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ofendidita / OPINIÓN

De profesión: cansada

13/12/2020 - 

“No me da la vida, necesito días de 32 horas”. Esa frase hecha, lugar común toda charla informal que se precie, contiene en apenas diez palabras todo el horror de los tiempos contemporáneos que habitamos. La necesidad de ser productivas se ha convertido en el perverso leitmotiv de nuestra rutina. Una exigencia que viene con trampa: porque siempre se puede hacer un poco más, rendir un poco más, conseguir unos cuantos objetivos más. Parar es sospechoso, no tener ‘nada que hacer’ es sospechoso. Parece que algo falla (que tú fallas) cuando no tienes en la agenda un encargo, un recado pendiente, un plan al que no se puede fallar. Cuando no estás ocupada, muy ocupada. Las semanas se convierten así en una sucesión de listas minuciosamente redactadas en las que vamos tachando y apuntando ítems frenéticamente, marcándonos un Sísifo cada lunes. Lo que pasa es que aquí la piedra y la montaña también somos nosotros.  

Hemos interiorizado que el estrés es una parte más de nuestro día a día hasta el punto de que consideramos normal esa sensación de ir corriendo de un lado para otro, de no tener tiempo para nada, de saltar de una tarea a otra sin respirar, como si sobrevivir fuera una sesión interminable de buceo a pulmón. Estamos exhaustas e histéricas, anuladas por el agotamiento físico y mental y, al mismo tiempo, con la sensación de que nos quedan cinco minutos para explotar y cubrir la ciudad con nuestras vísceras. Estamos ahogadas en nuestra propia cotidianeidad, subidas a un tiovivo infernal que no para nunca. El aburrimiento es un lujo inalcanzable.

El trabajo, las horas extra del trabajo, las horas extra de las horas extra del trabajo (sí, esas que no van apagarte ni ahora ni en 2030. Y si no estás conforme recuerda que hay 400 como tú esperando en la puerta). Cómete con patatas la precariedad y la presión, qué suerte tener trabajo, deberías estar agradecida. Limpia el horno y las ventanas, friega la montaña de plantos y sartenes pendientes antes de que reclamen esa zona de la cocina como suya y constituyan en ella una república independiente. Contesta los 235 mails pendientes. ¡Y los mensajes de WhatsApp!

Ten la nevera llena de productos sanos y de consumo local, prepara recetas elaboradas y no te alimentes a base de sándwiches y ensaladas, que para algo eres una adulta funcional. Cuida a la pareja, a los amigos y a la familia, sé cariñosa y detallista, escucha sus tribulaciones y preocúpate por sus curros, sus mascotas o sus ligues igual que ellos se preocupan por los tuyos. Porque por muy productiva que seas, todavía necesitas contacto con otros especímenes de tu especie para no acabar completamente trastornada. Si tienes hijos, pues suma aquí todas las cuestiones derivadas de intentar mantener con vida a un ser humano de pequeño tamaño y lograr que no le prenda fuego a nada. Pon doce millones de lavadoras, tiende, destiende, plancha. Pasa el mocho. Compra un desatascador para el lavabo, que se ha embozado. Y baja al contenedor de reciclaje las cajas esas que llevan una semana criando polvo en el pasillo, hombre ya.

 Y, además, intenta no ser un coñazo de tía: apúntate a los saraos que permita la pandemia; estate al día del nuevo tema que lo está petando en Spotify; empieza a ver la serie revelación de Netflix cuando toca para poder participar las conversaciones de esa semana en la oficina. Lee, porque tú antes leías mucho, y ahora qué, ¿eh? ¿Qué pasa, qué te has vuelto una perezosa? Claro, dices que casi no tienes tiempo para leer, seguro que es porque no te esfuerzas lo suficiente para encontrar ese hueco, todo es cuestión de organizarte, querer es poder. Riega las plantas, que tienes el poto un poco pocho. Habla con el gestor que te lleva la renta. Lava el coche. Pide hora en la peluquería para arreglarte esa melena de teleñeco desquiciado que llevas y en el fisioterapeuta “porque es que me duele aquí en el hombro” (amiga, date cuenta, lo que pasa es que tienes la espalda hecha polvo de acumular tensión). ¡Y en el dentista, que te toca revisión!

Mantén un mínimo de educación con los desconocidos con los que te cruzas, di por favor y gracias, buenos días y buenas tardes. Reprime las ganas de gritar y partirle una botella en la cabeza a esa persona que se te intenta colar en el servicio de atención al cliente de Carrefour. Y logra todo esto, además, con una sonrisa y sin quejarte demasiado, no vayan a pensar que eres una amargada, una protestona o una vaga. Más, siempre más, podemos con todo.

Y mientras estamos al borde de nuestro colapso personal, ahí fuera la gente se queda en paro, naufragan, se enfrentan a la muerte y la miseria, pero esta extenuación que todo lo invade nos impide mirar más allá de nuestro propio ombligo. Más allá del insomnio y las contracturas musculares, esta peste que es no tener tiempo nos anestesia frente al sufrimiento ajeno. Nos lobotomiza hasta convertirnos en carcasas inhabilitadas para la empatía. Es mucho más complicado responder antes injusticias que no te afectan cuando estás exhausta y los nervios bailan la polka en la boca de tu estómago. Si no nos da la vida para arreglar ese tirador de la cocina que está suelto, imagínate para concebir otra forma de estar en el mundo, para plantear alternativas viables a un sistema depredador.

Llego al precipicio que representa cada final de año agotada y carcomida por la ansiedad, qué queréis que os diga. Y sí, el 2020 ha sido muy complicado y tal. Pero este cansancio que vertebra ahora mismo mi ser no es cuestión de los últimos meses. Sí, sufrir una pandemia siempre genera una incertidumbre añadida, pero, vamos, en lo que a fatiga integral se refiere, diciembre de 2020 se parece sospechosamente a diciembre de 2019 y de 2018. De hecho, más allá del obvio drama humano que está siendo el coronavirus, esas semanas de frenada obligada, de parón social por decreto hasta me vinieron bien. Al menos, tuve una excusa para estarme en casa sin demostrar proactividad, ni ser multitaksing o chisporroteante. Con existir era suficiente. Qué gozada.

Mira, ojalá un par de semanas al año de cerrojazo total. Ale, cada uno a su puta casa a leer Elogio de la ociosidad, de Bertrand Russell. Sin más obligación que alimentarse de vez en cuando. No me vale con que me digáis que esto lo puedo hacer en vacaciones, porque no es verdad: nuestro ocio también está pautado por el consumismo salvaje que pauta el resto de parcelas de la vida. En cada puente, en cada verano, en cada festivo toca acumular experiencias y actividades. O si no, ¿por qué cuando pasamos un fin de semana ‘sin hacer nada’ nos sentimos un culpable? Con esa sensación de haber desperdiciado nuestro tiempo libre porque nos hemos dedicado a dormir, estar en el sofá y observar el gotelé de la pared. Pecado imperdonable en este culto autoimpuesto a la productividad del que todos somos seguidores fervorosos. Yo no quiero días de 32 horas, quiero poder existir tranquila en una jornada de 24. Estoy cansada. 

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