“Quiero que me despidáis con dos rosas rojas y un ejemplar de la Constitución”. Mi madre, previsora como siempre, nos fue dando instrucciones en los últimos meses mientras preparaba su partida. Hija de una guerra, llegó en el 29 con el crack de Wall Street y se ha ido sin ver el fin de la crisis financiera mundial. Su vida ha sido fiel reflejo de la generación que más ha sufrido en este país.
Hija de una guerra y, lo que es peor, de una postguerra, mi madre quería ser periodista pero los tiempos no se lo permitieron. Aprendió a leer en El Mercantil Valenciano, escuchando el rugir de la aviación alemana bombardeando el puerto de Valencia. Los siguientes cuarenta años de paz fueron el camino que tuvo que recorrer en el seno de una familia de perdedores, perdedores de una guerra y de unas ilusiones truncadas por una dictadura atroz, que no perdonó hasta el final. “La República construyó hospitales y escuelas”, nos relataba en sus últimos días.
Testigo de la memoria histórica que, al fin, se quiere recuperar, coincidimos en la idea de no borrar los vestigios de aquella época. Coincidimos en que no retiren las cruces ni los escudos. Que se vean y se recuerde, con una placa explicativa, quién se levantó contra el Gobierno de la República legítimamente elegido en las urnas. Que no se olvide la historia, para que no se repita.
Mientras crecía iba viendo salir de prisión a su padre, a su primo Sento, que fue oficial de aviación con el ejército de la República, condenado a 30 años y un día… Y le preguntaba a su padre, cada vez que el Dictador convocaba un referéndum para votar las Leyes Fundamentales: “Pare, anem a votar?”. Y su padre, un hombre de campo ilustrado y socialista que creció con los ideales de la Revolución Rusa, le decía: “No, encara no. No són les de veritat”.
Y llegó la Democracia. Y llegaron las elecciones de verdad. “Ara sí, ara anem a votar”, le anunció su padre cuando se convocó el Referéndum de la Constitución en 1978. Y mi madre se afilió al partido socialista. Militante activa, volvió a revivir el horror de su juventud cuando el teniente coronel Tejero entró en el Congreso de los Diputados durante el intento de golpe de Estado, el 23 de febrero de 1981.
Su historia es la de tantas mujeres luchadoras de su tiempo que cuidaron a sus padres, criaron a sus hijos y comenzaron a trabajar fuera de casa, siendo independientes económicamente aunque necesitaran la firma de su marido para abrir una cuenta bancaria. “Estudiar para poder tener un buen trabajo y que no tengáis que depender nunca de un hombre”, era su incansable letanía, feminista avanzada a su tiempo.
La democracia como guía en su vida. Y la de tantos españoles y europeos que la ganaron con sangre, y que ven con tristeza cómo este sueño se desvanece. Los nombres que emergen en una Europa rota y arruinada, triste y gris ya no enarbolan la bandera de la igualdad y de la solidaridad. Francia, Alemania, la República Checa y Holanda, y posiblemente también Italia, se preparan este año para unos comicios decisivos. Los partidos de extrema derecha han despertado el fantasma de los fascismos que recorrieron la primera mitad del siglo XX.
En Holanda, Geert Wilders aspira a reavivar los rescoldos del nacionalismo británico que han llevado al Brexit, a la división de la Unión Europea. Mientras, el checo Andrej Babis parte como favorito representando el descontento con la política de inmigración y asilo en Europa. En la misma línea, el citoyen francés amenaza con erigir a Marine Le Pen como presidenta de la República, cerrando los ojos a la herencia recibida de su padre, Jean-Marie, condenado por apología de crímenes de guerra y por negar el holocausto nazi. Por si fuera poco, el motor alemán entra en máquinas con una Angela Merkel más centrada en sus elecciones que en la crisis político-financiera de la Unión Europea, también con el atentado de Berlín y la crisis de los refugiados como espada de Damocles sobre su cabeza. Y queda Italia, de nuevo sin cabeza y pendiente de elegir nuevo presidente tras la dimisión hace un mes de Matteo Renzi.
Con este panorama, tan poco alentador entre nuestros dirigentes, tendremos que confiar en el ciudadano medio, el petit home que tan bien describió Wilhelm Reich en su libro Écoute, petit homme!, escrito en 1945, justo después de dos guerras mundiales. Ya en la mitad del siglo pasado, Reich nos advirtió de que este ciudadano medio “tiene miedo de los grandes generales de la guerra, pero no tiene miedo de sí mismo”. Nosotros vamos a confiar en él. Aunque sólo sea por la coherencia ideológica, el respeto a unos valores democráticos y unos principios éticos inamovibles que nos ha legado una generación como la de mi madre.