La Plaza del Mercado está tranquila a las seis y media de la mañana de un sábado de septiembre. Es pronto incluso para los trasnochados. Sí asoma ya algún extranjero arrastrando una de esas maletitas que permite Ryanair hasta el taxi que les espera con las luces parpadeantes. El Mercado Central es como una inmensa bombilla. Aún no ha abierto sus puertas pero parece que vaya a explotar de la luz que sale por las vidrieras y los ventanales. Enfrente, siempre imponente, está la Lonja. Y en medio, sentados en un banco con una media sonrisa, están César y Alicia. Este matrimonio de unos cincuenta y largos ha dejado la cajetilla de tabaco apoyada en el banco con el mechero encima y se han puesto a fumar con cara de satisfacción. Los dos cuentan, sin atisbo de culpa, que llevaban años sin fumar, pero que hace unos meses retomaron el vicio. No tienen prisa y uno no entiende, entonces, para qué esa necesidad de levantarse tan pronto, a las cinco de la madrugada. Pero a ellos se les ve a gusto con ese ritmo tranquilo, sin agobiarse, haciendo cada cosa a su tiempo.
Delante, a unos pocos metros, hay un par de bultos grandes. Son unas lonas que ocultan varios paquetes. Los trastos que acarrean cada día hasta allí para montar sus estatuas callejeras. Él se viste de duende dentro de un árbol. Ella, un poco más allá, en la confluencia con la calle de Sant Ferran, la de la librería Solaz y los abanicos artesanales de Burriel, hace de alfarera. Ese es su oficio.
Son las seis y media y no empezarán su ‘función’ hasta las diez de la mañana, pero ya insisten ellos en que les gusta hacer todo con parsimonia. El primer cigarrillo del día, montar el árbol, otro pitillo, el ritual de tomarse un café y un cruasán, otro cigarrillo, ir al baño, unas cuantas caladas más, maquillarse y, allá a las diez, quizá un poco antes, dependiendo de los cruceros que haya ese día en la Marina, después de varios cigarrillos más, empezar a trabajar.
Madrugan mucho. Fuman mucho. Se estresan poco. Es la vida que eligieron hace años. Esto les da el equivalente a un jornal y, como son felices y autosuficientes así, no tienen pensando cambiar. El duende es el hijo de un empresario del metal. César fue un chaval que prefirió trabajar a estudiar. A los 14 años se metió en un vivero de plantas a hacer injertos y otras faenas. “No me gustaba estudiar. Se podría decir que era muy callejero…”, cuenta con una sonrisa cómplice. Él y sus tres hermanos nacieron en el hogar familiar de Juan Llorens. No es que nacieran en un hospital y se criaran en esa calle. “No, no, nosotros nacimos en nuestra casa. Luego ya nos fuimos todos a vivir al Pouet, en Campanar, donde está el Bioparc. Entonces todo aquello era huerta. Allí no entraban ni los taxis”.
Una de las paradas de fuera, la que tiene justo enfrente el duende, Frutería David Martín, ha empezado a las siete a llenar de color el mostrador. A las 7.31 horas se apagan todas las farolas. Por detrás se escucha el sonido de las cajas que están descargando dentro. César y Alicia van con mucha más calma. A César le gustaba ir de joven por ese eje que va de la Lonja a la Estación del Norte, pasando por la Plaza del Ayuntamiento, en Fallas para ver a las estatuas y mimos que se colocaban por ahí para sacarse un dinero. “Siempre me llamaron la atención los artistas callejeros”.
Pero antes de convertirse en uno de ellos, en plena crisis económica, con cientos de negocios bajando la persiana, la fábrica en la que estaba trabajando César, cerró. Entonces se puso a pensar qué podía hacer para ganar algo de dinero. Se le ocurrió vestirse de payaso y viajar por España de fiesta en fiesta. Primero, hará diez u once años, fue a Santander y se colocó en la calle Burgos. Luego se marchó a San Sebastián, al lado de la playa de La Concha. Se ponía ahí, delante de la gente, y comenzaba a cantar las canciones de los payasos de la tele. A las cinco de la tarde tenía que parar. No le quedaba voz. Llevaba el traje de payaso y una bolsa cargada de pastillas, miel, propóleo…
El problema es que esa elección, la de payaso, limitaba su clientela al público infantil. Así que se puso a pensar en una alternativa. “Y así, pensando, pensando, no sé cómo se me ocurrió vestirme de duende del bosque. Su disfraz era tan elaborado que decidió llevarlo a una especia de campeonato del mundo de estatuas que se celebra en los Países Bajos. “No gané, aunque sí he ganado otros concursos en Petrer, Leganés y otros sitios… Cuando vota el público, gano”.
Luego se le ocurrió hacer otro atuendo para su mujer, que ahora se viste de alfarera junto a un torno. César dice que nunca le ha dado vergüenza. “Pero la calle es muy dura, eso sí. Y muy agradecida también. Sobre todo, la calle es muy sabia: si no lo haces bien, te tira; si eres bueno, te acoge. Pero ahí te encuentras de todo. Al principio hubo una persona que pasó por detrás y me soltó: ‘¡Vete a tu casa!’. Luego, otro día, pasó otro y me dijo: ‘Joder, mañana me pongo yo. Mira ese cómo gana dinero…’. Pero después, con el tiempo, ya lo asimilas y te importa menos. Es más importante el agradecimiento de la gente que te felicita que el tonto ese”.
