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Visiones y visitas  / OPINIÓN

Cuidado con la tele

30/09/2019 - 

He tenido una visión: he abierto los ojos, al despertar, y todo estaba en cuadritos blancos y negros. Durante un breve pero aterrador instante la realidad se ha convertido en fina retícula monocroma, en expresión ínfima de sí misma, llevándome de improviso a la mazmorra de lo inexplicable, sumiéndome sin avisar en la más tenebrosa impotencia. No ha sido un fenómeno físico, sino psicológico: un desvarío, un alucine, un espantajo que me ha nublado los ojos por culpa de la televisión. Yo me había propuesto abandonarla en varias ocasiones, pero no pude resistir; y la ventana falsa, mostrándome las cosas con el exuberantísimo colorido que le permite la tecnología, me limitó la percepción. Es un proceso misterioso pero cierto: la tele, a través de un extraño sortilegio, nos incapacita para ver los colores fuera de la pantalla; se los apropia y hace que solamente los percibamos en su lámina irisada.

Esto ha originado mi visión; ha sido el primer síntoma de la posesión televisiva, el primer contacto de sus tentáculos viscosos, el primer intento serio de apercollarme la sesera. Por eso digo que ya intenté abandonarla con anterioridad: intuí su poder maléfico y dejé de verla igual que se deja de fumar o de comer dulce. Pero no aguanté mucho: pronto volví a las andadas; a buscar su entretenimiento complaciente, su lobotomía incruenta, su secuestro cerebral, su anestesia cognitiva, su enajenación infame, su hipnosis. La televisión es el viejo Leteo, aquel río en que los antiguos encontraban el olvido y que hoy, desbordante de agua electrónica, nos borra la prisa existencial; es una espantosa cogorza, un canto de sirena, un vicio bochornoso por insignificante, una oportunidad para la huida. La televisión es un lazo que nos tiende nuestro miedo, una trampa en que nos precipitamos alegres de poder evadirnos, un abrevadero infecto al que acudimos porque no entraña dificultades, aunque sí peligros: a la vez que remojamos el gaznate con su hediondo sopicaldo, hinchamos el bandullo con la salmonela del pizpiretismo, la listeria de la superficialidad y el escorbuto de la insatisfacción. La tele nos lo pone fácil, nos disfraza los problemas, nos arrebata la vida y nos la cambia por una cuadrícula en blanco y negro, por un ajedrez minúsculo que rebasa el tablero y lo recubre todo.

Estoy reuniendo fuerzas para dar el esquinazo definitivo a la televisión; para no necesitar el suave arrullo de sus estupideces; para no ceder a su encanto fantasmagórico, al aburrimiento máximo en que sume al espectador. Gracián aconsejaba escarmentar en testuz ajeno, y Perogrullo profirió aquello de “cuando las barbas de otro veas cortar...”; así que regresaré al refugio libresco, al paseo nocturno, a los brazos de Morfeo para que no me rapen alevosamente la inteligencia, la imaginación y el sentido común; para que no me inoculen el aturdimiento crónico; para que no me lleven al redil de la corrección política ni me obliguen a engullir el tasajo de la simplicidad.

Cuidado con la tele, porque os robará el alma, os apuntillará el entendimiento y os dejará sin tiempo. Cuidado con ella, sobre todo al desenchufarla: el mono será tan grande como la dependencia que hayáis desarrollado, y se presentará de golpe. No importa cuánto logréis permanecer sobrios, ni el esfuerzo que invirtáis en la desintoxicación: el auténtico desafío vendrá luego, cuando sufráis los efectos de la inedia. Aquél sabor a triunfo que tuvo el momento de apagarla fue un engaño, un espejismo que os hizo bajar la guardia y os dejó inermes, confiados, muy pagados de vuestra entereza. Mirabais para otro lado; recibíais, ufanos, los aplausos de vuestros buenos propósitos, y no lo visteis venir. Habíais derribado la tele, pero no estaba muerta; el voyeurismo que presumíais débil os tundió el espinazo con el síndrome de abstinencia. Os pilló desprevenidos y dio con vuestra osamenta en el suelo. Ahora os debatís, hundidos hasta el cuello, en el barrizal de la reincidencia; estáis atrapados de nuevo en el tarquín de las papandujas, en el mucílago negro de las andróminas, las tonterías y las animaladas de la televisión. Estáis en el mismo calabozo de antes, pero con grilletes más gordos. Palpadlos, estirad, percataos. Hará falta un milagro.

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