VALENCIA (MANUEL DE LA FUENTE). Hace más de veinte años, el periodista Jesús Hermida presentaba a la audiencia de TVE una nueva serie, una comedia televisiva. Es lo que está triunfando ahora en Estados Unidos, venía a decir el presentador. Y todos asentían porque lo decía él, el único español que hablaba inglés en los años 60, el que retransmitió la llegada del hombre a la Luna. Hermida presentaba el primer episodio de aquella nueva serie y daba la sensación de que había ido él mismo a buscarla, a regalarnos a todos con lo que entonces nos parecía algo de otra galaxia: una serie norteamericana. Se trataba de Cheers.
Pasadas ya más de dos décadas, es dudoso que Hermida se enorgulleciese hoy de presentar lo que se ha dado a conocer como un remake de Cheers a la española, adaptada a la realidad de nuestro país. Así es como se nos ha vendido un producto que ha despertado una cierta curiosidad, dada la nostalgia que produce el pensar en una serie que tuvo tanto éxito: nada menos que once temporadas en EE.UU. Pero esta curiosidad pronto se ha igualado con todo el follón que se ha montado tras los primeros episodios, follón que habla muy bien del carácter templado y del glamour de los actores de nuestro cine (y nuestra televisión).
Pero empecemos por ese remake adaptado a la realidad española. Cheers era una comedia de situación que se desarrollaba en un bar de Boston, donde los protagonistas eran los clientes fijos. Todos ellos formaban una especie de microcosmos de la sociedad norteamericana de los 80, personajes que se reunían, al salir de trabajar, en su espacio común de ocio, el pub, el bar. Era una comedia coral: estaban el psiquiatra, el aspirante a actor, el entrenador de baseball, el administrativo, la estudiante que se ganaba la vida como camarera, etc. Las tramas iban transcurriendo en torno a la idea de que, tras años reuniéndose en el mismo sitio, acababan los personajes siendo amigos que compartían sus problemas y alegrías.
Y DE REPENTE...
...llegan los valientes creativos españoles que, conocedores de nuestra realidad, trasladan punto por punto el programa a nuestro país. Y lo que funciona perfectamente en la cultura anglosajona en la que, por diversos motivos (que van desde el clima hasta la tradición, pasando por la construcción social o la organización del trabajo y el ocio), el bar, el pub es el lugar de encuentro máximo para la socialización, chirría irremediablemente en nuestra cultura.
Porque, en España, no existe esa denominada "pub culture" ya que la socialización se encuentra en la calle y en otros espacios. Los clientes que pisan un mismo bar todas las tardes para tirarse horas y horas en ese bar y con los mismos parroquianos no son precisamente personajes como los que muestra Cheers, sino alcohólicos y jugadores de tragaperras. Para nosotros, el bar no es un lugar meta, sino un mero sitio de paso donde tomar una caña y un café y después seguir nuestro camino.
El sinsentido es tan aberrante que es como si los creativos españoles decidieran adaptar (también según la realidad española, por supuesto), A dos metros bajo tierra mostrando una España en la que los tanatorios están en las casas particulares de quienes se dedican a preparar los cadáveres; o La hora de Bill Cosby con negros de clase media alta viviendo en una casa grande; o como si los norteamericanos hicieran una adaptación de Curro Jiménez cabalgando por Monument Valley. Éste es el primer problema que afecta a la credibilidad de una serie en la que en todo momento tenemos la sensación de que estamos viendo una serie norteamericana mal hecha por españoles.
El segundo problema en la adaptación es la ruptura de la coralidad de la serie original. Aquí la serie está montada para el lucimiento de Antonio Resines, que sigue haciendo el mismo papel que hace Imanol Arias en Cuéntame: el tío que parece que está siempre estreñido y de mala leche. En cuanto abre la boca Resines, uno espera que diga, con su dicción clara y nada atropellada, algo así como: "Pero-tú-eres-gilipollas-o-qué-te-pasa". Lo cual, dicho sea de paso, si Resines es un actor de método que se ha especializado en ese personaje de ceño fruncido, pues perfecto. Pero ni aparece justificado nunca ese carácter por la trama (ni aquí ni en ninguna de sus películas) ni tampoco es que resulte creíble.
CORRAL DE COMEDIAS
Como tampoco resultan creíbles la mayor parte de los actores, desde un Alberto San Juan que parece que está leyendo una pizarra con sus diálogos, o una Ana Belén que se luce en el primer capítulo, todo un elenco de actores que se pasan toda la serie gritando como si estuvieran en un corral de comedias. Pero éste es el modelo de espontaneidad que consagró la película El otro lado de la cama: actores que no saben actuar, cantando canciones cuando no saben ni siquiera afinar para un público que no sabe si reír o avergonzarse o ambas cosas a la vez.
El tercer problema ya es de recepción, de la construcción de un público. Ésta es la asignatura pendiente de las teleseries españolas, crear un modelo propio. Hasta el momento, todo se ha basado en diversas líneas que no han acabado de concretarse: desde la comedia costumbrista (como en Farmacia de guardia o Médico de familia) hasta la importación de formatos de otros modelos televisivos (Crematorio o Camera Café) pasando por la comedia grotesca y esperpéntica (Aquí no hay quien viva) o la reconstrucción histórica de la transición política en unas series vergonzosas por sus relecturas del pasado (el modelo de Cuéntame que se ha expandido a las miniseries sobre Felipe y Letizia y sobre el 23-F). Atrás han quedado intentos más serios que recuperaban nuestra mejor tradición (la serie El pícaro, de Fernando Fernán Gómez) o que apostaban por el género fantástico (Historias para no dormir, de Narciso Ibáñez Serrador).
En este caso, el follón se ha montado porque, tras el estreno de la serie, un periódico global en español arremetió con su humor zafio (el de la serie, no el del propio periódico). Con la elegancia que le dan el oficio y las tablas, nuestro Laurence Olivier particular, Antonio Resines, contestó llamando "anormales" a los del periódico. El verbo afilado e incisivo cual bisturí de nuestros actores. Y añadía que los de ese periódico no se habían dado cuenta, ya que la productora que había hecho la serie pertenece al mismo grupo multimedia. No nos pueden decir que hacemos una porquería, venía a decir Resines, sólo pueden decir cosas buenas de nosotros porque lo contrario sería hacer un ejercicio libre de crítica. Pocas veces alguien ha defendido de una manera tan clara el juego de intereses que mueve a la industria audiovisual y mediática en nuestro país.
El caso de Cheers no es un caso aparte. Aglutina las carencias habituales de las series de televisión en España: desconocimiento de nuestra realidad social y cultural con la descontextualización de hábitos que sí son comunes en otros países pero no en el nuestro; unos actores que se refugian en el medio porque afuera, esperando proyectos cinematográficos, hace mucho frío; y la escasa preocupación por la fidelización del público. De hecho, si no gusta la serie no es porque el producto pueda ser malo, sino porque el público es idiota o "anormal". Ése es el discurso que se ha mantenido demasiados años desde la Academia de Cine y que ha generado que toda una generación de españoles presuman de no ver cine de su país. Y ahora es el discurso que se consolida en la televisión. Y se quejan luego de que no hay industria. Por supuesto que no la hay. ¿Quién puede presumir de que le gusta una serie como Cheers? Ni Jesús Hermida lo haría.