Tras una década de políticas expansivas, el dilema es cómo recuperar la “normalidad” sin poner en peligro la recuperación
Aunque cueste creerlo, cumplimos este mes de enero dos años de pandemia, con el cansancio de haber (casi) perdido la cuenta de la ola en la que estamos. Más lentamente de lo deseable, comienzan a llegar indicadores sobre la economía española algo más esperanzadores. Estos últimos días también se han hecho públicas estadísticas sobre deuda y déficit público por parte de la Comisión Europea y actualización de las previsiones del Fondo Monetario Internacional sobre la economía mundial. Lo que tienen en común las fuentes internacionales, incluyendo también recientes declaraciones de Philips Lane, economista jefe del Banco Central Europeo, es la preocupación por la evolución de los datos sobre deuda y déficit. ¿Cómo y cuándo se van a volver a aplicar las reglas fiscales?
El debate sobre cómo coordinar la política fiscal en la Unión Monetaria Europea (UME) es tan viejo como el propio tratado de Maastricht, del que se cumplen ahora 30 años. Los países de la zona euro cedieron una importante porción de su soberanía económica al entrar en la UME: la política monetaria (en manos del BCE) y el tipo de cambio, que pasaba a ser una moneda no emitida por el propio país. La política fiscal, sin embargo, se mantenía bajo el control de las autoridades de cada nación, pero nuevamente, con límites, debido a que los déficits públicos sólo pueden financiarse con deuda pública que, a su vez, se emite en euros. A pesar de que los mercados financieros distinguen entre unos emisores y otros de deuda (eso es lo que refleja la prima de riesgo), la crisis financiera mostró claramente los riesgos de contagio en economías grandes como Italia y España, transmitido por un país tan pequeño como Grecia.
La cuestión, desde el punto de vista económico, es garantizar que las finanzas públicas sean sostenibles. Esto significa que, teniendo en cuenta la evolución de los tipos de interés, el crecimiento del PIB y el nivel de gasto e ingresos públicos sea posible, a largo plazo, cumplir con las obligaciones contraídas. Es decir, poder hacer frente al pago de los intereses de la deuda, realizar amortizaciones y continuar endeudándose, si fuera necesario. La crisis griega de deuda (que comenzó a finales de 2009) se produjo cuando el gobierno de Yorgos Papandreu, recién ganadas las elecciones, corrigió las cifras de deuda y déficit del país, que eran mucho mayores de lo que mostraban las estadísticas oficiales. A raíz de esto, las agencias de calificación subieron su valoración de riesgo y le fue imposible colocar su deuda pública en los mercados internacionales.
Si bien el griego fue un caso extremo, la realidad es que fuertes desequilibrios en las finanzas públicas aumentan la vulnerabilidad de los países que las sufren. Son varios los motivos por los que esto ocurre. Entre ellos, por un lado, se reduce el margen de maniobra para usar la política fiscal ante una recesión; además, si aumentan los pagos por intereses y no se desea que el déficit siga creciendo, otras partidas deben reducirse, lo que suele traducirse en menor inversión pública. El primero de los problemas es de corto plazo, pero el segundo afecta a la capacidad de crecimiento futuro. En el Gráfico 1 puede verse la evolución reciente de la inversión pública en los países europeos: España no sólo tiene una ratio baja, sino que ésta ha bajado durante el período 2009-2019.
Nos encontramos ahora en una situación que no es fácil: para salir de la recesión que resultó de la crisis financiera de 2008, el BCE ha llevado a cabo una política monetaria muy expansiva, que ha permitido la recuperación y ha permitido disponer de crédito al sector privado. A pesar del gran aumento del dinero en circulación, no había generado tensiones inflacionistas y, en vísperas de la pandemia, había comenzado el proceso de retirada del exceso de liquidez.
Al mismo tiempo, los gobiernos se habían endeudado (algunos más que otros) y con la expansión cuantitativa los bancos centrales nacionales habían comprado una gran parte de esa deuda, originalmente (de forma mayoritaria) en manos de los bancos. Por otro lado, ha sido necesario suspender las reglas fiscales durante la pandemia, de manera que los países pudieran sufragar el aumento de los costes sanitarios y sociales para hacerle frente. El resultado ha sido un aumento aún mayor del endeudamiento de los países europeos (y del resto del mundo) como puede verse en los Gráficos 2 y 3. España es el país de la UE donde más ha crecido el porcentaje de deuda respecto al PIB (en septiembre de 2021 la cifra oficial era 121%, con un aumento respecto al año anterior de 7.8 puntos porcentuales).
El problema añadido es que, con la pandemia, se han producido tensiones inflacionistas relacionadas con las cadenas de suministro y con el coste de la energía. Si el aumento de la inflación se debe sólo a eso, en unas semanas debería volver al 2% (el nivel objetivo del BCE). Pero si no es así, la vuelta a la normalidad haría necesario que las políticas macroeconómicas, que han sido expansivas durante más de una década, se hagan contractivas. Por eso, la cuestión es cómo “desinflar” la situación sin poner en peligro la recuperación. De esto se va a hablar en los próximos meses, pues está previsto que en 2023 se vuelva a aplicar el procedimiento de déficit excesivo.
Mientras tanto, el objetivo es que los fondos del Plan de Recuperación y Resiliencia restauren la inversión pública y ayuden a impulsar el crecimiento, al menos, durante los próximos tres años. Porque, como es evidente, la ratio de deuda respecto al PIB se reduce al moderar la emisión de deuda (porque disminuye el numerador), pero también cuando crece el PIB nominal, esto es, el PIB real y la inflación (porque aumenta el denominador). La inflación acumulada en 2021 ayudará a que se reduzca también la ratio de deuda, pero lo que de verdad necesita la economía española es crecimiento sano y sostenido. Ello no es ajeno a la implementación de un verdadero plan de reformas para conseguir una economía más ágil, flexible y resistente a los shocks futuros. A eso debemos aspirar como sociedad por el bien de todos.