VALÈNCIA. No tengo ningún interés en glorificar nada, me parece esa una mala tendencia. Es obvio que el mito de la movida -nombre feo y erosionado donde los haya-, merece ser revisado. Todo merece ser revisado siempre, y ninguna conclusión es nunca definitiva. Cuanto más tiempo transcurre a partir de un hecho determinado, más perspectiva tenemos para analizarlo, más conclusiones surgen. Yo escribí un libro sobre este tema, Alaska y otras historias de la movida -y os aseguro que, a pesar de haberme valido de la dichosa palabra ahí y mil veces más, sigo pensando que es bien fea-, hace más de tres lustros. Si tuviera que reeditarlo es posible que cambiara algunas cosas referentes al contexto histórico, pero tampoco creo que fuesen muchas. Lo que cambiaría de ese libro tiene más que ver con ciertos personajes que con otra cosa.
Nuestra Constitución acaba de cumplir 40 años. Y a la fiesta de cumpleaños hemos invitado a una representación ciudadana que sería mucho más feliz si la Constitución desapareciera del mapa. El referéndum para aprobar una Constitución se puede considerar en cierto modo el pistoletazo de salida –o uno de ellos- para esa renovación política y social que este país se empeñó en vivir a partir de 1976. Todo lo que pasó a continuación fue una mezcla de voluntad e instinto que hoy se puede interpretar de muchos modos, pero que ya no tiene vuelta de hoja. Lo que fue, fue. Ojalá hubiese sido mejor y así determinados asuntos que no son precisamente leves ya estarían resueltos. Pero obcecarse en decir que todo aquello fue un fraude me parece absurdo. Yo estaba allí, y aunque no tenía ni la edad ni la preparación para analizar lo que estaba pasando, lo que estaba pasando me parecía muy bueno. Tenía la edad para disfrutarlo, pero también tenía la edad para aborrecerlo si el cuerpo me lo hubiese pedido. Y en cualquier caso, ¿hasta qué punto puede aturdir la sensación de libertad cuando esta se empieza a recuperar?
Los grupos de la nueva ola madrileña –que es como se llamó muy al principio todo esto, la movida- eran estupendos porque por un lado conectaban con la efervescencia que había en otros países, especialmente Inglaterra y Estados Unidos. Abrazaban la estética colorista, la música estrambótica y divertida. Negaban el virtuosismo y rompían con la solemnidad del rock sinfónico. Existía una necesidad de ser frívolos. Ya se habían encargado los cantautores de ponerse serios y enfrentarse a la dictadura y a la falta de libertades. El punk, que en 1976 irrumpió en Inglaterra, aquí apenas caló. Nuestra realidad exigía otro tipo de mensajes. Esa rebeldía con imperdibles cuajaría poco después, y de una manera más simbólica que otra cosa, pero en 1976, la reivindicación era otra y no pasaba por las tácticas del situacionismo que Malcolm McLaren esparció a través de Sex Pistols.
La movida fue un ejercicio frenético de la libertad ya conseguida por nuestros hermanos mayores. Ellos fueron a las manifestaciones y nosotros nos dedicamos a festejar lo conseguido. Tan claro como eso. ¿Qué adolescente quería seguir escuchando a Lluís Llach cuando estaban Alaska y los Pegamoides? ¿Qué jovencito quería oír hablar de asambleas y partidos políticos cuando se podía cantar que estabas enamorado de la moda juvenil? Con todo y con eso, nada era tan sesgado. El otro día, hablando de esto con mi amigo, el polítologo Amadeu Sanchís, a la sazón coordinador del Ciclo Emergents al Palau, me recordaba que Ramones y Nacha Pop tocaron en fiestas del PSUC en Barcelona en 1980. También recuerdo lo vilipendiado que fue El Zurdo –yo también participé en ello desde el fanzine Estricnina- cuando declaró que en la elecciones de 1982 pensaba votar a Alianza Popular. El escándalo que se formó refleja hasta qué punto ciertas cosas no daban igual. Y de la misma manera, cuando un abogado católico denunció en 1984 a Paloma Chamorro y a los directivos de TVE por la emisión en La edad de oro de unas imágenes que “atentaban contra los sentimientos religiosos”, nos dimos cuentas de que había cosas que no habían cambiado tanto.
