“Viejo mundo ─canta Camarón─, el caballo blanquinegro del día y de la noche, atraviesa al galope…” Conduzco hacia el trabajo y cuando me doy cuenta voy a menos de cien detrás de una furgoneta. No quiero llegar. No puedo llegar, no sin antes haberme vitaminado con una bulería del de la Isla. Camarón me transporta a una verdad distinta, pegada a la piel del mundo, entiende mejor que yo el sol de las ocho que se desprende perezoso de la línea del mar: reptante, gradual, como si supiera mejor que nosotros que hay velocidades que no se pueden traicionar. Necesito el cante porque es como un buen Cola-Cao: la consulta de salud mental lo pide cada mañana. Estamos en la ola invisible de Covid, la psiquiátrica, y las visitas no tienen fin, nadie encuentra hueco en sus agendas ni en las plantas de los hospitales. Por eso hay que empezar la jornada con talante gitano, con una jovialidad insobornable, algo que me despegue de mi tristeza para poder enseñar a mis pacientes cómo se despega uno de la tristeza.
No quería hacer aquí otro artículo de protesta o de descarga. No quería volver al lamento porque, cuanto más lo digo, más me lo creo, pero se acerca el Día Mundial de la Salud Mental y ya nadie está bien de la cabeza; este domingo deberíamos salir a la calle a gritarlo.
“Quiero a la amante que gime de felicidad ─sigue Camarón─, y desprecio al hipócrita que reza una plegaria…” Un chaval que se ha dejado la medicación está agitado y detenido en el cuartel de la Guardia Civil, me dicen desde el mostrador, y el rasgueo de la guitarra en mi cabeza se apaga antes de que encienda mi pantalla. Descuelgo el teléfono, toqueteo los cajones, me desarbolo entre hojas de notas. Hablo con el padre del chaval porque lloraba al teléfono, así lo ha dicho la celadora. No llora, pero igualmente empiezo por él. Empiezo por la Guardia Civil, el 112, el Juzgado donde le esperan y otra vez la Guardia Civil. Los pacientes programados esperan educadamente en sus sillas fijas. Miran sus móviles. Toquetean sus mascarillas. Me sonríen con los ojos cada vez que cruzo la puerta. Es una sonrisa afilada, que evito cada vez más. Busco la punta de mis zuecos cuando paso por delante y sé que el sol ya no dibuja una elipse perfecta. La mañana se desboca, ¿no le habrás dicho a los padres que ingresa?, me oigo, no habré dicho, sí habré dicho, me desdigo, desmiento, cojo impulso otra vez, vacilo, ¿acaso no sabía que no quedan camas de psiquiatría libres en ninguna provincia? No sabía. No me sorprendo. Y la cabeza ya se me ha perdido igual que el instante en que miraba el amanecer. Me digo que había logrado por fin no sentirme responsable de este caos, no creer que participo de un fracaso colectivo, pero tengo otra vez encima a la celadora, y a la médico del 112, doctora que te hemos pasado la llamada y no lo coges, y al que aporrea la puerta de nuevo porque le dijeron a las nueve y son ya y treinta, noventa, y cuatro meses que llevaba esperando su cita. Del tango hemos pasado a la soleá y ya tengo montado el circo a tres pistas: domadores, equilibristas y número de humor sobre el escenario de forma simultánea.
Afortunadamente, no todos los días son así. Y el Covid, que tanto miedo ha traído, ha puesto el foco en nuestra necesidad: ya estamos menos lejos de hablar de salud mental sin que se nos mire raro. Para su marcha de este domingo, la Confederación Salud Mental España ha elegido el lema “mañana puedes ser tú”. Yo hubiera ido más lejos, hubiera dicho “mírate bien a ver si ya eres”. Denuncia que la salud mental de la población “ha caído en picado y debajo no hay red”.
Hablemos de la red. Si fuéramos el trapecista, ya podríamos soñar con una caída más blanda algún día. En nuestra Comunitat la red se quedó quieta con la reforma de los 80, pero en los últimos años se mueve. Con la pandemia hay una nueva sensibilidad, los recursos se anuncian, se pelean, alguien aquí o allá abre la mano, y al Comisionado nombrado desde Presidencia lo tironean de todos los ámbitos. Hay un plan de choque, el “valenciano”, para que los adolescentes dejen de suicidarse y creará diez hospitales de día. Los pisos tutelados han dejado de ser ese recurso imaginario que nadie daba por cierto y hasta la Ley de Dependencia ha salido del mundo de los unicornios y los elfos. Una miríada de leyes se anuncia, entre ellas la nueva ley de Función Pública Valenciana, que exige un 2 % de plazas ocupadas por enfermos mentales. O la Estrategia Nacional, a punto de salir adelante en la capital. Y los nuevos equipos multidisciplinares, creados desde Bienestar Social, tienen rostro y manos cuando ya no creíamos que pudieran salir del bello mundo del boletín oficial.
Hay gestos de miseria que desenterramos en este país hace tiempo, como recoger colillas del suelo o reparar las carreras de las medias. Pero esta forma de ser psiquiatra en Valencia ha sido pobre. Miserable. Demasiadas décadas. Ya lo habíamos dado por normal porque jamás conocimos otra cosa. “El sueño va sobre el tiempo, flotando como un velero, flotando como un velero”.