VALÈNCIA. Estoy contento porque el teletrabajo (mucha tele y poco trabajo) toca a su fin. Hoy he tenido una de las últimas videoconferencias con mis compañeros. Por indicación de la jefa, uno de ellos ha tenido que silenciar el micrófono porque su hija pequeña berreaba y no había quien se aclarase. Por suerte no tengo esos problemas de conciliación familiar; es una de las escasas ventajas de llevar una vida de cenobita.
El Gobierno, que siempre quiere lo mejor para sus súbditos, hasta que se demuestre lo contrario, pretende también regular el teletrabajo con el fin de que las empresas les paguen la luz, el wifi, el teléfono, la tinta, el papel y hasta la cañita del mediodía a los trabajadores. La propuesta quedará en nada porque lo que se busca, como siempre, es mantener viva la hoguera de la propaganda.
La OCDE insiste en que la cosa pinta mal para España. Si se cumplen sus negros presagios, la economía puede contraerse hasta un 14,4% este año, la mayoría caída de los países de Occidente. La señora Calviño, todavía vicepresidenta económica, estará como loca por presidir el Eurogrupo y huir de la quema que se nos viene encima.
Estados Unidos, que a su manera ha sido un ejemplo en la defensa de los derechos y las libertades individuales, exporta ahora toneladas de censura a Europa. Las universidades de aquel país son la punta de lanza en aplicar una dictadura ideológica de tintes puritanos que persigue a todo disidente de la corrección política.
Cabe mencionar dos ejemplos recientes.
El New York Times, la Biblia del progresismo estadounidense, ha forzado la renuncia de su jefe de Opinión por publicar un artículo favorable al uso del ejército contra las manifestaciones antirracistas. Cerca de ochocientos trabajadores pidieron la cabeza del periodista. Hasta ahora se aceptaba que un diario podía acoger opiniones diferentes en respeto a la libertad de expresión, sin comprometer su línea editorial.
La plataforma HBO MAX ha borrado de su catálogo Lo que viento se llevó, probablemente la película más vista de la historia del cine, “por perpetuar estereotipos racistas”.
Los fanáticos de la corrección política amenazan la libertad de expresión, creativa y de pensamiento con el pretexto de dar voz a las minorías. Así se construyen los totalitarismos de rostro amable.
Casi todos los trámites se hacen ahora con cita previa. El trato directo, espontáneo, está en vías de extinción. Es otra de las víctimas del coronavirus. Organismos públicos y empresas han visto en el virus la oportunidad idónea para reducir al máximo la presencia física de ciudadanos y clientes en sus oficinas. Te dicen que lo hagas por internet; que llames a tu gestor por teléfono —¡para qué coño quiero yo un gestor!—; que realices los pagos por el cajero automático. Te has convertido en su empleado para que ellos reduzcan costes laborales.
Después de enterarme de que Inditex ha registrado pérdidas por primera vez en su historia, me he echado a la calle para contribuir a la reconstrucción del sector textil de mi país. He bajado en metro a València y he recorrido las tiendas de Cortefiel, Zara y Mango (outlet). También he entrado en El Corte Inglés, donde no he cortado ninguna cinta y he echado en falta que un empleado me aplaudiese, como hicieron en Madrid el día de la reapertura.
He mirado polos y camisas, pero no me he decidido por ninguno. Estoy lejos de ser un comprador impulsivo. Me he limitado a tomar nota. Con la nueva normalidad quiero cambiar mi estilo personal, hacerlo más moderno, tal vez algo metrosexual, aunque de momento no contemplo la depilación con láser.
En la tienda de París-Valencia del Parterre he comprado un ensayo sobre la literatura española del Siglo de Oro, un libro que sólo puede despertar la curiosidad de depravados como yo, y un poemario de Margaret Atwood.
Mis manos han probado ocho diferentes tipos de gel en poco más de una hora.
Buscando un sitio para comer he presenciado un atasco monumental en la calle Colón. Se ha cubierto de gloria el que decidió habilitar un solo carril para los vehículos privados. Claro, como todos los concejales del iaio Ribó son cicloturistas…
Al final como en La Sureña, donde hay muchas mesas vacías. El local está irreconocible por esta circunstancia. Se nota que la ciudad funciona aún a medio gas.
Reparo en que sólo quedan once días para que llegue el verano. Esta primavera ha sido muy corta, reducida a las cuatro semanas en que nos han aliviado el arresto domiciliario. Para resarcirme del tiempo robado me he propuesto disfrutar de los restos de esta primavera amputada y defenderla, si fuera necesario, de sus enemigos, que son también los de la felicidad y la libertad.