César trabaja con un permiso del Ayuntamiento desde que comenzó a ganarse la vida en València en 2014 o 2015. Al principio se ponía en la plaza de la Reina, en la esquina con la catedral. Luego se trasladó a la calle que hace bajo el Miguelete. “Pero no sé lo que pasaba ahí que siempre hacía aire y me tiraba encima el agua de la fuente”. Porque el montaje de su personaje es muy elaborado y lleno de detalles. Tiene un par de ramas de las que cuelgan unas casitas de las que salen pompas de jabón. Hay una fuente. Hay un tronco adornado con pajaritos, setas, enanitos… “He ido añadiéndole elementos con el paso de los años porque en la calle tienes que llamar la atención”.
A las ocho suenan las campanadas del Ayuntamiento. Justo después, la megafonía del mercado. Ya empieza a haber algo de bullicio. Aparecen los borrachines tambaleantes en busca de un último trago o de la cama y se cruzan con los clientes madrugadores que avanzan hacia el mercado con el carro de la compra. Algunos paran primero en el cajero que hay detrás de César, que cuida al máximo cada detalle. El corcho de su árbol lo ha traído de la sierra de Espadán. También tiene un musgo que lo hidrata por la noche para que esté fresco a la mañana siguiente.
Pero César aún es César y viste con una camiseta negra en la que puede leerse ‘Sillas contra el hambre. Buñol 2027’ escrito con letras rojas. Luego lleva un pantalón corto y unas zapatillas de deporte.
Las palomas llevan rato alimentándose. No son ni las nueve y ya hay restos de comida por ahí. Una barrendera se pone a hablar con Alicia. Mucha gente les conoce. Alrededor ya no vive nadie. Sólo queda un edificio con autóctonos. El resto son todo apartamentos turísticos con la mesa y dos sillitas de tijera en el balcón. Un matrimonio que vive allí cerca, en la calle Caballeros, les desea que pasen un buen día. Luego aparecen dos niños, los hijos de unos amigos que han ido al Mercado Central.
Aún es reconocible. Todavía no ha cogido el espejito para pintarse los labios de morado ni la cara de verde. Aún no se ha pegado la nariz ganchuda de látex. Ni se ha calado el gorro puntiagudo del que cuelgan unos mechones blancos que le caerán por encima de las mejillas. Cuando eso ocurra, César será otro hombre. Quizá no un elfo, pero casi.
Antes ha mirado los cruceros que estarán hoy en València: el MSC Magnifica y el Fish 2. Uno transporta a 3600 pasajero; el otro, a 2900. En total, cerca de cinco mil turistas que desembarcan en València. Las dos última semanas de agosto descansaron y se fueron a Alcudia de Veo, un pueblo de la sierra de Espadán donde han heredado una casa, para huir del calor. Ellos también tienen vacaciones. Su trabajo se lo permite. Aún así, en los peores días, César nota las gotas de sudor cayendo por la nuca y por las piernas. También hay días que nota que algún insecto trepa por su cuerpo. Gajes del oficio.
Delante del árbol coloca una olla dorada para que la gente deje caer las monedas. Vive de eso. Ya aprendió que no sirve de nada achuchar al público, aunque a veces, si llevan mucho rato haciéndose fotos, les hace un gesto simpático para recordárselo. Una vez, en San Sebastián, un turista ruso le dejó un billete de cien euros. “Me hizo mucha ilusión, pero no vives de los que dan cien euros, vives de los que van poniendo un euro o menos. Porque sí, un día te pueden dar un billete de 10 euros, pero si otros no han echado treinta monedas… No me gusta hablar de dinero, pero nos sacamos un sueldo, como si trabajara en una fábrica”.
César tiene ya mucha calle y sabe que si te quedas quieto, los noctámbulos no paran de pedirle tabaco. Ellos no paran de fumar. Alicia le acompaña antes de irse a su esquina a prepararse. Ella trabajaba antes en una empresa de limpieza. Hace cinco años que se dedica a esto. Como su marido. Tienen un hijo, pero ya tiene 35 años y hace su vida. La pareja cuenta que el chico nunca se ha avergonzado de ellos, que le gusta lo que hacen. Desde el principio, cuando su padre, con un vestido de payaso que había sacado de Casa Picó, una antigua casa de disfraces de la avenida del Oeste, se ponía los sábados y los domingos en la bajada al estanque del Parque de Cabecera a hacer figuras con globos. Ahí veía pasar a los vecinos de Campanar y hasta a su suegro, que no le reconocían porque iba maquillado. Un día casi le entra la risa porque pasó el suegro y escuchó que decía ‘Mira qué listo, que se ha puesto aquí, por donde pasa todo el mundo’ sin saber que era él. Porque al principio sólo lo sabían Alicia, su madre y su hijo. La madre de César le ayudaba con la máquina de coser a rematar todos los trajes que se ha ido haciendo.
El Mercado Central ya está a tope. Son casi las diez y ya han abierto todas las paradas que tiene delante el duende: la tienda de frutos secos, la de los churros y la horchata… César parece sacado del Hobbit. Ya está listo, pero antes de meterse en el tronco, donde se sienta delante de un libro abierto, apura un último cigarrillo. Será el último hasta que acabe de trabajar, allá a la una o las dos. A las 9.56 horas ya está dentro. “Cuando ves a la gente llegar en grupos hablando italiano, ya sabes que son los cruceristas del MSC”. En un minuto ya tiene a seis italianas haciéndose una foto junto a él. César, el elfo, cambia el rostro serio y concentrado por una sonrisa pícara para salir más simpático en las fotos. Se ha metido de lleno en el papel y tiene varias muecas ensayadas para los turistas. Un minuto después llegan más visitantes. Más fotos. Otra moneda que cae en la olla. Muchos ponen cara de asombro al ver volar las pompas de jabón, la pequeña fuente de la que brota un chorro de agua gracias a un circuito cerrado y, sentado dentro de un tronco, un duende que les mira de reojo.