Cultura y Sociedad

La ciudad y sus vicios

Qué queda de los chalets de los periodistas, sueño de la Valencia idílica

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VALENCIA. A finales de los ochenta con principios de los noventa, cada vez que me cruzaba con las viviendas de la Asociación de la Prensa (a.k.a. los chalets de los periodistas) tenía los mismos ataques de incógnita: ¿quién se resguarda detrás de la veintena de chalets a una orilla, en esta fortificación a lo vegetal, retraída y copada de misterios?, ¿quién? De niño, muy ocurrente yo, fantaseé con que aquí seguían viviendo los periodistas valencianos, agrupados en gremio. Algo que ni de coña podría suceder ya; antes se hubieran abatido en una matanza cainita. El interés se reforzó más tarde con los trayectos nocturnos, al pasar por las aceras por donde la avenida Blasco Ibáñez toma cuerpo. La fortaleza dormía pero el escenario parecía más sospechoso que nunca.

El momento de destripar los enigmas ha llegado. Los chalets de los periodistas, levantados como microbarrio en los años previos a la Guerra Civil, cumplen más de ocho décadas. Es un día de agosto y no hay mejor plan que aceptar la invitación de uno de los propietarios para tomar el desayuno en el jardín, con forma de U, por el que se accede a uno de estos cuarteles de vida contemplativa. Son el testigo de lo que pudo ser. La herencia de unos adelantados que quisieron tomar los mandos de la Valencia moderna y barnizar rincones con la influencia más avanzada. "Es la unión de los propósitos de la Ciudad Lineal, que Soria desarrolló en Madrid, con la idea de ciudad jardín", apunta el arquitecto Fran Silvestre.

Debía ser la prueba piloto para una extensión en línea recta hasta orillas del Mediterráneo, conectada con el Cabanyal; un paseo al mar tupido de casas con árboles. "Pero llegó la guerra. Y tras ella la avenida Blasco Ibáñez se desvirtuó, convirtiéndose en eje especulativo, en un cajón para todo", explica Boris Strzelcyk, joven patriarca de estos pagos. "La propuesta inicial -retoma Silvestre- era construir una primera fila de viviendas exentas, como éstas, seguidas por una segunda fila de viviendas entre medianeras. Fue abandonada por falta de presupuesto y de confianza en el planteamiento original". Los chalets son, por tanto, el ensayo de una historia de ambiciones fracasadas.

Me dirijo al portal número seis en busca del desayuno. El lugar irradia aura privada con tintes de vergel. Debajo de la placa enunciativa de la calle Jaume Roig, una pintada en azul: ‘comunistas'. En una esquina, como los diálogos frente a frente entre dos lienzos encerrados en una misma habitación, el rectorado de la Universitat de València echa un vistazo a los chalets. En la calle de Bernat i Baldoví, se entabla todavía mayor relación con la torre mirador universitaria, que altiva parece estar vigilando desde tiempos inmemoriales. A espaldas, en cambio, en la calle Joan Martorell, la desproporción frente a los edificios de más de 10 alturas deja a los chalets como pequeños reductos a las faldas de la montaña. "El salto de alturas es excesivo, eso es lo más cuestionable, las condiciones de contorno. El ejemplo más paradigmático de esta situación es la villa que ha quedado aislada en el margen izquierdo, flanqueada por edificios de gran altura,  escondida entre la vegetación, a la espera de ser recalificada", sintetiza mejor el propio Fran Silvestre.

Son las nueve y pico de la mañana y solo suenan tonadas de animales de verano y leves revoloteos procedentes de las dos escuelas de idiomas de la fortaleza. Las dos, por cierto, han desvirtuado las composiciones originales de las viviendas; insensibles, las han tratado como unas aulas cualquiera. Por la calle sólo se dejan ver contados jóvenes extranjeros que vienen a aprender español. Al otro extremo Viveros llega como en afluente. Estas dos casas de aquí pertenecen a la familia de los García del Moral, el doctor misterio. Las de allí, a la familia Serratosa. En la de la esquina de Martorell con Botànic Cavanilles suelen colgarse pancartas en apoyo al Papa. De entre los 20 chalets, abundan las unifamiliares -unas castizas, otras racionales, aquella con cierto requiebro modernista- y una excepción, la "casita de bosque", a dos aguas y sin torre, que demuestra el afán romántico del arquitecto que comandó el desafío.

