VALENCIA. Cuando llega el verano, los medios de comunicación experimentan un fenómeno singular. Es un fenómeno que puede con todo: las noticias chorras. Consiste en lo siguiente: crear en España un clima de paralización estival. En agosto se detiene todo, desaparecen los problemas, las preocupaciones, las crisis y los líos políticos para dar paso a noticias importantes de verdad, de ésas que tanto les gustan a nuestros medios tradicionales, con "contenido humano" y con un cierto recorrido para poder llenar páginas y minutos día tras día. ¿Por qué hablar del empobrecimiento de la población si podemos cachondearnos de una anciana ingenua que ha pintado encima de un fresco sin ningún valor artístico? ¿Por qué analizar los recortes sociales si podemos dedicar el debate a recrearnos ad nauseam en los detalles de una investigación sobre un asesino que ha matado a sus hijos?
Es por eso que resulta sorprendente cuando vemos que, en otros países, surgen mínimos debates culturales y políticos que se salen un poco de nuestras expectativas, de las ideas y categorías prefijadas por nuestros periódicos, radios y televisiones. Nos llamó la atención que, cuando se murió Claude Chabrol (cineasta de izquierdas), saliera el presidente francés de entonces, Nicolas Sarzoky (político de derechas) a homenajearle comparándole con Balzac y Rabelais. Y este verano hemos renovado nuestra sorpresa al ver a Clint Eastwood apoyando a Mitt Romney en la convención del partido republicano en Florida.
Desde un punto de vista monolítico, tenderíamos a pensar que ya está el facha de Clint Eastwood haciendo de las suyas y yendo de Harry el Sucio por la vida. Por el contrario, sus fans españoles lo único que harían sería bajar la cabeza y hacer como que no ha pasado nada. Es la reacción habitual que vivimos aquí cuando un icono cultural expresa en sus actos públicos rasgos ideológicos que desmienten el carácter de sus obras. Es el efecto Bob Dylan: el cantante norteamericano actuó en 1997 ante el Papa Juan Pablo II, lo que le generó un montón de críticas por parte de los sectores progresistas porque él mismo habría atentado contra su legado.
El problema surge de dos puntos. En primer lugar, de un problema de interpretación. Cuando Clint Eastwood estrenó, en 1971, la película 'Harry, el sucio', se convirtió en un icono del facherío yanqui por parte de la crítica cinematográfica española del momento, tan movilizada entonces en lo político como ignorante en su interpretación del discurso cinematográfico. La cuestión es que, lejos de ser un alegato fascistoide que glorificase la violencia policial, Harry Callahan era un auténtico sociópata, al que Eastwood convertía en una parodia, como se veía en la secuencia en que detenía a unos atracadores mientras se dirigía por la calle disparando con la mágnum mientras masticaba un sándwich.
A partir de aquí, Eastwood fue en España un apestado para la crítica más cool, totalmente cegata a la hora de valorar películas como El jinete pálido o El sargento de hierro. En esta última no había una alabanza al trabajo de los marines sino una crítica desengañada hacia la política intervencionista del gobierno yanqui, en una película protagonizada por un sargento chusquero, alcohólico y pendenciero que encarnaba, con esas cualidades, el prototipo de militar estadounidense. De hecho, los personajes que representa Eastwood suelen ser individuos atormentados y poco edificantes, a lo que contribuye su trabajo con la voz, que modula de forma que parezca una voz cascada, rota, a lo que no contribuye nada el pésimo doblaje de Constantino Romero, empeñado en eliminar estos matices y en ofrecernos unos personajes íntegros y monocordes.
Después llegaría el paso del cineasta por la alcaldía de Carmel, en California, y muchos peces gordos del partido republicano vieron en él a un nuevo Ronald Reagan, el actor que podía aprovechar su fama para llegar a la presidencia. Sin embargo, Eastwood no se creía demasiado toda la parafernalia de la alta política y abandonó el cargo al poco tiempo para seguir haciendo películas y con un balance en el que se reía de su gestión: llegó a decir que su mayor aportación en la alcaldía fue la regulación para la venta de helados en carrito.
Y pese a que muchos descubrieron a un Eastwood que manifestaba cada vez más unas ciertas influencias europeas en su cine (en películas como Cazador blanco, corazón negro, Medianoche en el jardín del bien y del mal o Mystic River), en España se le ha seguido mirando con recelo. Todo también a pesar de películas como Poder absoluto, en la que Gene Hackman interpreta al presidente de Estados Unidos, un tipejo sin escrúpulos, que mata a la mujer de su mentor político con la que mantenía una relación extramarital. ¿De qué partido era el presidente ficticio? Del partido republicano. Es decir, aunque muchos no lo vean, Eastwood no es el dogmático fascista que aprovecha cualquier circunstancia para arremeter contra la izquierda o para defender los postulados del partido al que apoya.
El segundo punto del problema es el de la identificación entre director y personaje. El caso más significativo es el de la película Centauros del desierto, un western por el que John Ford fue acusado de racista porque el protagonista, encarnado por John Wayne, era un individuo obsesionado con vengar el asesinato de su familia a manos de una tribu india. Curiosamente, pese a que Eastwood es director de cine casi desde el principio de su carrera, sigue siendo percibido más como actor que como director, y nos hemos conformado un perfil ideológico de su figura a partir de los personajes que ha interpretado. Es como pensar que Bruno Ganz es un asesino antisemita por haber interpretado a Hitler en la película El hundimiento.
El perfil ideológico de Eastwood no puede rastrearse en la caracterización de sus personajes sino en el discurso de las películas que ha dirigido. Unas películas donde predomina una sensación de abatimiento y tristeza (sus largometrajes nunca tienen un final feliz), con unos personajes empujados a enfrentarse a las estructuras sociales (de ahí su imagen de cowboy/pistolero y solitario que va a contracorriente) y que acaban ofreciendo un retrato crítico de la sociedad de su tiempo, donde ni los malos son tan malos ni los buenos son tan buenos (como se ve muy claramente en 'Un mundo perfecto').
Dicho lo cual, Eastwood tiene todo el derecho del mundo a apoyar políticamente a quien le dé la gana. Faltaría más. Y tiene derecho a criticar a Barack Obama, un presidente que sí, que ha hecho grandes avances sociales pero que también ha desperdiciado un caudal político inmenso, llevando a cabo una política continuista en lo económico que arroja un balance en el que los logros no han conseguido camuflar las decepciones.
Lo que no se entiende desde la perspectiva española es que una figura de Hollywood apoye a un candidato y que eso no constituya un cheque en blanco de aceptación de todas las políticas republicanas. Eastwood apoya a un partido, pero no está de acuerdo, ni mucho menos, con todos sus postulados. Algo que suena a surrealismo puro en un país donde no se entienden las adhesiones parciales, donde hay que comulgar con todo, donde no hay un debate al margen de estas categorías cerradas que no paran de promovernos los medios de comunicación.
Por eso aquí apenas hay debates y en Estados Unidos, con todos su defectos, el sistema político promueve el intercambio de ideas. Se acabó el verano, volvamos a la realidad, a la inacción de un país que parece que vive continuamente en el mes de agosto.