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La encrucijada / OPINIÓN

Economía y leyes

7/02/2023 - 

Me sorprende la confianza que mis amigos, licenciados en Derecho, depositan en las leyes. Tengo que aclarar que no me considero en absoluto un libertario de la nueva ola y que confío firmemente en el Estado de Derecho, por más que me decepcione, como a muchos, el funcionamiento de la Justicia, las luchas internas entre sus asociaciones de funcionarios, la interpretación líquida de las normas y el alejamiento de los agentes directos de la Justicia del resto de ciudadanos. Espero que algún día existan vías de diálogo entre los destinatarios de las leyes y quienes las aplican o contribuyen a ello. Que jueces, fiscales y letrados bajen a la arena de la realidad vivida por los demás, en lugar de permanecer atrapados, puede que a su pesar, bajo inmensas moles de recopilaciones legislativas, jurisprudencia y doctrina jurídica.

Sin embargo, de momento, gana el escepticismo. Porque parece como si la frontera para ser considerado alguien en el mundo de la administración residiera en la elaboración de una propuesta de ley que, una vez aprobada, permita a su impulsor sentirse reconocido por la Historia en algún ejemplar del Diario o Boletín Oficial y, al mismo tiempo, considerarse ilustre reformista y artesano de la prosperidad ciudadana. Una gratificación personal que sería bien merecida si no fuera porque, en el abundante tráfico de leyes, una parte responde a demandas sociales explícitas, mientras que la otra abre puertas a intereses particulares y sectoriales o es, sencillamente, insustancial en sus propósitos e inútil en los medios que propone.

Aun en el mejor de los casos, resulta entrañablemente ingenua la confianza que algunos administradores de lo público confieren a la aprobación de nuevas leyes. Si se repasa su articulado se llega a la conclusión de que gran parte de su contenido sería reconducible a decretos y otras normas que no precisan de sanción parlamentaria y que, en cambio, aportan vías de mayor rapidez y flexibilidad tanto para su tramitación como para el cambio de algunos de sus puntos si, en la práctica, se aprecia lo desacertado de sus previsiones.

La confianza roza el cielo cuando el impulsor de la ley sostiene que, con ésta, se modificarán rápidamente diferentes hábitos merecedores de cambio o recibirán su merecido quienes se atrevan a desafiar las obligaciones que la nueva norma establece. Para crear el clima apropiado, a medio camino entre lo taumatúrgico y lo desasosegante, se resaltan las infracciones más graves y las elevadas sanciones que, de no respetarse la nueva ley, recaerán sobre sus infractores. 

Cuando esto ocurre, no hay más que acudir a la relación de puestos de trabajo de la administración correspondiente y sumar cuántos de ellos tienen como desempeño la inspección y gestión de aspectos punitivos relacionados con la nueva ley. Esta cifra puede ser irrisoria y no debe extrañar que así ocurra: suele suceder que los medios para la aplicación de las leyes de nuevo cuño se confíen a la aprobación de futuros presupuestos y a la bondad, llegado el momento, del correspondiente departamento de Hacienda. Una esperanza poco realista porque el valor político de las funciones de inspección y sanción no cotiza en los mercados prioritarios de las finanzas públicas.

¿Qué puede hacer, mientras tanto, un puñado de funcionarios cuando su cometido es el de inspeccionar miles o centenares de explotaciones agrarias, talleres, comercios, residencias, nuevas urbanizaciones, explotaciones de aguas subterráneas o pisos turísticos? Pues hacer lo que se puede, con más voluntarismo que eficacia y mayor frustración que contento profesional. Pero el fracaso de la ley aún puede ser más intenso si la sanción aplicada alcanza los máximos previstos. Basta repasar las sanciones millonarias impuestas por los reguladores de la competencia: a mayor multa, mejor y más intenso es el trabajo jurídico contratado por los sancionados; una reacción que la administración no puede imitar con sus recursos, salvo en ocasiones muy especiales, lo que conduce a que la mitad de las sanciones sean revocadas por los tribunales.

En España sucede, además, que la rama de la Economía que estudia su relación con el Derecho vive todavía en los arcenes de la investigación. A diferencia de los países que siguen la tradición jurídica anglosajona, aquí cuesta encontrar trabajos que, por ejemplo, identifiquen el daño global y regional que sufren empresas y trabajadores cuando otras firmas quiebran o, simplemente, entran en concurso de acreedores y obtienen una quita de sus dolidos acreedores. O las pérdidas que, en ésta y otras circunstancias, experimentan Hacienda y la Seguridad Social. Al anterior capítulo cabe añadir el desconocimiento sobre la relación coste-beneficio de las regulaciones legislativas en general, y de las económicas en particular, las consecuencias del débil ritmo judicial español, la cortedad material de los órganos de arbitraje existentes y la evolución de la desigualdad que se desprende de los anteriores fallos. Y, en el anexo de lo ausente, qué decir de la conveniencia de saber el coste directo e indirecto que experimentan personas y organizaciones a consecuencia de las obligaciones administrativas existentes para que, desde ese conocimiento, surja un estímulo a favor de su reducción.

Finalmente, aunque suene paradójico, la publicitación de una futura ley puede ocultar el propósito de demorar la solución al problema existente. Cuando las ideas no están claras o existen potenciales confrontaciones y se desea ganar tiempo, nada como anunciar una ley sobre la materia, nombrar a un grupo de expertos que preparen un informe previo sin ahogos para concluirlo y abrir una página web que recoja las sugerencias iniciales de la ciudadanía, las posteriores al informe técnico y, así, sucesivamente. A poco que los cálculos no fallen, concluirá la legislatura y la preparación de la gran ley pasará al siguiente gobierno, si éste estima que su necesidad permanece. Sí, es múltiple la utilidad política de las leyes: cabalgan incluso cuando no existen.

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