Pepe camina con los pies doloridos por la calle Quart. Pero no tiene prisa y avanza tranquilo hablando de esto y aquello. Un poco más adelante de su casa, junto a su ‘familia’ del bar Piko’s, está el Jardín Botánico, uno de los pocos lugares de València donde encuentra ‘compañeros’ de más edad. Pepe Fernández tiene 96 años y una sonrisa que no envejece. Ya dentro del recinto, después de decirle a un gato que menuda vida es esa de estar siempre tumbado a la bartola, se sienta en un banco de madera a la sombra de un pequeño roble de Virginia al que, a su vez, le hace sombra otro roble de Virginia, más grande aún, que tiene un tronco inabarcable y tan alto que parece pinchar el cielo.
Las cotorras no paran de dar la tabarra. Es imposible acostumbrarse a esos graznidos tan estridentes. Pero a Pepe parece que no le afecte nada. Él está cómodo. Cruza un pie por encima del otro, agarra fuerte una bolsa de tela que lleva en las manos y empieza a demostrar que tiene muy buena memoria. Por ahí no flaquea.
Pepe nació en 1926 en el antiguo hospital que había en Guillem de Castro. Su madre enviudó al poco de nacer su único hijo y se tuvo que poner a buscar un jornal. La suerte fue que, como podía dar de mamar, la cogieron en una gran casa de València, la del coronel Adolfo Rincón de Arellano, para que le diera el pecho a la pequeña de sus hijas, María Isabel (nació el 21 de noviembre de 1926, el mismo mes que Pepe). Esa niña era la hermana del que, años después, entre 1958 y 1969, sería alcalde de València. El problema es que no podía atender a su hijo y lo tuvo que mandar a un orfanato, el de San Eugenio, que había en la calle Sagunto. “Luego, de más mayorcito, con diez años o así, pasé a la Beneficencia, y ahí ya estalló la Guerra Civil. No paraban de caer bombas. Aún conservo un trozo de metralla de una de las bombas que cayeron en la ciudad”.
El nonagenario abre la bolsa de tela y saca un trozo de metal parecido a una esquirla. Un recuerdo de los años duros de la guerra entre las dos Españas. Ahí, en esa bolsa de trapo, acarrea muchos de los recuerdos de una vida larguísima. Pepe los irá extrayendo a medida que vaya brotando su memoria como el mago que extrae el conejo de la chistera. Con la guerra en marcha, su madre se tuvo que ir con la familia a la que servía a Sarrión, muy cerca de la Batalla de Teruel. Allí, en un tren-hospital, la mujer hacía también de enfermera para ayudar a curar a los numerosos heridos que venían del frente. “Era tan absurdo que el hijo estaba pegando tiros y el padre, curando a los heridos”. Pepito siguió en València. Un niño medio huérfano en plena guerra. Se pone serio al recordar esos tiempos mientras se aferra a ese trozo de metal que le recuerda los años del espanto “Cuando estalla la bomba, esto sale al rojo vivo. Y es una guillotina, mira qué aristas”.
Más tarde, la madre de Pepe le pidió a los señores si podía llevar a su hijo a vivir con ella. Rincón de Arellano lo aprobó y el niño se fue al número 6 de la calle Jorge Juan. “Ellos aceptaron y me dejaron que durmiera allí con mi madre, en una camita -hace un gesto con las manos para indicar que era muy pequeña-, y que comiera como un pajarito. Después ya nos fuimos a nuestra casa de Sanchis Bergón. A los 12 años me puse a trabajar de aprendiz de mecánico”. Para certificar este nuevo paso en su vida, saca unas fotografías cogidas con una goma. Son fotos en blanco y negro en las que se ve a un chaval con buena planta. Él se ríe. “No he patit jo, mare meua”.
El taller donde empezó a trabajar estaba en el Garaje Levante, en el número 69 de la calle Cirilo Amorós, al lado del Mercado de Colón y de la residencia de Rincón de Arellano. Han pasado ochenta años y aún se queja porque en el taller no le dieron ropa para trabajar. Unas botas, un buzo, nada. De una cartera con más fotos, asoman unos retratos del Pepe adulto con diferentes mujeres. Algunas, como va detallando, ya han muerto. Como la actriz valenciana María Fernanda D’Ocón. “Me apreciaba mucho”, dice, con pena. Empieza a atisbarse que este hombre siempre ha tenido éxito con las mujeres. Aunque él se apresura a contar que se casó a los 27 años.
