Mi marido me manda la lista con los veinte mejores libros del año y pico el anzuelo. “¿Por qué me mandas esto?”, protesto. Pasan de las once de la noche y estoy tan cansada que ni siquiera puedo imprimir un tono de queja o sarcasmo. Llevo una hora intentando contestar un correo importante que dejaré para el día siguiente porque me he perdido por los meandros de las redes. Rafa se rasca la espalda por debajo del pijama y me mira divertido, las luces del árbol le dan un brillo alternante a sus gafas, de pronto lo descubro más viejo, más gastado. Me sobresalta como yo cuando me descubro bajo el neón de los probadores o del supermercado. “Es para que te cures ─ríe─, para que no te vuelvas loca”. Medito enfadada. Le dije que no compraría un solo libro más hasta 2022, el tiempo que calculo en que leeré todos los que tengo empezados. Me observa removerme frente a la pantalla como un ratoncito con un trozo de queso, ¿soy un experimento psicológico? “Es una vergüenza ─sigue él─, eso es lo que es. Es terrible que la cultura se someta a la mercadotecnia. Los veinte, los siete, los cien mejores libros…” “Es el mercado ─contesto─, los libros siguen la misma norma que las estanterías por módulos. Hasta la felicidad se consume con glotonería, lo sabes” “¡Míranos! ─se rebela─ el conocimiento nos hará libres, ¡y una mierda! Tienen razón los negacionistas en reírse de nosotros, los intelectuales damos pena”. Callo un momento sin girarme, no quiero que la luz lechosa de la pantalla le enseñe que yo también estoy más vieja, más cansada. “Por eso me has mandado el artículo de la actriz ─replico─, esa que dejó Hollywood para cuidar cabras, la de la granja a dos horas y media de la ciudad…” “Así es, cariño, ya lo he mirado: desde Valencia corresponde exactamente a la distancia con Morella”.
Jugueteamos con nuestros sueños, con esa libertad escurridiza y siempre más allá, pero es un empeño de tres al cuarto. El mercado en seguida nos aplasta con sus ofertas golosas, ávidas de insatisfechos materiales o culturales. Y es el Mercado (o el Estado, que para la era moderna viene a ser lo mismo) quien se ha encargado de garantizarnos el empacho un año más, aunque tengamos problemas para tragar y los hospitales lleven cara de cadáver. “Compadezco a los reyes ─dice Alain en Sobre la felicidad─ si no tienen más que desear para tener; y los dioses, si en alguna parte los hay, deben estar un poco neurasténicos”
El día seis amanece soleado y frío como un cristal. El parque se llena de familias que intercambian obsequios en bolsas king size y dejan que sus hijos revoloteen por el césped arruinando sus zapatos nuevos. Son los más sensatos. Los menos estaban la tarde anterior jaleando en la calle La Paz a las caravanas de la cabalgata y ahora tomarán el roscón apiñados en salones medioventilados. Hay quien habla de fatiga pandémica, quien apela a nuestra pobreza estructural (la imposibilidad de costear un nuevo confinamiento) o a la simple y llana idiotez. Lo que me fascina es lo que nos cuesta apearnos de nuestra condición de dioses. Omnipotentes. Inmortales. Hastiados más que alegres. Al borde de la extravagancia.
Mientras tanto, los sanitarios estamos literalmente atragantados. En la guardia del fin de semana hemos peleado por un señor que sufría una misteriosa disfagia. Desde marzo, una opresión le cierra la garganta y no está nervioso. Me lo contará con total serenidad pero aterrado de que lo mandemos a casa o a psiquiatría. En los últimos meses se ha quedado en el puro pellejo y las internistas zanjan el caso tras las primeras pruebas. No las juzgo, ¿dónde podrían meterlo para completar el estudio? El síntoma parece una metáfora, un puro símbolo. No se han metido a poetas, simplemente les salta a la imaginación porque ninguna de ellas traga tampoco, nadie traga, ni yo, ni la directora médica. La saludo por cada rincón del hospital y también en sábado. Discute con la gestora de camas la forma de resolver el puzzle y se me hace obvio que su máster en gestión sanitaria no le va a valer: necesita meterse a decoradora. Aprovecha el espacio en tu zulo por poco dinero. O: ideas geniales para apartamentos pequeños. Intercambiamos las risas nerviosas y las bromas fáciles y sólo somos un puñado de mujeres superadas, atragantadas. Con necesidad de ir a la peluquería. Después emboco los pasillos que me llevarán a la cama del señor al que no le pasa el bolo alimenticio y me pierdo antes que en Ikea. Nada está donde tiene que estar, la URPA y la REA y la UCMA son acrónimos de un pasado ficción y todo el mundo se encoge de hombros cuando le pregunto, nadie sabe decirme dónde está una cama que empieza por X. ¿A qué planta remite una X? Mi imaginación especula con el sótano y la azotea. El mundo entero es un atasco y la borrasca que se acerca el fin de semana se llama Filomena. ¿Qué hay que tomarse en serio y qué va de coña?
Pero el día de Reyes es el día de Reyes y mi madre nos hace subir a casa a por los regalos. Ha amenazado con tirarlos por la ventana si no lo hacemos. Le doy quince minutos y, con fotos incluidas, nos sobra uno. Su enfado nos hace reír ante la cámara, está muy cabreada de que no nos quitemos ni el abrigo.
Una vez alcanzamos el parque no puede perdonar su vermut y nos repartimos en dos mesas. El sol nos acaricia la cara tras la noche más fría de la historia de España. Una paloma que renquea entre nuestros pies capta la atención del abuelo. ¿Qué le pasa, doctora?, me pregunta, pero mi hermano ya ha observado que tiene el pico torcido y una herida fatal en el cuello. Es negra y tiene el plumaje inflado, tiznado y brillante. Acepta su destino, le digo, fíjate en su respiración, es tranquila. El animal apenas se mueve. Bascula entre los clientes como un gato remolón o una señora culona con su carrito de la compra. En seguida aparece una paloma blanca que guarda una distancia sagaz con nosotros, es escurridiza y llena de reflejos avícolas. La blanca y la negra. “Míralas ─dice el abuelo─, la vida y la muerte”. Me sobrecoge oír a mi padre haciendo metáforas. Abandona su repertorio habitual de coplas y chascarrillos para atender al pájaro que devorarán los gatos de Viveros en cuanto caiga la noche.
No le gustan los pájaros. Ni lo que pase a su alrededor si no lo puede conectar con su pasado remoto. Ni siquiera se ha movido de su mesa camilla cuando le hemos dado su regalo de Reyes. Pero abandona la sillita de plástico para ponerle unas migas de patata frita con delicadeza en el suelo. Comprueba que el animal gira el pico con displicencia como el enfermo que se gira hacia la pared. 2020 y 2021, me digo yo, que también hago metáforas con la paloma viva y la moribunda. La blanca. La negra. Y eso que ni siquiera conozco aún que los secuaces de Trump han invadido el Capitolio, ni que la cepa británica lleva dos semanas en la Comunitat Valenciana. La cuestión sería saber cuál es cuál y a qué año nos enfrentamos.
“Sí, tranquila, todo irá bien”, le diré a mi hija cuando se meta en la cama. El final de las vacaciones le angustia y mi vuelta al hospital también. “No me va a pasar nada, ya lo verás. La semana que viene estaré vacunada”. Quién tranquilizará a los niños si no lo hacemos las madres.