El pasado 4 de mayo, Isabel Díaz Ayuso ganó claramente las elecciones a la Comunidad de Madrid. Ella probablemente no lo sabía, pero ese día es una efeméride singular en el panteón de la derecha conservadora: un 4 de mayo, el de 1979 en concreto, Margaret Hilda Thatcher juraba el cargo como primera ministra del gobierno de su majestad: el jefe de gobierno más longevo del siglo XX en el Reino Unido, la primera mujer, y la primera persona con un título de ciencias (se graduó en Químicas).
Thatcher se mantuvo 11 largos años en el cargo, pero su legado ha resultado bastante divisivo, y es muy probable que los historiadores del año 2100 apunten a su figura como clave para explicar un eventual desmembramiento del Reino Unido. Donde más obvio resulta esto es en Escocia. El cómico escocés Frankie Boyle seguramente exageraba al decir que “por el coste del funeral [de Thatcher] se le podría dar a cada escocés una pala, y cavaríamos un agujero lo bastante grande para entregársela a Satán en persona”, pero los propios independentistas siempre le han atribuido parte de su crecimiento a su visceral oposición a cualquier cosa que oliese a autogobierno regional. Dos meses antes de llegar Thatcher a Downing Street, el primer referéndum sobre autogobierno apenas lograba un magro 51.6% de apoyo… y fracasaba por falta de participación. 18 años más tarde, el segundo referéndum lograba un 74%. En 2014, el referéndum por la independencia arrojó un 55-45 por la unión, pero desde entonces se ha producido el Brexit (donde Escocia votó 62-38 por la permanencia), y los partidos independentistas han seguido logrando mayorías absolutas en escaños, y rozando el 50% en votos. Hay un divorcio cada vez más evidente entre Escocia e Inglaterra.
¿Pero pueden estos desarrollos atribuirse a Thatcher? Al fin y al cabo, hablamos de una política que abandonó su cargo hace 31 años. Pero sus sucesores siguieron las líneas maestras que ella trazó. Incluido Tony Blair, hasta el punto que cuando a Thatcher se le preguntó por su legado más importante, respondió con el nombre del laborista. Para medir bien su legado, hay que recordar también en qué estado estaba el Reino Unido justo antes de su gobierno: un país que había ganado la Segunda Guerra Mundial siendo, Imperio Británico mediante, una gran potencia. Pero desde entonces había sufrido un declive continuo, con la pérdida de sus colonias primero y la decadencia económica después, que culminó en 1976 con una petición de ayuda al Fondo Monetario Internacional. Fue ante esta situación que la idea de “refugiarse” en la Comunidad Económica Europea empezó a parecer una buena idea, lograda finalmente en 1973. Con el apoyo inicial de la propia Thatcher y los conservadores.
La llegada de Thatcher, prometiéndole a la gente un país del que estar orgullosos, intentó revitalizar el sentimiento perdido de excepcionalidad. Aun así, igual Thatcher hubiese sido flor de una legislatura de no ser por la decisión de la junta militar argentina de Leopoldo Galtieri de resolver sus propios problemas internos mediante una invasión de las islas Malvinas. La consiguiente victoria británica en la Guerra de las Malvinas catapultó a Thatcher al cielo patriota, con la mayor victoria electoral en décadas (y una renovada confianza nacional que propició el giro al euroescepticismo, “ya no necesitamos a los demás”, que 34 años más tarde fue instrumental en el Brexit). Los tories no perdieron el tiempo en usar dicha ventaja, y remodelaron la sociedad británica de arriba abajo. El cambio más significativo, sin duda, fue el abandono de la industria como locomotora de la economía general, y su sustitución por el sector servicios, especialmente los financieros.