En València ese vínculo entre progres y música nunca se deshizo del todo y la frivolidad, aderezada por el hedonismo mediterráneo, convivía muy de cerca con el compromiso político. En eso nos parecíamos más a Barcelona que a Madrid. Pero al contrario de lo que se quiere hacer creer últimamente, ambas capitales entendieron de una manera más sensata el compromiso de modernidad que conllevaban ciertas propuestas. Aquí nos vestimos, nos peinamos, nos maquillamos y nos fuimos a bailar noche tras noche. Que también está muy bien, claro que sí. Pero eso no convirtió nuestra movida en una movida mejor que la de estas dos ciudades. Esto suena a yo tengo una movida más grande que la tuya. En València la movida consistió en salir sin parar. ¿Cuándo empieza? Yo siempre pensé que con la irrupción de grupos como La Morgue, pero últimamente da la sensación de que fueron los dj’s y las discotecas el comienzo de todo. Si es así, tenemos un problema. Para mí, este fenómeno local coincidió con la aparición de una serie de grupos, de muchos dibujantes de cómics, de una serie de locales inolvidables. Tuvimos a Montesinos y a pintores como José Morea. Pero cuando queremos juntar todas esas piezas nos cuesta reunirlas porque ni están tan claras ni son tan evidentes. Cuando se trata de Madrid, los nombres y las obras se agrupan solas: Almodóvar, Ana Curra, Ceesepe, Derribos Arias, García Alix…
A veces, cuando se hacen revisiones de la movida, parece que en realidad se está hablando de los años ochenta. Para mí la nueva ola madrileña o la movida, empiezan en 1977 y termina en 1984 o 1985. Para mí la movida no son ni Mecano ni La Unión ni Hombres G. Estos son grupos que coinciden en el espacio y el tiempo con grupos que sí pertenecen a ese contexto, como Radio Futura o Aviador Dro, pero que carecen de sus mismas raíces e intenciones. La deriva narrativa ha hecho que al final todo acabe mezclándose y el concepto se empobrezca cada vez más, haciendo de ellos algo mucho más fácil de atacar. En València es aún peor. Aquí vale todo con tal de hacer masa. Si existió y ocurrió, entonces era. Inhumanos están a la misma altura que Glamour. The Essence son tan reivindicables como The Cure. Y nadie se acuerda de Vamps ni de figuras tan reivindicables como Begoña Kanekalon. O de que dentro de aquella escena tecno y colorista existieron otros focos, como la sala Gasolinera. Todo vale por que el fin es decir “yo estuve allí”. Todo vale para que al final nada valga para nada.
La nostalgia se ha convertido en mal social que potencia lecturas muy superficiales relacionadas con la Historia. Glorificar algo y hacerlo sin análisis alguno no favorece a la importancia real de los hechos. Las visiones felices y sesgadas de los hechos no contribuyen más que a dar una visión pobre del pasado. Así es muy fácil dinamitar ese pasado e intentar arrebatarle cualquier interés. Personalmente, no tengo ningún interés en la nostalgia, prefiero centrarme en el presente e intentar vislumbrar el futuro en lo posible. Pero el pasado está lleno de información que necesita ser divulgada, reinterpretada, cuestionada. Que cada cual elija el método que prefiere para hacerlo y para saber sobre el tema. Personalmente, creo que aquellos años de felicidad fueron más una fiesta, que es lo que nos gusta. Un accidente feliz gracias al cual surgieron artistas y obras fundamentales. Para bien y para mal, nunca ha vuelto a suceder nada igual. Y no sé si eso debería alegrarme o preocuparme.
Menos conocida como Bárbara Allende Gil de Biedma, la creadora de la ‘Mística doméstica’ y fotógrafa no oficial de la Movida madrileña vuelve a la actualidad con el trabajo que la hizo popular en los 80