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Dresde, la ciudad que surgió de sus cenizas

La capital de Sajonia exhibe con orgullo sus joyas monumentales y los nuevos hitos de la ciudad

| 26/03/2022 | 7 min, 39 seg

VALÈNCIA.- Por un Sant Jordi un amigo me regaló Un elefante en el jardín, de Michael Morpurgo, para que leyera en inglés y conociera Dresde, ciudad de la que solo sabía por el cuadro de Canaletto. A través de esa historia narrada por Lizzie y protagonizada por la elefanta Marlene conocí de la manera más dulce posible la, quizás, noche más apocalíptica de la historia de Europa: los bombardeos realizados por las fuerzas aliadas angloamericanas el 13 y 14 de febrero de 1945. No mucho después, el escritor Kurt Vonnegut, con su Matadero Cinco, me refrescó aquellos hechos —fue prisionero de guerra en aquel tiempo— y me dejó con la tarea pendiente de visitar la capital de Sajonia. Hoy, muchos años después, observo la ciudad con mis propios ojos, sentada en la orilla del río Elba, en el mismo punto —eso creo— donde Canaletto plasmó la belleza de Dresde.

Sin embargo, lo que dibujó el artista veneciano quedó sepultado bajo las cenizas de un gran incendio, y lo que hoy tengo ante mí es una reconstrucción de lo que hubo, gracias a que se decidió reedificar la urbe siguiendo los planos originales, para no alterar la estética de la ciudad. Sobre ese enclave histórico en el que se volvieron a levantar iglesias, palacios y casas, dirijo mis pasos. Lo hago cruzando el puente de Augusto, nombre dado por Augusto el Fuerte, personaje clave en la historia de Dresde al establecer aquí la corte de Sajonia, lo que contribuyó a promover el arte y la cultura del lugar. Por eso es también conocida como la Florencia del Elba.

Los andamios del puente me transmiten la sensación de que la ciudad sigue en su proceso de recuperación de su patrimonio histórico. Luego descubriré que es una realidad, pues se están llevando a cabo bastantes actuaciones para devolverle su esplendor y, de paso, recuperar su puesto en la lista de Patrimonios de la Humanidad de la Unesco. Un privilegio del que Dresde formó parte en 2005, pero la construcción de un puente llevó a la Unesco a quitarle dicho reconocimiento. 

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Poco antes de poner mis pies en el casco antiguo me detengo para contemplar la plaza en la que se asoma la Hofkirche, la catedral barroca que fue construida en el siglo XVIII y es el mayor templo religioso de Sajonia. Sin embargo, otro edificio llama más mi atención, al que me acerco como una flecha para conocer hacia dónde conduce ese pórtico misterioso que veo de lejos. Es el Georgentor, al que me adentro por una de sus arcadas, mirando a la escultura de un señor barbudo que me intriga. Un paso más y accedo a una pequeña plaza en la que se asoma el patio porticado del Stallhof, las antiguas caballerizas del castillo y el Palacio Real (XV-XVII). Si tienes tiempo y te gusta el mundo de las joyas, visita la Grünes Gewölbe (la bóveda verde), uno de los museos más antiguos del mundo situado en lo que fue la cámara de tesoros de Augusto el Fuerte (la entrada son catorce euros). Yo no soy muy fan, así que regreso a la plaza por la que venía para adentrarme en una calle en la que el sol alumbra al gigantesco mural del Fürstenzug (El desfile de los príncipes), realizado con 24.000 azulejos de porcelana que muestran a los gobernantes de Sajonia desde el 1127. Bueno, y al propio artista, Wilhem Walther, que decidió incluirse. El mural ocupa toda la calle y llama mucho la atención, casi tanto como que resistiera a los bombardeos.

Dresde a vista de pájaro

Prosigo mi paseo, observando las casas rematadas por un gablete —una especie de frontón triangular típico del arte gótico— y llego hasta los pies de la iglesia luterana de Nuestra Señora (Frauenkirche), cuya cúpula ya he podido ver desde el río. Hoy se puede visitar, pero no siempre fue así. Durante un tiempo una parte de la iglesia se dejó en ruina en memoria a la guerra y no fue hasta la caída del Muro de Berlín cuando se impulsó un proyecto para la reconstrucción de la Frauenkirche (iglesia de Nuestra Señora) que logró tal recaudación que la primera piedra se puso en marzo de 1994 y la última en 2005. De ahí que se considere como un símbolo del renacer y del espíritu pacifista de la nueva Dresde. 

