Siempre me ha gustado mucho leer cómics. De pequeño, devoraba cualquier cómic que cayese en mis manos. Mi abuelo, con gran visión de futuro, me había comprado un montón de tebeos de Bruguera (Pulgarcito, DDT, Mortadelo, Zipi y Zape, y un larguísimo etc), los había encuadernado y me los regaló tan pronto como tuve uso de razón. Desde entonces, me pasé tardes leyendo cómics compulsivamente, hasta que mis padres me mandaban a dormir, e incluso después (con ayuda de una linterna o la luz del pasillo).
De todo lo que leí, mis favoritos siempre fueron, en cuanto a los tebeos españoles, Mortadelo y Filemón. No soy nada original, lo sé: la mayoría del selecto público de Bruguera (y, después, Ediciones B) se decantaba por estos dos agentes secretos insondablemente chapuceros que tan bien reflejaban las dinámicas, entonces y ahora, tan habituales en nuestro país, dado a la improvisación y a poner parches que se despegan y caen poco después de aplicarlos.
Pues bien: habrá que llegar a la conclusión de que Francisco Ibáñez, autor de los tebeos de Mortadelo (y de muchos otros personajes), a diferencia de lo que cabría esperar en un principio, basaba sus historias en hechos reales, como los telefilmes de sobremesa. Porque cada acercamiento que hacemos al mundo de los servicios secretos españoles, los fondos reservados, las fuerzas de seguridad en misiones especiales y, en definitiva, "Las Cloacas" del Estado, nos depara historias más inverosímilmente ridículas.
Los que tengan cierta edad recordarán el momento más bochornoso del largo período de gobierno de Felipe González. En su etapa final, el gobierno socialista, afectado por escándalos de corrupción y con la ominosa sombra de su papel en la organización de los GAL, se encontró de golpe con la patata caliente de la huida de España de Luis Roldán, exdirector de la Guardia Civil, que amenazó con "tirar de la manta" y contar lo que sabía de los GAL y los fondos reservados. El agente Francisco Paesa montó una operación surrealista, inventándose a un personaje inexistente, el "capitán Khan", supuesto representante de las autoridades de Laos (donde Paesa se inventó que habían encontrado a Roldán).
El asunto de Roldán y el capitán Khan entró en los anales de la historia de España (a menudo trágica, pero casi tan a menudo ridícula). El PSOE quedó muy tocado durante muchos años por su asociación con la corrupción, y fue sustituido en 1996 por el PP, que prometía gestionar el país con las manos limpias y sin despilfarro alguno. Ya sabemos, desde hace tiempo, que eso no acabó de salir del todo bien. Pero recientemente hemos visto que el PP también tiene querencia a montar operaciones de calado para tapar sus vergüenzas. El caso Gürtel, que persiguió a este partido durante una década, acabó por arrebatarle el poder en 2018, cuando Pedro Sánchez logró armar una moción de censura contra Rajoy aprovechando el viento de cola de una sentencia judicial sobre dicho escándalo.
Con los geológicos ritmos que casi siempre tiene la justicia en España, el caso Gürtel y su evolución natural, el caso Bárcenas, ha hecho y sigue haciendo mucho daño al PP. Primero, por constatar la existencia de un entramado de corrupción de grandes dimensiones; y después, por los problemas con el extesorero. Nunca es buena idea hacer enfadar a ciertos elementos del engranaje de una organización, que muy pronto se convierten en imprescindibles para la misma por lo mucho que saben.
El PP, y Rajoy en particular, borboneó a Bárcenas y éste comenzó a soltar lastre; aunque no mucho. Apenas unos sms que dejaban en mal lugar a Rajoy. Un mero aperitivo que funcionara como aviso de lo que vendría después. Y lo que vino fue... la operación Kitchen, lo que puede ser el intento del partido por tapar el caso Bárcenas por la vía de espiar al extesorero y robarle la documentación que éste -valga la redundancia- atesoraba, para protegerse él y potencialmente hundir al PP.
Para ello, el PP combinó lo público y lo privado, como le gusta hacer a veces a determinados gobernantes neoliberales: los recursos del Ministerio del Interior, regentado por el inefable Jorge Fernández Díaz, con los servicios contratados ad hoc del que parece ser el Messi de las operaciones encubiertas: el entonces comisario Villarejo, que si no hacía anuncios en la televisión ofreciendo sus servicios a las elites político-económicas españolas se debía únicamente a que no la hacía falta: está claro a estas alturas que todos, desde los partidos políticos hasta las grandes empresas, pasando por la Familia Real, se afanaban por contratar sus servicios, pues éstos abarcaban una amplia gama de posibilidades, incluyendo, en casos extremos, la violencia directa.
La verdad, viendo los resultados a medio plazo, parece claro que Villarejo estaba un tanto sobrevalorado. O quizás se trate, como con Bárcenas, de que nos enteramos de sus andanzas porque es él quien las filtra, en venganza por haberle dejado tirado. También parece claro que el PP tiene un serio problema aquí, aunque sea el PP de Rajoy. PP del que Pablo Casado habla como si fuera de la época de Cánovas y Sagasta: un periodo remoto y del que nadie se acuerda, "ese PP de Rajoy del que usted me habla".