VALÈNCIA. Este fin de semana el tiempo tampoco ha acompañado. Volvió al llover. El presidente del Gobierno se prodigó en la televisión. Anunció más dolor y más confinamiento. El pobre estuvo a punto de derramar una lagrimita. Enternecedor.
Hablo tres veces al día con mi madre. La echo mucho de menos. En medio de la conversación me dice: "Vamos a morir como chinches". Trato de tranquilizarla, es mi obligación como hijo, pero su frase me revuelve el cuerpo. Vamos a morir como chinches.
El sábado por la tarde hago cola para entrar en un supermercado. Tardo una hora en acceder. La gente compra como si fuera el fin del mundo (¿quién puede estar seguro hoy de lo contrario?). Me gasto más de 70 euros, la mayor compra que he hecho en medio siglo de vida. No había papel higiénico. Menos mal que me quedan ocho rollos. Conviene mantener la calma. Las estanterías vacías me sumen en la melancolía.
De regreso a casa me llama Imanol. Fuimos compañeros en un centro de educación para adultos en Madrid. Fuimos compañeros y ahora somos amigos, lo que rara vez sucede. Sigue viviendo en la capital, en la calle Arenal. Está sano y salvo como Ana, su pareja. Me habla del estado policial que se vive en Madrid. "Salgo a la calle para echar la basura y miro por si me observa algún policía. Me siento como un delincuente", me confiesa.
Me empiezo a cansar del confinamiento, que durará al menos un mes.
Estoy solo y echo en falta la compañía de alguien. Ahora me doy cuenta de los errores de mi vida pasada. Entre ellos, el de no haberme casado y el de no haberme comprado un perro.
En Salamanca se han vaciado las perreras pero me queda lejos Salamanca.
Desde mi ventana observo a los vecinos pasear con sus mascotas. Son privilegiados. Algunos salen a la calle hasta seis veces al día. En la plaza de mi barrio, una pareja joven pasea acompañada de un cachorrillo. No tienen prisa. Ella se pone a hablar con un vecino que le contesta desde su vivienda. "A mí me van a tirar del curro. ¿No querrás que te haga un seguro de salud?", pregunta ella con guasa.
Soy un ciudadano de segunda porque carezco de perro. ¡Lo que daría por tener un caniche o un pequinés! Sería mi salvoconducto para echarme a la calle sin temor a ser multado. Es más elegante que pasear con la bolsa de la basura por todo el barrio.
Me arrepiento de muchas cosas en esta crisis y una de ellas es de hablar hablado mal de los animales de compañía y sus dueños. El virus ha sido mi cura de humildad.
El perro es el mejor amigo del hombre y, si esto se alarga, el mejor amante. ¡A la fuerza ahorcan! No nos extrañe que dentro de muy poco abunden los casos de zoofilia porque la primavera, aunque se haya anunciado lluviosa y fría, estimula la libido.
La guerra del coronavirus cambiará muchas cosas, entre ellas el matrimonio. Institución flexible para adaptarse a un mundo camaleónico, se abrirá a la unión entre las personas y sus mascotas. Un perro es, en estos tiempos inciertos, un seguro de vida porque no contrae la enfermedad. En lo sucesivo, ¿quién podrá criticar a un hombre o a una mujer por casarse con su can? (Creo que desbarro, pero es que la reclusión me está afectando).
Si existe la reencarnación, me gustaría reencarnarme en un perro. Deseo ser un perro para salir a la calle en libertad. Ser perro para ladrarles a los pájaros, y mear y cagar a los pies de un árbol, y jugar y pelearme con otros perros. Ser un perro en celo para montar a mi perrita. Me gustaría ser un perro, volver al estado salvaje que nunca debimos abandonar, carecer de pensamientos y sentimientos y, teniendo al instinto como guía, moverme solo por los olores y la comida. Deseo ser un perro y ladrarle a la luna y a los poderosos que nos mienten.
Prefiero ser un perro a morir como un perro, a que nadie te vele en tu entierro, como lo que les espera a muchos de esos ancianos olvidados en residencias, o a quienes un pulgar hacia abajo ha dictado su sentencia de muerte.