Y ése no fue otro que Enrique Viedma, un personaje inacabable, un hombre de éxitos que terminó desencantado. Autor de la Finca Roja, ideólogo del Mercat Central, parco en palabras, de liderazgo estricto, liberal viajero. En pleno apogeo, la Guerra Civil cercenó sus aspiraciones (encarcelado por rojeras), así como su intención de prolongar los chalets de los periodistas hasta el mar. Su hijo Eugenio suele pasar cada día por aquí -hoy no porque está en la playa. "Y termino acordándome de él".

Relata Eugenio que en su niñez no solían acudir demasiados visitantes a los chalets. "No iba nadie, estaban muy aislados de la ciudad". Porque antes todo esto era campo. Las villas compartían vecindad con campos de patatas. La calle Bernat i Baldoví se cerraba por las noches. Los vecinos al salir decían: "nos vamos a la ciudad". Sus hijos no caminaban muy lejos en solitario porque tenían que cruzar el insondable Viveros antes de alcanzar "Valencia". Unos y otros se marcharon en la Guerra y nunca más regresaron.

Enrique Viedma, me cuenta su hijo, conocía a Sincerator (Santiago Carbonell), el periodista deportivo de Las Provincias, pura leyenda local. Fue uno de los vínculos que propició la elección de Viedma como mando en plaza cuando la Asociación de la Prensa se adhirió a la Ley de Casas Baratas y levantó el barrio en régimen cooperativo. "Ellos eran la intelectualidad de la época, debían compartir mentalidad con Viedma", cree Strzelcyk. "Forma parte de un proceso que afectaba a nivel nacional, con un nuevo modelo de vivienda obrera y una nueva normativa para la construcción de casas baratas con mentalidad de ciudad jardín, que ya se empleaba en el resto de Europa desde hacía bastante tiempo. Viedma fue capaz de manipular el modelo hasta conseguir adaptarlo al caso local. Como en ese momento el Ensanche de Valencia no admitía esta tipología de viviendas, se tuvieron que construir en el extrarradio", explica Merxe Navarro, divulgadora arquitectónica. "Empleó un lenguaje normalmente utilizado en edificios institucionales, por lo que supone un alegato más al cambio en la concepción de la vivienda para la clase media".

Quizá la casa más fidedigna es la de Lina y Carlos, propietarios de segunda generación, que han variado bien poco la carcasa de su vivienda y todavía menos su interior. Muebles de época y una biblioteca perpetua. "Viaje en el tiempo". Ella era bailarina, él abogado -cuentan que pasa gran parte de la noche leyendo. Son los guardianes de la galaxia, de la vieja aldea jardín de Valencia, sobreviviendo en parte gracias a la resistencia de su familia. Porque durante el desarrollismo atroz de los 60-70 un promotor con las garras afiladas quiso reformar por completo los chalets, dotarlos de cuatro alturas y poner las bases para que se dispararan por lo alto. Se necesitaba la unanimidad, y los vecinos estaban de acuerdo. Pero la familia de Lina dijo no. El promotor se marchó con las manos vacías. Las reticencias entre vecinos aumentaron desde entonces y la fortificación reforzó su defensa. "Apenas se comparte, existe una sensación de estar rodeado por la urbe", comenta un habitante. En este rectángulo hay visos de mundo aparte. La orilla izquierda careció de héroes y corrió peor suerte, puede que por ello ya sólo quede un chalet con los días contados.

Por fin llega el desayuno. En el patio preside un ficus. Las enredaderas se retuercen. Tras las escaleras de las dos plantas una terraza que hace de solárium y desde la que si miras para arriba te encuentras con la ciudad. "En los ochenta eran casas asumibles para la clase media, hoy puedes pedir lo que quieras por ellas. No sé quién vivirá en los chalets en el futuro, quizá un futbolista, personas que quieran un capricho", explica el privilegiado anfitrión.

Los cimientos de Viedma y Casimiro Meseguer en busca de la Valencia idílica siguen vivos, aunque distintos. Ya sólo son un capricho.

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