Hoy es 14 de octubre
Hace menos de cuatro años, el 3 de octubre de 2017, el rey Felipe VI apareció ante las cámaras de televisión para dar un discurso sobre los acontecimientos vividos en Cataluña, y en particular el referéndum ilegal del 1 de octubre. No es normal que el jefe del Estado salga a la palestra para hacer discursos televisados, fuera del discurso anual de Nochebuena, que viene además avalado y supervisado por el Gobierno. Así que un discurso fuera de esas fechas tenía, obviamente, y más en ese contexto, una enorme carga simbólica y política.
El discurso, como el lector recordará, no dejó indiferente a nadie: no contemporizó, como quizás esperaba buena parte del público, sino que marcó una raya clarísima entre los independentistas y los que no lo eran. Fue un discurso histórico, lo cual no significa que fuera buena idea proferirlo en esos términos: se ganó el reconocimiento y el apoyo de buena parte de los unionistas en Cataluña, que se sintieron sólidamente respaldados por el monarca, y rompió los últimos hilos de contacto que pudiera haber con los independentistas.
Felipe VI había llegado al trono un poco apresuradamente en 2014, tras la abdicación de su padre antes de que sus múltiples irregularidades financieras socavaran más la institución monárquica. Y fue todo un acierto de los monárquicos, porque entonces no nos podíamos imaginar que Juan Carlos I acabaría exiliado en Abu Dhabi apenas seis años después. Tal vez Felipe VI quería emular el discurso que dio su padre, Juan Carlos I, en la madrugada del 23 de febrero de 1981. En el imaginario popular, el hoy rey emérito detuvo el golpe de Estado con ese discurso, inequívocamente contrario a los golpistas, y con ello se ganó ese día el puesto, así como el reconocimiento e incluso el aprecio de una mayoría de los españoles.
Si Felipe de Borbón quería emular a su padre, la cosa le salió mal. El "golpe" del referéndum ilegal, como es evidente, no tenía mucho que ver con el de 1981, con los tanques circulando por Valencia. Con ese discurso, el rey dividió, no unió. Y no sólo se enajenó a los independentistas, sino también a gente que no lo es, en Cataluña y en el resto de España, pero que esperaba del jefe del Estado algo más, algo mejor, que un "¡A por ellos!" más o menos adornado.
Desde entonces, se ha especulado en abundantes ocasiones sobre la vinculación del jefe del Estado con determinado proyecto o visión de España, coincidente con la de la derecha española e incluso más allá. No es que desde el PSOE no haya una férrea defensa de la monarquía, contra viento y marea, y sobre todo desde que volvieron al Gobierno; pero las loas y la asociación de la institución monárquica con la derecha española, y su alejamiento de cualquier forma de nacionalismo periférico, son mucho más evidentes que durante el reinado de Juan Carlos I.
Un jefe del Estado no elegido democráticamente haría bien en ensanchar lo máximo posible su base de apoyos y rehuir cualquier apariencia de partidismo. En caso contrario, le puede pasar lo que le ha pasado esta semana a Felipe VI ante la espinosa cuestión de los indultos: el rey ha hecho lo único que podía hacer, que es firmar los indultos, y los que más aplaudieron su discurso de 2017 han protestado con su habitual virulencia. Porque, sin duda, Felipe VI ha hecho bien firmando los indultos -es su papel constitucional, y no puede ni debe hacer otra cosa-; pero, ante soflamas como las de su discurso de 2017, posiblemente había gente que esperaba algo más, alguna resistencia o incluso la negativa a firmarlos. ¿Cómo indultar en 2021 a los que el rey presentó en 2017, inequívocamente, como delincuentes merecedores de sanción? Felipe VI se metió en un terreno pantanoso entonces y ahora vive consecuencias indeseadas de aquello, como que la extrema derecha española le haya puesto el insultante mote de "Felpudo VI".
Tampoco parece que esta ruptura vaya a tener mayores consecuencias para Felipe VI; a fin de cuentas, la alternativa (la República) es mucho peor, a ojos de la derecha (y, por supuesto, de la extrema derecha), por la connotación izquierdista que inevitablemente tiene en España esta forma de Estado alternativa. Pero sí que constituye un aviso de que el apoyo de la extrema derecha al monarca ni es incondicional, ni es gratis. Y de que, probablemente, a Felipe VI tampoco le compense, si con ello se aleja más y más de otras capas de población. Sectores que posiblemente, en su gran mayoría, rechacen la institución por principios (como sucede con Izquierda Unida - Podemos) o por ser parte de la unidad de España (los partidos nacionalistas, en particular los independentistas); pero se puede rechazar frontalmente o más o menos tolerar a la institución, como sucedía con Juan Carlos I. Y también se puede apoyar sin reservas o con cada vez más matizaciones, como comienza a suceder en el PSOE, sobre todo entre la militancia y los cargos más jóvenes.
La de la Monarquía es una lucha contra el tiempo (a más juventud, menos fervor monárquico derivado de los "tiempos heroicos" de la Transición), contra las dinámicas igualitarias e, incluso, contra la lógica. Así que las cartas que tiene Felipe VI son peores de lo que quizás cabría sospechar. Su aventurerismo de 2017, entrando en el juego partidista, puede pasarle factura.