VALENCIA. Imaginemos un futuro lleno de 'Esperanzas' Aguirre. Un futuro todo plagado de escuelas concertadas con 70 horas lectivas de clases de historia del cristianismo en inglés, con hospitales privados con televisores de 50 pulgadas en las habitaciones, con el mobiliario urbano totalmente renovado cada año y con policías ciclados controlando que los jóvenes no se concentren en las plazas. Un futuro con ciudadanos trabajando en diez trabajos semanales a tiempo parcial, con problemas para llegar a mitad de mes y con los políticos enzarzados, día sí y día también, en estériles disputas banales mientras la gente, estupidizada por la televisión, lucha por sobrevivir y no morir de hambre.
Pues bien, ése es el futuro que nos presentan las novelas de Philip K. Dick. Considerado como uno de los autores más lúcidos de la ciencia-ficción, los mundos que imaginó se caracterizan por dibujar una sociedad donde el ciudadano medio está sometido a un sistema totalitario que mantiene, eso sí, la apariencia de democracia. Sus personajes viven en una confusión constante entre la realidad y la ficción, donde nada es lo que parece y donde no paran de despertar de una pesadilla que resulta ser, al final, la vida real.
Se trata de sociedades muy represivas, donde la policía controla todos los aspectos de la existencia cotidiana y donde los ciudadanos tienen que pagar por todo. Así, por ejemplo, en Ubik, una de sus novelas más conocidas, las personas tienen que meter unas monedas en un contador sit
uado en la puerta de sus casas cada vez que entran en ellas. El acceso diario a la vivienda se mide en una pequeña tasa: todo, absolutamente todo, cuesta dinero.
Cuando Hollywood empezó a darse cuenta del potencial económico que suponía trasladar al cine los mundos de Philip K. Dick, se produjo una renovación del género de la ciencia-ficción. Las películas dejaron de ser historias maniqueas con marcianos malísimos y humanos piadosos que derrotaban a los extraterrestres después de encomendarse a la divina providencia. Se dejaron de lado los ladrillos supuestamente sesudos y seudoexistencialistas (como el 2001 de Kubrick) y se exploraron nuevas vías en un momento, el de los años de Ronald Reagan, donde aumentaron las distancias entre pobres y ricos, donde los universos imaginados por el novelista no parecían ya tan lejanos.
En ese contexto es como hay que entender el impacto que provocó en 1982 Blade Runner. En aquella película, los robots eran más humanos que los habitantes de una sociedad deshumanizada, abocados a vivir sin esperanzas. Había desaparecido cualquier rasgo de humanidad, y hasta los animales de compañía eran seres mecánicos: de ahí el título de la novela original, que hacía referencia a los androides soñando con ovejas eléctricas. Vamos, que si Philip K. Dick hubiese sido español, tal vez lo habría titulado: "¿Sueña el PP con corridas de toros todas las semanas?" O tal vez: "¿Establecemos los bous al carrer como obligatorios por decreto ley?"
El caso es que la fórmula triunfó, y de repente el futuro, en las películas de Hollywood, fue oscuro, nocturno, siniestro. Y diversos directores encontraron en Philip K. Dick un escritor al que explotar. Basta con pensar en dos de los directores más taquilleros de las últimas décadas: Steven Spielberg (que adaptó al escritor en Minority Report) y Paul Verhoeven. Este último fue, en los años 80, un director muy político. El triunfo comercial le llegó cuando realizó en 1987 una alegoría sobre el estado policial de las sociedades derechistas y sobre los abusos de la era Reagan: Robocop.
Esta lectura de la película (reconocida, por cierto, por el propio Verhoeven) tenía mucho de Philip K. Dick, con los políticos ideando un nuevo modelo de policía que contaba con lo mejor de los robots (dar palizas a los manifestantes sin cansarse) sin ningun
o de los contratiempos de los seres humanos (no cometían tonterías como quitarse la careta antidisturbios en mitad de una concentración). Para entendernos, el policía con el que sueña cada noche Paula Sánchez de León y cualquier delegado del gobierno con ganas de hacer curriculum a base de machacar a estudiantes adolescentes.
