones a las que les corresponde financiar las operaciones con el dinero de todos nosotros. A parte de la coherencia de la que hablaba, las decisiones que se adoptan en este sentido han de ser absolutamente transparentes, y este es un extremo de inexcusable cumplimiento: salvo casos que luego mencionaré, se trata de dinero de contribuyentes que tienen el derecho de conocer cómo y en qué se emplean sus impuestos, y las razones que fundamentan cada una de las adquisiciones.
La importancia de la colección ya existente en un museo marca de alguna forma el nivel las obras a perseguir. Una compra por el museo del Prado no puede conllevar un desequilibrio con el ya de por sí excelso nivel de las obras que cuelgan en sus muros y que, como se sabe, provienen en muchos de los casos de las colecciones reales conformadas a través de los siglos; por esta razón las pinacotecas que, como el Prado, juegan en “otra liga” siempre deben apuntar a lo más alto aunque ello signifique renunciar por inalcanzables a muchas ofertas. Aunque se piense lo contrario los museos históricamente más importantes, sumidos en unos gastos de explotación enormes, no disponen, en todo momento, de los fondos que nos imaginamos para hacer un desembolso que sí que hacen nuevos espacios que se están abriendo en los países donde dominan los petrodólares.
Los museos y colecciones si no más famosos sí más poderosos, envían a sus emisarios a las grandes ferias de arte del mundo y a las célebres casas de subastas para realizar sus compras a golpe de talonario. Sin embargo, los presupuestos para ello, en muchas instituciones sobre todo europeas se están viendo recortados debido a la coyuntura económica actual, y las políticas de adquisición, inevitablemente, están virando hacia un mayor compromiso, voluntario, de la sociedad civil en esta clase de operaciones que no serían fáciles de explicar a la ciudadanía cuando el precio a pagar es una cantidad para mucha gente desorbitada, si esta además tiene que salir del presupuesto público.
Aquí es donde entra la filantropía y el mecenazgo no tanto de los magnates y las grandes empresas, que también, como de la sociedad. Por ejemplo, en el año 2016 nuestra primera pinacoteca adquirió la obra maestra de Fra Angelico La Virgen de la Granada por 16 millones de euros; esta adquisición además de la intervención estatal estuvo sufragada por la Asociación de Amigos del Museo del Prado (con cuarenta mil socios) y otras entidades en más cuatro de esos millones. En esa misma dinámica, hace un par de años este mismo museo llevó a cabo exitosamente su primera campaña de micromecenazgo entre el público visitante, con el fin de poder comprar el cuadro “Retrato de una niña con paloma” pintado por Simon Vouet en torno al año 1620, y cuyo precio era de doscientos mil euros. Además de donativos vía internet se puso una hucha cerca de la entrada para depositar lo que buenamente uno quisiera, a partir de un euro. La cifra se alcanzó con éxito y la obra cuelga en una de las paredes. Ya lo ven, el signo de los tiempos ha de llevarnos a plantearnos sin complejos y de una vez por todas una nueva forma de obtención de fondos para este fin-también para sufragar el coste de exposiciones o restauraciones del patrimonio- implicando y seduciendo a la sociedad en la tarea.