De niña no había cielo, no había lluvia ni sol, la ventisca en mi casa era un elemento periférico, pero con los años gana volumen, se pone cada vez más en el centro. Encarar el pasillo provocaba un caos de portazos, batían las cintas de cada persiana, aullaban los recovecos, el aire se aflautaba, hacía torsiones sonoras, levantaba un remolino de objetos, un coro de voces y portazos, cierra niña que hay corriente y te vas a lastimar; desde la última habitación se sentía la primera y nos gritábamos como marineros trepando por la cubierta. Todo volaba por los aires porque la casa está frente a la playa y el garbí de la tarde era una más de las cosas que parecían no estar, pero lo tocaban todo. Fue omnipresente, la banda sonora de mi niñez, el hilo de fondo. Por eso hace años que el sonido del viento me calma, multiplica en mí el pasado y las personas, pero me anticipa el instante en que abriré la puerta y sólo quedará en mi casa esa nota aguda, la última presencia. Ya falta menos para entonces. Giraré la llave y me daré de bruces con la brisa barriendo habitaciones en las que no estará mi padre. De momento lo encuentro sentado en el salón, en el punto exacto donde mi madre lo ha dejado después de servirle el desayuno. Es la una. He corrido hasta aquí porque ya nadie está tranquilo si pasa mucho tiempo solo.
El próximo 21 de septiembre se celebra el Día Internacional del Alzheimer y la OMS prevé para 2050 unos 139 millones de afectados en el mundo, lo reconoce como una prioridad de orden público. España, país líder en esperanza de vida, se lleva un buen puesto con 800.000 afectados y la pandemia, con el aislamiento que trajo, ha hecho bajar un escalón a quienes estaban en el umbral de la demencia. Nuestra sanidad pública tiene buenos medios para diagnosticar y medicar, pero hace aguas a la hora de establecer una red de cuidados en la que la familia tenga un respiro. Este es el reto que se nos viene encima y la Ley de Dependencia, por fin implantada en los últimos cuatro años, aporta una magra prestación al cuidador, pero las listas de espera en las residencias públicas no bajan del año; todo se queda en un mero etiquetado de personas si carecemos de plazas para todos.
La luz de septiembre está alta, es blanca y se come la pantalla, la llena de brillos. En La Dos se distingue a un tipo aindiado con atuendo western que derriba a sus rivales en el techo de un tren. Su bigote habla por él antes de que abra la boca y recite el guión. Frente al televisor, mi padre también habla sin abrir la boca. No despega apenas los ojos de la tele, los hombros derrumbados, la barriga compacta como un tocón de tierra, un flan de huevo gigante, una tortuga. Entre el televisor y su carne reunida, una pizarra Vileda: estoy en la Toyota, Rosana viene a comer, no te muevas. Ha sido obediente, lo hubiera sido sin la pizarra, obedece a la apatía que trae la deforestación de su cerebro. No sé, se han cargado a alguien, me responde cuando pregunto por la peli. Me instalo a su lado e intento compartir algo con él, pero no tardo mucho en abrir Instagram, los mensajes, los mails, no tardo mucho en cerrarlos. Él no sabe nada más sobre lo que echan a la una de la tarde un lunes. No entiende la irrupción de los indios en la siguiente secuencia, quiénes son esos, ha perdido otro de los binomios clásicos: indios y vaqueros, ¿cuánto le falta para perder noche y día? Quiere irse a su pueblo, eso lo sabe. Y no quiere bajar a pasear conmigo porque se ha hecho pasota, admite risueño. Tengo un hermano que se llama Jose Carlos, cree. Y en ese cree, el Alzheimer asoma su zarpa, como un capricho perverso. Se abre un silencio en el que el hombre del bigote nos vuelve a convocar, seduce a una dulce palomita y le da esquinazo a sus perseguidores. Mi abuelo, su padre, también sufrió demencia y miraba la tele como a un enigma. Increpaba a los personajes que iban colándose por la pantalla a la caída de la tarde, había que ponerle los Picapiedra, o Tom y Jerry, esos chiquitillos que hablaban mucho y no decían ná, según él. Mi abuelo pasó toda su demencia en casa, mi padre ya no lo hará, pero me encantaría vivir en Suecia y que un equipo decente de profesionales acudiera a casa porque ha currado como un campeón y se lo merece.
La pandemia nos ha mostrado al desnudo lo que suponen las macro residencias con infradotación de personal (muchas tuvieron que ser “intervenidas”, lo que suponía mandar equipos móviles desde los hospitales para cubrir la atención médica). Un país como el nuestro, con 47 millones de habitantes, perdió en la primera ola 20 mil ancianos internos, mientras que Suecia (con 10 millones) perdió solo 2 mil en el mismo periodo. Con el cambio cultural que supone la extinción de las súper cuidadoras (mujeres que hipotecaban su vida por la familia), el modelo mediterráneo tan apoyado en ellas pide a gritos una transición a otro que podría ser de tipo nórdico (centrado en el domicilio) o anglosajón (considerado el más eficiente), pero sin perder de vista que la protección de la dependencia atañe a los poderes públicos. Unos modelos que, junto con el continental (donde el protagonismo del estado se imbrica con el de los seguros particulares), siempre dejan que la oferta privada llegue donde el estado no lo hace.
Finjo haber olvidado algo en el coche y finalmente se anima a bajar conmigo. Chequeo su ritual y le doy un aprobado: gorra de los Yankees, móvil en el bolsillo, bolsa de viaje colgada al cuello donde están sus llaves. En el ascensor sabe pulsar el bajo y el piso ocho. Examino los lamparones de su polo azul, la expresión fatua, el juego bonachón de las cejas. Huele a persona mayor de la misma manera que yo oleré a persona mayor en unas pocas décadas. Le engaño para que camine un poco más y cruzamos el garaje desnudo en el mes que ya no hay veraneo ni coches, las columnas encaladas son las mismas de mi infancia, de mis días de lluvia y frontón, de mis culebreos con la BH por debajo de las seis torres. Es prodigioso que algunos lugares de los ochenta sean todavía transitables y siento que piso terrones de tierra, migajas que colapsan, como la anatomía cerebral de mi padre. Le cojo del brazo y modero el ritmo, caigo en la cuenta de que apenas recuerdo haber estado con él por esos mismos garajes, por el bosque, por las pistas o la playa. Los padres de los ochenta estaban pluriempleados, no llegaban a casa hasta que era de noche, cuando ya olía a tortilla francesa y a filete, cuando mi madre bramaba con el dientes-culo-pies y la abuela nos perseguía con el pijama. Toda esa vida volcada fuera de nosotros nos trajo una libertad de animalejos, una falta que nosotros, niños agrestes, convertimos en brújula y ahora es nuestro patrimonio, nuestro título de exploradores, ¿debería volver ese modelo de vida?
Cuando abro el portal, mi padre se asombra, ah, ¿pero tú tienes llaves? No me está expulsando él, lo está haciendo el gusano que mastica despacio sus neuronas. El viento sigue silbando, lame cada esquina, lo barre todo.