VALÈNCIA. Con ese carácter social del diseño por hacernos la vida un poco mejor desde la comodidad de una silla, el reclamo de un cartel o la claridad de algún proceso cotidiano, el diseño valenciano se colaba en las casas desprendiendo una frescura y carácter mediterráneo que lo hizo único. Y aunque aquella aparición en escena de una profesión que de alguna manera o nacía o salía del armario en nuestro país se ganó la muletilla de “de diseño” para hablar con cierto trato despectivo de cosas caras o estrafalarias, fue en lo ordinario y no en lo frívolo en lo que el diseño fue calando hasta hacerse indispensable, por lo estético pero también por lo útil demostrando su naturaleza funcional.
Probablemente fue la librería Literatura en casa de mis tíos que redescubrí con ilusión más tarde ya consciente de la joya que era, los juguetes de los Reyes que venían diseñados desde Alicante, aquellas portadas de discos de grupos valencianos, las lámparas tan especiales de aquél restaurante del centro o las llamativas y originales señales de la autopista. Y veinte años después me encontraba coleccionando botellas de vino por sus etiquetas creadas por Dani Nebot, poniendo en una estantería un Agua de Valencia de Nacho Lavernia, como un mitómano haciendo fotos a los primeros diseños de Ximo Roca para Andreu World, enmarcando un espécimen tipográfico de Pepe Gimeno y un cartel de Company y Bascuñán de ACTV o encargando para el trabajo unas sillas de Marcelo Alegre para Actiu.