VALENCIA. Hace unos cinco años llegaba a nuestras pantallas una película que despertó admiración: Babel. Se trataba de una película que tenía todos los ingredientes para agradar a todos los cinéfilos de corazón sensible, ésos que no comen palomitas, que se tragan todos los títulos de crédito del final y que te dicen que te calles si se te ocurre toser en la sala porque, claro, estás faltándole el respeto al director de la cinta.
Pues bien, la peliculita en cuestión era de manual: estaba dirigida por un realizador mexicano (Alejandro González Iñárritu), gran parte de la acción transcurría en sitios pobres que mueven a la solidaridad y comprensión del espectador (Marruecos y México) y estaba construida con cuatro historias paralelas, es decir, era una película que te hacía pensar.
Babel removió muchas conciencias, gustó mucho, parecía muy profunda. La verdad es que se trataba de un panfleto reaccionario que parecía rodado por un movimiento de la supremacía blanca: en la película, se presentaba a los mexicanos como unos borrachos, pendencieros y espaldas mojadas; los marroquíes, como incestuosos, retrasados y zoófilos; y los japoneses, como una cultura formada por ciudadanos solitarios y con ansias suicidas.Aparecía un matrimonio de americanos que sufría en el desierto, sí, pero no se precipiten en verlo como un alegato de la podredumbre de la sociedad capitalista, porque eran los únicos personajes que salían bien parados al final. Lejos de ser una obra que desvelara las contradicciones del sistema, era en realidad la película de presentación de un mexicano que renegaba de su cultura y quería entrar en Hollywood por la puerta grande.
Siguiendo esa lectura de la película como un ejemplo de lucha de clases, muchos descubrieron en aquel momento a Brad Pitt. De repente, dejó de ser el guapo yanqui vendido al oropel de Hollywood para ser un tío comprometido con el cine "diferente", "alternativo", "independiente" o lo que se llame ese cine. Se debió de sentir reconocido el actor, porque desde entonces (salvo alguna excepción) sí parece preocupado no ya por el dinero sino por la inmortalidad, por la trascendencia. Y sería eso lo que explica que haya repetido la experiencia mística de Babel con una película grande, trascendente, inmortal, tan infinita que se ha dedicado también a producirla. Nos referimos, claro está, a 'El árbol de la vida'.
Las televisiones se han hinchado a hacer reportajes...
Con el estreno de la última película de Terrence Malick, han vuelto no las clases sociales, sino las castas. La película o fascina o provoca el tedio más absoluto. De hecho, se ha creado esa dualidad, consistente en presentar que los cinéfilos están por encima del resto de los mortales: por un lado, las televisiones se han hinchado a hacer reportajes de gente saliendo de la sala a los veinte minutos de película, entrevistando a gente que se expresaba como podía, en plan "en la pinícula hubieron muchos momentos de sueño"; por otro lado, no han parado de salir cinéfilos entendidísimos, que han dicho que la película es un gran poema, que no la puede comprender nadie que no sea un cinéfilo entendidísimo como ellos, que es una peli que habla del torrente vital que expresa la comunión del ser humano con el entorno desde una perspectiva heideggeriana (y otras cursiladas aún mayores) y, claro, a ver quién discute eso.
En realidad, esa perspectiva es la de esos cinéfilos que piensan que uno no va al cine a ver, pensar y divertirse, sino a rezar, a ponerse de rodillas, porque el cine es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos. Cuando el cine deja de ser un instrumento de reflexión para ser un instrumento de adoración, pasan estas cosas: que salen dioses encarnados en directores, y que hay autoproclamados sacerdotes (los críticos de cine) que le dicen al pueblo llano que son incultos por no saber apreciar los regalos de los dioses. Echen un vistazo a cualquier periódico o revista y verán más de un artículo totalmente insultante hacia el vulgo que ha osado decir que la película es un rollo.
Parece muy profunda porque hay un prólogo y un epílogo...
¿Qué es El árbol de la vida? Pues ni una película incomprensible, ni un poema fílmico ni ninguna otra definición chorra que se les ocurra. Es una cinta que narra la infancia de unos chavales en los Estados Unidos de los años 50 y la desazón que provoca la muerte de uno de ellos. Parece muy profunda porque hay un prólogo y un epílogo con fotos directamente sacadas de un libro de Taschen, pensadas para que el espectador frunza el ceño y se haga el interesante con la chica de turno: "Esto, cariño, me recuerda a la dialéctica hegeliana". Todo ello regado con una visión católica de las cosas. El sentido de la vida se resume, en la película, en la búsqueda de Dios, a quien no se para de implorar, con personajes que nunca ríen, siempre serios y de una pieza y siempre rezando. Sean Penn se esfuerza mucho en este cometido: desde Harvey Keitel en La mirada de Ulises (Theo Angelopoulos, 1995), no se veía en la pantalla a un actor americano tan serio y con tanto mundo interior.
La película juega, en el fondo, con esa confusión entre aburrimiento y grandeza. Se trata de la confusión tradicional que desarrolló '2001: una odisea del espacio' (Stanley Kubrick, 1968): dale al espectador un tostonazo de película, lenta y con la sensación de que toca temas profundos, y éste se irá convencido de que ha entendido a Hegel y Heidegger pese a que nunca los ha leído. Pero eso sí, los citará en cada reseña porque las críticas cinematográficas tienen un carácter vírico: se contagian las idioteces de unas a otras con una velocidad pasmosa.
Es, simplemente, un director preocupado con dejar películas para...
Al igual que en la película de Kubrick, aquí tenemos una cinta larga, con momentos que no parecen narrativos, que da la sensación de ser una película complicada pero que al final es una historia para niños: reza, reza, querido espectador, y cuando no entiendas algo, que si el monolito de 2001, que si los dinosaurios de Malick, entonces reza un poco más, porque si rezas, la película te llenará de un gozo en el alma (¡grande!), de una experiencia espiritual para todos tus sentidos.
Dicho lo cual, pese al conservadurismo de la película, y pese a todo ese ambiente petulante que se ha generado a su alrededor, resulta entretenida. Tampoco es que Malick sea Angelopoulos o Kieslowski, con lo que se hace llevadero precisamente por eso, porque es un cine muy narrativo y con unas metáforas muy evidentes. Es, simplemente, un director preocupado con dejar películas para la posteridad. Por eso, cuando dirige una película de guerra (La delgada línea roja, 1998), saca a unos soldados que lo primero que hacen cuando llegan a la zona de combate es mirar al cielo y recitar poemitas. Porque este hombre quiere eso, la inmortalidad. Lo mismo que le pasa a Brad Pitt.
Es incluso comprensible: imagínese un momento que es usted Brad Pitt. Imagínese que es actor de Hollywood, forrado de pasta, con todas las casas y coches de lujo que desee. Imagine que su mujer es Angelina Jolie y que sus amigos de juerga son gente como George Clooney. Vamos, que cuando sale por ahí de marcha, seguro que además la lía parda. Si ya lo tiene todo y ya se aburre incluso de ser solidario luchando contra el hambre y adoptando a niños de países absurdos, entonces ¿qué le queda por obtener? Evidentemente, la inmortalidad. Y la buscaría en películas como El árbol de la vida o Babel. Encima muchos se lo agradecerán, incluidos los críticos y cinéfilos adoradores del cine checo de los 60 con subtítulos en francés.