Una de las fotos es de cuando la Riada del 57. Por detrás están apuntados los nombres de todos, incluido el caballo, ‘Castany’. Ese día se hartaron de sacar barro. La riada había anegado el garaje, con tan mala suerte, que había dejado perdido el coche con el que Pepe acababa de empezar a trabajar de taxista. Vuelve a hacer un mohín de tristeza. Otra penuria en una vida llena de zancadillas. “Aún estaba pagando el coche, que lo compré a plazos. Me fui al garaje y cuando llegué y vi el coche… Madre mía. Esto fue la ruina. Salí de aquella vendiendo la mitad del negocio del taxi para pagar la deuda, pero así no podía salir adelante. Al que tenía la otra mitad, le vendí mi parte y lo dejé. Entonces abrí un pequeño taller de mecánico en la calle donde vivía, en Sanchis Bergón, en una planta baja que estaba vacía. Abrí y me puse a esperar a que entrara alguno a cambiar el aceite o lo que fuera. Llamé a todos los señores que conocí en Cirilo Amorós y les dije que había abierto el taller. Entonces empezó a lloverme la faena. Pero tenía que ir a recoger los coches, repasarlos y devolverlos”.
Al hablar de su mujer, Pepe se detiene, levanta la manga derecha del polo verde que lleva abotonado hasta el final con un boli enganchado, y muestra el nombre de Amparo tatuado en el brazo. Luego hace lo mismo con la otra manga y aparece otra dedicatoria: ‘Dionisia. Mi madre’. Son las dos mujeres de su vida. “Hay quien lleva un dragón o una rosa, però i ta mare i ton pare on estan?. Yo llevo a las dos personas más importantes de mi vida”.
Entonces se pone a buscar una foto del día de la boda, pero no la encuentra y se angustia. “Mecachis en la mar”, farfulla mientras va pasando fotos donde sale con Rita Barberá o con María de Villota. De la cartera, lo mismo sale un cupón de la Once, que un billete de cinco euros, que una hojita plastificada con unos pocos números de teléfono y uno en el que detalla que es al que hay que llamar en caso de accidente. “Amparo, mi mujer, murió hace doce años. Demasiadas cosas me han pasado…”, dice antes de quedarse en silencio, pensativo, mirando al infinito.
Pero Pepe es capaz de pasar por todos los estados de ánimo en una hora, y, de repente, sonríe picarón al recordar que antes de casarse con su mujer, las hijas de los señores que iban a coger el coche al Garaje Levante, se lo comían con los ojos. “Venía cada chiquita, ¡madre mía! Y los compañeros me decían que todas venían a mí. Pero yo no les decía nada, eran ellas las que venían a saludarme”.
Pepe dice que no ha tenido una buena vida, pero que también ha habido algunas pocas alegrías. Como conocer a su mujer. “Estuvimos nueve años de relaciones. En aquella época yo conocía a muchas chicas de Cirilo Amorós, de alto standing, que si me hubiera echado para adelante… alguna hubiera caído. Pero yo siempre respeté a mi pareja y jamás me planteé cambiarla por una con más perras. A una le conté que me casaba y le sentó como una patada en el estómago. Y vino a la iglesia a verme casar. Iba muy bien vestida”. Pepe y Amparo se casaron justo enfrente del Jardín Botánico, en la Iglesia de San Miguel y San Sebastián. Luego cogieron la moto y se fueron a Vallada. Al día siguiente, a Alicante. Y después, media vuelta y a seguir trabajando en el taller. “Nos fuimos a Alicante y parecía que te hubieras ido a América. Y ahora la gente viaja a América como si nada. ¡Cómo ha cambiado todo!”.
El primer vehículo que tuvo Pepe fue una Vespa. Al principio dice que no recuerda cuánto le costó. Pero luego hace memoria y recuerda a un médico amigo suyo, cliente del garaje, que vivía en Cánovas. Allí, en una planta, pasaba consulta, y en otra, vivía. “Se llamaba don Gabriel Duyos y a mí me apreciaba mucho. Me compró la Vespa, le pagué el primer plazo y, cuando fui a abonarle el segundo, me dijo que no hacía falta, que no tenía que pagar nada más. Se portó muy bien conmigo”.
Pasan dos chicas por delante. Se le quedan mirando. Pepe se da cuenta y las saluda: “Buenas tardes”. Luego, cuando se alejan, dice: “No las conozco, no sé quiénes serán”. Pepe es un hombre de buen talante, aunque confiesa que por dentro es otra cosa. “Yo no he tenido una buena vida. Desde que tengo uso de razón todo han sido padecimientos. Primero con mi madre, la pobreta, y luego yo. Todo mal. Pero luego me hace gracia que voy al bar Piko’s y la gente me dice que yo siempre estoy sonriendo. Allí todos me conocen. Y en El Corte Inglés las empleadas me saludan, me dan un abrazo y un beso”.