Una información que inconscientemente me recuerda a la Sagrada Familia de Barcelona. Lo pienso mientras pago los cuatro euros para subir hasta su terraza. Espero que merezca la pena porque cara es un rato. La subida es cómoda, con escaleras anchas y doble acceso para no cruzarte con las personas que bajan. Aunque el paso es por fuera de la iglesia, hay un punto en el que ves los frescos de la cúpula y, si te pones de puntillas y miras hacia abajo, el órgano. Unos metros más y llego hasta la terraza. Las vistas son bonitas, con la plaza Neumarkt a mis pies y por el otro el Elba y, ambas, bajo unas nubes que anuncian tormenta. Merece la pena, aunque sigo pensando que el precio es un poco alto. 

La parte nueva de Dresde

De nuevo en la plaza, veo un montón de restaurantes donde tomar un Schnitzel o alguna Bratwurst con una buena cerveza, pero antes decido ir hasta la terraza de Brühl, que se extiende a lo largo del río Elba y en paralelo al casco antiguo. Es un paseo muy agradable, con mucho ambiente y gente sentada en los bancos. Poco les queda porque amenaza lluvia. Desde aquí se ve la Neustadt (ciudad nueva), a la que pongo rumbo. En mi trayecto me encuentro con una biergarten (cervecería al aire libre) y no dudo ni dos segundos en coger una mesa y pedir. La cerveza es casi más grande que yo, pero estoy en Alemania y he de integrarme. Ya con el estómago lleno sigo mi visita. Comienza a chispear, pero prosigo en mi paseo para encontrar los pasajes de los artesanos. Un cartelito muy mono me indica el Kunsthof passage, repleto de coquetas tiendas en las que me refugio de la lluvia. Y me llevo toda una sorpresa porque una de las fachadas del edificio es una gran tubería por la que cae agua haciendo un poco de música. 

La lluvia no cesa y ya he visitado incluso la lechería Pfund —dicen que es la más bonita del mundo—, así que me voy a mi alojamiento para proseguir al día siguiente con la visita. Así lo hago y vuelvo a dirigirme al casco viejo para ver la ópera Semper, templo de Richard Strauss —aquí estrenó nueve óperas—. En realidad es la historia de tres edificios; las veces que ha sido reconstruido. La primera en 1841, la segunda veintiocho años después de su inauguración, por culpa de un incendio, y la tercera por los bombardeos. Cuando sus puertas volvieron a abrir, cuarenta años después, sonó la misma ópera que se representó por última vez: Der Freischütz, de Carl Maria von Weber. La acústica es de las mejores de Europa así que, si tienes la posibilidad, disfruta de una ópera. De lo contrario puedes hacer la visita guiada (catorce euros) para conocer su historia y ver las dependencias. 

No muy lejos de la ópera está el palacio Zwinger, para mí lo más bonito de la ciudad. Por fuera, parece una simple fortaleza, incluso con el agua bordeándolo por un lado, pero cuando atraviesas una de sus puertas descubres una gran plaza ajardinada en la que se asoman bellos edificios barrocos. Y es que, el palacio se construyó en 1709 sobre un bastión anterior. Al principio sirvió como un recinto ferial para torneos y otros juegos de la nobleza sajona, pero a los pocos años se construyó la galería y la puerta de la corona —lo más bonito del complejo y está en la parte de arriba—. Hoy esos edificios señoriales albergan distintos museos y puedes pasarte aquí toda la mañana. Y más si el sol brilla y te sientas a descansar junto a esa fuente que da vida al lugar. 

Dresde se puede visitar en un par de días pero es la puerta de entrada al parque nacional de la Suiza sajona, lugar que descubriré el próximo día. Eso sí, antes me voy a Radebeul para saborear un Riesling.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 89 (marzo 2022) de la revista Plaza

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