Si no recuerdo mal, a veces la memoria falla, fue hasta bien entrado el siglo XXI el poder disfrutar de una València prácticamente con la persiana bajada durante la celebración de la Pascua cristiana. O lo que es lo mismo una ciudad que echaba el cerrojo.
Sin bicicletas, ni patinetes, ni casas de apuestas, ni apartamentos turísticos. Playas, iglesias, taxis, museos, cines, bingos, tuburios, locales de alterne y poco más cumplían con los servicios mínimos.
La ciudad aburría de norte a sur y de este a oeste. Cerrada por vacaciones, el Cabanyal lo peinábamos poco pese a la profunda confesionalidad de mis padres. Nunca fuimos al paso de la Semana Santa Marinera. La Canyada en la Pascua fue el dorado de los ochenta, y una playa del sur el retiro de los noventa. Turismo de proximidad.
Trayectos cortos, no comer carne, ayunar, penitencia, suponía cumplir con la dieta católica, y por imposición validar el Vía Crucis. Mis viejos crecieron, se hicieron mayores, yo, menos joven dejé de comulgar, dejé de creer. Nada que celebrar ni antes, ni ahora durante el viernes negro. La vida se vive una sola vez.
València se sumó tarde al caballo de troya del turismo, viviendo un turismo ferial de lunes a jueves durante las décadas de los ochenta y noventa. Cualquier veterano de la hostelería, empleado de hotel o profesional del sector del taxi lo puede corroborar.
Tras el cambio de gobierno municipal y autonómico, la ciudad dio un volantazo. Los eventos, magnos, se apoderaron del Cap i Casal. Las ciencias crearon su ciudad, y la exposición al mundo de València aterrizó de las américas. València su puerto. Manises su aeropuerto. América desde entonces descubriría València.
Pisando el acelerador, seguimos con la obsesión de ubicar a València en el circuito turístico. Derrapamos. Sin motivos para desacelerar o cambiar de marcha, el Ferrari siguió circulando. La vella y costumbrista polis dio paso a una nueva y vanguardista urbe a la Caltrava con bogavante incluido.
Para mí, personalmente, todo cambió en mi patria chica, el día en que leí la triste noticia que ensalzaba la irrupción de una cadena norteamericana, que sirve café en plástico, en detrimento de la juguetería Moñacos. Un duro golpe a la empresa familiar y valenciana.
Aquel frívolo cambio de escaparate parecía que revalorizaba la fachada de la capital del Turia. Era lo contrario. Nos despersonalizaba. Nos desarraigaba. Nos mimetizaba. El rosario quedó en manos de los más fervientes seguidores de Jesús de Nazaret, y el resto, optó ya no por desplazarse al pueblo o aldea de sus antepasados a comer la mona de Pascua y volar el cachirulo, sino a viajar por el mundo.
Las cruces y las estampitas se volaron al subir las escalinatas de los aeroplanos, y solo se salvó de la cruz, el símbolo de santiguarse ante las azafatas al rebasar la cabina para velar por un vuelo sin turbulencias con un final feliz.
La València pascuera ha quedado en manos de los que nos visitan y los trabajadores del sector servicios. La València turística es el maná de los que ven en el viajero, los apartamentos han sustituido a las fondas, la oportunidad de ver aumentados sus ingresos en sus cartillas de ahorro.
Esa València, la de hoy, cada vez resulta menos practicable, cómoda, e incomprendida para muchos de los inquilinos que ven más complicado acceder al alquiler de una vivienda, que Francisco Franco duerma en el Valle de los Caídos.
Troya cayó en una emboscada. Ardió. Deseo que València no caiga en el mismo error. No nos desconfíemos. El caballo fue un regalo. El turismo también. Con esta reflexión no quiero que ardamos en el infierno, luego será imposible volver a resucitar, si existe esa remota posibilidad.