Por todas partes le preguntan cuál es el secreto de su longevidad y él ya tiene la respuesta aprendida y preparada: “Yo no he tenido tiempo de morirme. ¡Y no será que no he pasado hambre! Aún tengo en casa la cartilla de racionamiento: un octavo de litro de aceite, un cuarto de arroz, un cuarto de alubias… Y se acabó. No había nada más hasta la semana siguiente. Por eso había tanta tuberculosis y el hospital de Portaceli estaba lleno de enfermos. Yo conocía al director, don Luis de Velasco, porque dejaba el coche en el Garaje Levante. Este hombre le pidió permiso al del garaje a ver si podía llevar a su familia a Amurrio, a Álava, en verano. Y yo, con 17 años y sin carnet, los llevé de punta a punta hasta Álava. Los dejé allí y me vine. Y luego tuve que volver a recogerlos”.
Pepe hacía amistad con todos los prohombres. La gente posicionada que guardaba el coche en el garaje de Cirilo Amorós. “Yo me hacía amigo de los médicos y de las hijas de los médicos…”, rememora con una sonrisa. Aunque él se debía a Amparo, con la que tuvo tres hijos. El mayor, José, que era ATS, se murió hace unos años. El rostro de Pepe se vuelve a ensombrecer. También cuenta que al pequeño, a Vicente, que trabaja de conserje en “una finca de postín”, le han tenido que rajar la garganta y ya no puede hablar. “Yo veo estas cosas y pienso: ¿Yo me merezco todo esto?”. Le cuesta recordar cuántos nietos tiene, pero luego cae en la cuenta de que tiene cuatro y tres biznietas.
Él sobrevive a todo. Ya ha dicho que no le ha dado tiempo para morir. Estuvo en el taller hasta los 78 años. Toda una vida peleando. Por eso le hace gracia que la gente se ponga exquisita a la hora de comer. “Yo no me cuido nada. Como de todo. No soy melindre. A los que protestan porque no les gusta algo, les digo: ‘Una guerreta, si feres una guerreta i pasares la fam que he passat jo, te menjaries hasta les branques de l’abre’”.
Hace unos pocos años tuvo que dejar su vivienda de Sanchis Bergón. Iban a hacer apartamentos y le comunicaron que tenía que mudarse. “María Isabel Rincón de Arellano, que era mi hermana lactante, se enteró y me dijo que, si le hubiera avisado, la hubiera comprado a mi nombre. Pero no lo pensé”. Entonces se mudó a la calle Turia. Se portaron bien con él y le mantuvieron el mismo precio de alquiler: 32 euros al mes. “Y eso es lo que pagaré hasta que me muera”. Pepe dice que no le asusta la muerte, que lo que le inquieta es enfermar, sufrir y hacer sufrir a su gente. “No hay derecho a eso. Uno merece un final rápido y yo ya lo tengo pensado por si llega el día”.
Atrás quedan 96 años. Pepe Fernández ha vivido de todo: la Guerra Civil, la II Guerra Mundial, la Riada, la Guerra Fría, la llegada del hombre a la Luna, la caída del muro de Berlín, la muerte de Franco… Y las Ligas del Valencia CF. Las seis. Las tres de los años 40, la del 71 y las dos de este siglo (2002 y 2004). “Yo he sido muy aficionado al fútbol. Y también he jugado”. Entonces se pone a buscar una foto del Pepe futbolista, pero antes aparece un retrato precioso junto a su madre, casi una niña, en la que él aparece sujetando un aro. La fotografía lleva la firma de José Grollo, un fotógrafo con estudio en la calle Pintor Sorolla que vivió entre 1875 y 1936.
La pregunta de si recuerda a la Delantera Eléctrica le hace gracia. Pepe se sonríe antes de sacar una fotografía con una formación del Valencia CF. Con el dedo índice va señalando a Epi, Amadeo Mundo, Asensi y Gorostiza. Pero también a Pío, a Sierra, a Juan Ramón… Uno a uno, se acuerda de todos. Duda con Lelé, pero no se le escapa. Y Puchades. “El gran Puchades, menudo jugador era”. Pepe no tenía dinero para ir a Mestalla, pero era rico en audacia y los días de partido esperaba a que se montara follón en la cola y entonces aprovechaba, se metía por un hueco y cuando el portero reaccionaba, Pepito ya había corrido hasta el graderío.
Pero eso eran días sueltos. Su vida pasó dentro del taller. Para no olvidarse, quizá, lleva en el bolsillo una llave inglesa chiquitita y unos rodamientos de bolas. Al lado, una bala que, dice, es idéntica a la que mató a Kennedy, una de las noticias que más le impactaron a lo largo de estos 96 años. Mucho tiempo. Para él, demasiados. “Lo peor es que entierras a todos los amigos y familiares. No me quedan muchos...”. No le obsesiona alcanzar los cien años. Le tiene sin cuidado una cifra tan redonda. “Me da igual. Si los cumplo, bien, y si no los cumplo, pues es que habré llegado hasta donde no pensaba que llegaría nunca”.