Pero, no contento con eso, Verhoeven decidió ir a la raíz, y adaptar un relato corto de Philip K. Dick para su siguiente película. Así, cogió a la estrella musculada del momento, Arnold Schwarzenegger. El resultado fue Desafío total, donde el realizador holandés puso sobre el tapete de nuevo una visión de la sociedad a la que nos encaminamos, donde el mismo concepto de ocio se reduce a una ilusión inoculada en el cerebro. Para más inri, los buenos de la peli eran un grupo de rebeldes antisistema, más feos y raros que los del 11-M en un botellón sufragado por Joaquín Sabina. Estos perroflatutas de Verhoeven querían derrocar a los gobernantes porque la población vivía oprimida. Por si fuera poco, la banda sonora no estaba escrita por Manu Chao y Bebe, sino por Jerry Goldsmith.
22 años después de la película de Verhoeven, descubrimos que ha pasado el tiempo y que una película de Schwarzenegger puede también ser un clásico. ¿Y cómo es posible esto? Muy fácil, elaborando un remake sin haber leído ni una línea del relato de Philip K. Dick e intentando hacer las cosas diferentes a como las hizo Verhoeven: si allí había un retrato sobre los movimientos de rebeldía política, aquí los rebeldes son cuatro gatos que apenas aparecen en la historia; si allí había un sistema opresor, aquí es únicamente un politiquillo pirado obsesionado en construir robots-policía; si allí se definía un ambiente asfixiante que sometía al individuo, aquí todo se resuelve a puñetazo limpio y con persecuciones frenéticas y sin sentido, porque el cine de acción actual consiste en eso, en coger el cine de acción de los años 80 y 90 y darle más velocidad.
Todo es más rápido y furioso y mucho más mascachapas. Parece mentira, pero Schwarzenegger al lado de estos nuevos apóstoles del thriller parece Laurence Olivier.
Dicen que el problema del cine comercial actual es que faltan guionistas. Falso. Lo que sucede es que se han desplazado los roles. Un guionista de Hollywood no es, hoy en día, un afilado escritor de frases llenas de doble sentido en plan Lubitsch. Un guionista es hoy una mezcla entre un coreógrafo y un pirotécnico que se dedica a coger un cronómetro y medir al detalle el ritmo en las secuencias de acción, para que ésta no decaiga. Las líneas de diálogo estorban más que en una película porno, y de lo que se trata es de no contar nada y exhibir explosiones, persecuciones y peleas.
Éste es el futuro al que nos enfrentamos, el que nos muestra Desafío total. De momento, la semana ha ido bien, y ha dimitido Esperanza Aguirre. Los medios de comunicación han hecho de nuevo su trabajo a las mil maravillas: en un país donde tenemos un periodismo dedicado al chismorreo y las declaraciones políticas, ningún medio de los de toda la vida, de ésos tan profesionales, ha explicado por qué se ha retirado una de las principales responsables del empobrecimiento de la sociedad del bienestar en nuestro país.
Cuando se trata de explicar lo importante, como los motivos de esta dimisión o los entresijos del tamayazo, nuestros medios siempre están ahí: durmiendo la mona. Por eso nos resulta más creíble el universo de los buenos escritores de ciencia-ficción que el mundo de fantasía que nos venden a diario.

Ficha técnica
Desafío total (Total Recall)
EE.UU. / Canadá, 2012, 118'
Director: Len Wiseman
Intérpretes: Colin Farrell, Kate Beckinsale, Jessica Biel
Argumento: Douglas Quaid acude a Rekall, una empresa encargada de inocular falsos recuerdos en el cerebro de la gente. Pese a querer tener recuerdos de unas vacaciones placenteras, se produce un fallo y Quaid redescubre su identidad anterior, que había sido borrada: en realidad se llama Hauser y es el dirigente de un grupo rebelde cuyo objetivo es derrocar al gobierno.