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OPINiÓN

Hacia un país de camareros

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VALENCIA. La causa es conocida al menos desde que Adam Smith escribiera La Riqueza de las Naciones, en 1776. En la sociedad valenciana se pretende ignorarlo. El resultado es que las futuras generaciones trabajarán más y ganarán menos que sus padres.

En el capítulo décimo de su todavía hoy extraordinario La riqueza de las Naciones, el padre de la ciencia económica (con permiso de la escuela escocesa) Adam Smith ya lo dejó claro: entre otras causas, que los salarios en las diferentes ocupaciones dependen de la dificultad en aprenderlas. El motivo, como sabemos mucho mejor hoy que entonces, es porque trabajos no cualificados, dada su facilidad para desarrollarlos, cuentan con una oferta prácticamente ilimitada de mano de obra mientras, por el contrario, aquellos más complejos, para las que se exige mayor cualificación, tienen mayor productividad y menor oferta de trabajadores por lo que su retribución puede ser notablemente superior.

Ello, como es obvio, es la razón de que las sociedades en donde estos segundos son mayoritarios cuenten con un nivel de vida mucho más elevado que aquellas otras en donde la inmensa mayoría de los empleos son de baja cualificación. Por eso, por ejemplo, Dinamarca tiene mayor nivel de bienestar que la Comunidad Valenciana.

La tendencia anterior ha recibido un impulso espectacular como consecuencia de la globalización que ha aumentado de forma destacada la desigualdad tanto entre países como dentro de los países. Ese proceso que avanza a pasos cada vez más agigantados mientras los valencianos, o aquellos con capacidad para modificar las cosas, siguen absortos mirándose el ombligo e intentado entender algo de lo que está ocurriendo cuando hasta hace poco, a cuenta de la garantía en la riqueza de todos, parecía que la financiación para descabellados proyectos, tanto privados como públicos, iba a ser ilimitada.

Que no lo era lo han comprobado en sus inversiones los incautos accionistas del Banco de Valencia, hoy intervenido y a punto de ser vendido a manos foráneas. Y lo comprobaremos todos cuando vayamos constatando las negativas consecuencias de la suicida política seguida en Bancaja y CAM. Por debajo de estos emblemas, el tsunami de la globalización viene cerrando cientos de empresas y dejando a miles de valencianos sin empleo.

Frente a ello, el gobierno de la Generalitat puede hacer menos de los que se piensa para combatir esta inexorable tendencia. A pesar de sus proclamas cuando las cosas van bien, los gobiernos tienen una capacidad limitada para modificar estas tendencias: es el conjunto de las sociedades las que deben afrontar a qué futuro se arriesgan si delegan en la élite, casi siempre preocupada en el mantenimiento y aumento de sus propios intereses, la resolución de los problemas colectivos. Como le gustaba repetir a Charles Kindleberger, es altamente improbable que se pueda obligar a un caballo a beber si no está sediento; o traducido en términos económicos, es muy poco probable que un emprendedor cree empelo y riqueza si no ve oportunidades de inversión rentables.

Pero desde luego, un gobierno puede hacer mucho más que lo que está haciendo la Generalitat que preside Alberto Fabra. Ésta, quebrada por su antecesor, parece haber asumido que su función exclusiva es mantenerse en funcionamiento por más que sea incapaz de levantar un euro en los mercados, calificada como bono basura como está su deuda. Y por más que esté repleta de incompetentes que ni saben lo que ocurre ni, lo que es peor, les ocupa ni preocupa lo más mínimo porque por más que ningún proveedor cobre, ellos y sus cientos de amigos contratados a golpe de discrecionalidad en los últimos años, lo hacen a fin de mes.

Y si no es defendible mantener un cargo por su demostrada inutilidad, se arregla la situación con otro cargo equivalente. Es lo que acaba de suceder con el exconseller Fernando Castelló sin que nadie de la oposición le haya parecido escandaloso. Y es que es la política española hoy, y la valenciana va varios pasos por delante, como en la energía, ningún empleo creado se destruye, simplemente se transforma.

Mientras pretenden que nos acostumbremos a la normalidad de la indignidad como forma de acción pública, los competidores avanzan. O peor porque el "Todo para el trabajo no cualificado, nada el cualificado" parece ser la máxima ahora. Y eso tras tantos años de sueños míticos, ciudades fantasmas y aeropuertos sin aviones que, éstos sí, han hecho que asombremos al mundo como le gustaba, ya menos, proclamar a los cuatro vientos a Rita Barberá. Porque la última ocurrencia del Consell de Alberto Fabra es pretender que las Fallas duren todo un mes.

Lo ha afirmado taxativa esa consellera que a pesar de la dura competencia a la que se enfrenta, encarna como nadie el principio de Peters, Dolores Johnson: "Todo el mundo entiende que es bueno trabajar es extender los beneficios que ofrecen las fallas no solo a cuatro días, sino si puede ser a una semana completa e incluso a todo el mes de marzo".

Mientras tanto, como ponía hace poco de relieve José Antonio Pérez, un buen conocedor de la situación, el presupuesto de las universidades valencianas se ha reducido drásticamente en los últimos años (casi un diez por ciento en 2012) y la deuda de la Generalitat con el sistema universitario público, sobre compromisos previamente firmados y por tanto aceptados, supera los 750 millones entre 2004 y 2008.

Y ello a pesar de todo lo que sabemos sobre la importancia de la cualificación y de sus beneficios públicos y privados. Es esa mano de obra cualificada la que aporta competitividad a la economía, y son esos trabajadores, por otro lado, los que tienen menos desempleo y mejores contratos. Su tasa de paro es menos de la mitad de la media (12%) y su estabilidad en el empleo mayor (un 12% más de contratos indefinidos).

Que en el contexto actual se opte por mantener el fomento del empleo no cualificado -que a través de la imigración tiene una oferta ilimitada y por tanto jamás mejorará el bienestar de nadie a medio plazo- en lugar de por afrontar los desajustes entre oferta y demanda de empleo cualificado, es lo más parecido a un suicidio colectivo para las futuras generaciones. Esas que en teoría tanto preocupan, pero que a la hora de la verdad todo lo que se hace es condenarlas a trabajar más que sus padres para obtener a cambio unos ingresos reales inferiores.

Por tanto, que nadie, y menos que nadie quienes gobiernan, se sorprenda de las consecuencias que pueda tener su desesperación condenados como están siendo los jóvenes: o al paro o, todo lo más, a encontrar un trabajo de retribución similar al de países no desarrollados.

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