La elección de tu “locomotora económica”, aunque se quiera vender como un asunto técnico a resolver con gestión y nada más, es sin embargo un asunto fundamentalmente político. Porque quién controle la locomotora, tiene también las manos sobre los frenos, y con ello un enorme poder negociador. El abandono de las grandes industrias del acero y el carbón rompió el poder de los grandes sindicatos de clase, y se lo dio a los banqueros de la City. Esta política de clase Thatcher la maquilló vendiendo dos millones de viviendas públicas, hasta entonces de alquiler social, a quienes vivieran en ellas con importantes descuentos. Y aunque este intento de crear una “sociedad de propietarios” inicialmente funcionó y es parte fundamental de la actual hegemonía del bloque conservador, hoy en día el porcentaje de propietarios ha vuelto a decaer a niveles de los años 80; solo que ahora no queda vivienda pública para quienes viven de alquiler (ya que los ayuntamientos, pequeño detallito maquiavélico, no pudieron usar sus ganancias de la venta de viviendas para construir nueva vivienda), y los servicios sociales se tienen que gastar muchísimo dinero en ayudas al alquiler… que acaban a menudo en los bolsillos de quienes compraron dichas casas en los primeros 80, o de sus herederos. Gente que hoy, poca sorpresa, vota conservador.
Pero las consecuencias de este giro económico no han sido solo sociales, sino también territoriales. La industria, aunque concentrada en las ciudades, estaba repartida por muchas zonas del país. Las finanzas están concentradas exclusivamente en Londres… y sus beneficios también. Lo cual ha creado unas enormes disparidades regionales: Londres es una de las regiones más ricas de Europa, mientras las viejas áreas industriales llevan décadas de declive. Esto ha afectado mucho al sur de Escocia y a Gales, pero sobre todo a los Midlands ingleses, donde treinta años de abandono propiciaron el mayor terremoto político en una generación: el Brexit. Fueron los Midlands y Yorkshire quienes facilitaron los 1.300.000 votos que marcaron la diferencia a favor de la salida. Tradicionales graneros laboristas, ahora se han pasado en masa a los tories de Boris Johnson, que les han convencido de que la culpa es de “Europa” y del cosmopolitismo representado por los laboristas y los liberales.
Cual carambola, el Brexit ha abierto otra falla que parecía cerrada desde los Acuerdos del Viernes Santo de 1998: la de Irlanda del Norte. También afectado por la desindustrialización, el Ulster votó “Remain” para al menos preservar la frontera abierta con la República de Irlanda. La forma final del Brexit le asegura dicha frontera abierta – y establece de facto una aduana entre el Ulster y el resto del Reino Unido. En consecuencia, es posible que la población del Ulster se empiece a replantear su pertenencia al Reino Unido: en 2017, los partidos abiertamente unionistas perdieron la mayoría absoluta en la Asamblea.
Es difícil prever a dónde acabarán llevando estas evoluciones, pero está claro que las fuerzas subyacentes (desequilibrio regional, declive industrial, Brexit…) se plantaron durante la etapa de Thatcher, y como consecuencia de sus políticas. Y aunque -treinta y cinco años después del “la sociedad no existe” de Thatcher- ahora Boris Johnson parece dispuesto a admitir que sí existe una sociedad, e incluso va a renacionalizar los ferrocarriles (que en realidad fueron privatizados por John Mayor, a Thatcher le pareció ir demasiado lejos), para muchas cosas sencillamente no habrá vuelta atrás.
Y ahora, cerrando el arco, volvamos a Isabel Díaz Ayuso: ¿hay aquí paralelismos de los que aprender? Como mínimo, hay una historia de imitación e intención: lo que hizo Thatcher, real o imaginado, pero sobre todo lo que representa, sería ahora mismo un eje ideal de la derecha española, transversal a todos sus partidos, y Díaz Ayuso quien mejor podría personificarlo (esperemos que sin guerra en nuestras Malvinas africanas). Algunas cosas ya están en proceso (la construcción del “Gran Madrid” como equivalente del “Greater London”, el abandono de la industria en favor del turismo y los servicios…), y lo “malo”, o bien parece manejable (tensiones separatistas, por mucho que la derecha hable de “golpes de estado” y similares) o imposible en España (Brexit). Las graves desigualdades sociales centradas en la vivienda y el empleo tampoco parecen preocupar mucho, total, ya llevan ahí varias décadas y no ha pasado nada. Pero como dijo Lenin: “hay décadas en las que no pasa nada; y hay semanas donde pasan décadas”. En 2100 lo sabrán mejor que nosotros.