Cultura y Sociedad

crítica de cine

E.T. y Blade Runner, pedaleando hacia Orión

Suscríbe al canal de whatsapp

Suscríbete al canal de Whatsapp

Siempre al día de las últimas noticias

Suscríbe nuestro newsletter

Suscríbete nuestro newsletter

Siempre al día de las últimas noticias

VALENCIA. E.T. y Blade Runner cumplen 30 años. Distintos medios de comunicación han recordado estos últimos días la efeméride causando el lógico estupor en el lector al respecto de la rapidez del paso del tiempo, e incluso una irrefrenable sensación de nostalgia. Porque, vistas hoy en día esas películas, se nos apodera esa nostalgia engañosa. Y decimos engañosa porque tiene diversas explicaciones para cada cual.

Algunos añoran su carácter de género, como si representaran el canto del cisne de una manera de entender la ciencia ficción, donde unos efectos especiales aún artesanales iban unidos a una manera de narrar en la que se dejaba bastante imaginación al espectador, no se le daba todo mascadito como si fuera tonto. Otros echan en falta en el cine reciente la originalidad de planteamientos que ofrecían ambas cintas. Y todos, en definitiva, quisieran retroceder a unos tiempos donde todos eran más jóvenes y donde los recuerdos de estas películas iban ligados a verlas en comunidad, en una sala de proyección, y no en el salón de casa después de descargarlas en el ordenador.

Con todo, estas conmemoraciones en las que se llora por la juventud y la inocencia perdidas esconden un proceso intencionado de banalización. Éste consiste en borrar las lecturas políticas que ofrecían tanto E.T. como Blade Runner y que constituyen el motivo de su vigencia actual. Porque lo que hace que una película (o una novela, o una obra de teatro, o una pintura) perdure es su diálogo con su contexto político, su capacidad de decir cosas más allá de las obviedades argumentales.

Y E.T. y Blade Runner nos decían muchas cosas, nos advertían de la deriva peligrosa de esta sociedad nuestra, y pasado el tiempo, lo que hay que conmemorar es eso, la capacidad renovada de ambas películas para hablar directamente con el espectador, para plantearle diversos aspectos sociales. Porque celebrar, lo que se dice celebrar, viendo que estamos cayendo en lo más profundo del abismo, la verdad es que nos quedan pocos motivos para ello.

E.T. y Blade Runner nos plantean dos cuestiones fundamentales. La primera, la deshumanización del sistema capitalista, dispuesto a eliminar a los mismos individuos a los que ha creado. En la película de Ridley Scott, el protagonista es un policía que tiene que cargarse a los replicantes, unos humanoides que se niegan a seguir obedeciendo al sistema. En su caza, el policía, Rick Deckard (Harrison Ford) va descubriendo que él no representa a los buenos, como creía al principio, y que la desobediencia de los replicantes conlleva un mayor conocimiento, salirse de lo que te dice el poder que tienes que consumir, ver, leer o escuchar.

Al final, en el famoso discurso de las lágrimas en la lluvia, es el replicante el que le da la lección al policía: yo he podido vivir a mi modo, le viene a decir, sabiendo que mi vida también tiene una fecha de caducidad, mientras tú vives totalmente alineado, adocenado. Una sumisión a un modo de vida en una sociedad totalmente despersonalizada, donde las personas apenas hablan entre sí, y donde hasta los animales domésticos están carentes de vida, son meros robots (un asunto que constituía el eje narrativo de la novela original de Philip K. Dick).

El segundo asunto va relacionado con esa deshumanización, y es la infantilización que genera una sociedad obsesionada por el control absoluto de sus ciudadanos. E.T. trata de la historia de un niño que vive al margen, aislado en su propio mundo: su padre ya no vive en casa, su madre apenas tiene tiempo para ocuparse de él, y no acaba de encontrar su sitio ni en la escuela ni entre los amigos de su hermano mayor. Entonces, recibe la visita de un extraterrestre que pone al descubierto la mentira del mundo de los adultos, que no se comunican entre sí (al igual que en Blade Runner) más que cuando es estrictamente necesario, y que se dirigen normalmente a los niños o para imponerles normas o bien para negar lo que éstos les dicen.

El extraterrestre tiene que permanecer escondido porque, de caer en manos adultas, se expone a su aniquilación. Sin embargo, se mueve sin problemas en el territorio de la infancia y la juventud, con una cooperación que acaba dando sus frutos: él resuelve el aislamiento de Elliott y éste, por su parte, consigue devolverle al espacio.

Esta oposición entre el mundo de la infancia y el mundo adulto aparece claramente expresada en la puesta en escena de la película: la cámara se sitúa en todo momento a la altura de los ojos del niño, y los planos que se nos muestran de los adultos son planos oscuros de sombras (los que buscan a E.T. en el bosque al principio) o bien planos que refuerzan la visión militarista de los mayores: los científicos que sellan la casa son presentados como una amenaza, así como la policía, dispuesta a detener a escopetazo limpio a unos críos que van en bicicleta.

No es casual que este carácter subversivo del mundo de la infancia, donde prima la imaginación y hasta las bicicletas pueden volar, fuera percibido en el momento de su estreno como un ataque frontal al orden y la lógica impuesta por el modelo de vida norteamericano. La película fue censurada en varios países, como por ejemplo en Suecia, donde estuvo prohibida a menores.

Es por eso por lo que E.T. es una película infantil pero no infantiloide. Y Blade Runner es una película de ciencia ficción pero no de frikis. Ambas hacen que nos planteemos diversos interrogantes más allá de las aventuritas de un policía capturando fugitivos o de unos niños en contacto con un ser de otro planeta. Y ambas han sufrido procesos de remodelación. En el caso de Ridley Scott, los diferentes "montajes del director" suenan a excusa para exprimir el rendimiento comercial de una película que se ha ido convirtiendo poco a poco en un clásico contemporáneo.

Peor es lo que hizo Spielberg al eliminar algunos de estos elementos subversivos, convirtiendo (gracias a la tecnología digital) las escopetas en walkie-talkies. Es decir, intentando convertir su película en lo que no es y no puede ser: una cinta infantil complaciente.

Treinta años después, caemos en la cuenta de que no es verdad eso de que el cine contemporáneo no sea tan interesante como el clásico, que no se hacen películas como las de antes. O puede que el proceso biológico hace que estas películas ya sean consideradas "como las de antes" y que al final reivindicaremos la de los años ochenta como una década donde no todo era neoliberalismo, chaquetas con hombreras y peinados con toneladas de laca.

En cualquier caso, el recuerdo de estas películas no debe pasar por la celebración de la juventud perdida, sino por el rescate de sus propuestas, de las advertencias que hacía al respecto del camino hacia la deshumanización y a la estupidez a las que nos dirigimos. Y la verdad es que en ello estamos. Porque, ¿no es verdad que cada vez nuestra sociedad se parece cada vez más a ese retrato gris, nocturno y frío de Blade Runner? ¿O a ese inmenso parque infantil que vemos en E.T. formado por un orden en el que los ciudadanos somos tratados como niños?

Recibe toda la actualidad
Valencia Plaza

Recibe toda la actualidad de Valencia Plaza en tu correo