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el callejero

El abogado del rock

Foto: KIKE TABERNER
5/06/2022 - 

VALÈNCIA. Javier se ha quitado el traje a mediodía y pasa la tarde en el despacho en mangas de camisa. Chuta el aire acondicionado al máximo en una habitación donde una cuadro llama la atención: es un paisaje de la playa con colores muy llamativos que distorsionan entre otros cuadros más sobrios. La pintura es de la hija de Javier Andani, un abogado de 56 años que a la noche volverá a mudar, esta vez a la camiseta negra y los vaqueros, para acudir al local de ensayo para tocar con parte de su banda, ACME Rock.

Este letrado penalista y mercantilista perdió a su padre con trece años. Un cáncer se lo llevó cuando tenía solo 53. Un golpe, claro, pero con el tiempo, viéndolo todo en perspectiva más de cuarenta años después, Javier cree que aquello le convirtió en una persona más despierta, más dinámica, con más inquietudes.

Esa flexibilidad fue crucial en su vida. Javier era de ciencias y su aspiración era convertirse en veterinario, pero en aquellos años esa era una carrera que solo se podía estudiar en Murcia y Zaragoza y tenían prioridad los autóctonos. "Mi nota era decente, pero no me dio para entrar", recuerda. Alguien le dio una alternativa: matricularse en Biología y hacer un curso puente. Pero aquel chaval empezó a ir a clase y se dio cuenta de que aquello no era para él. Su último recurso era ir a la calle de la Nave y ver qué quedaba libre. Y ya se sabe: el que vale, vale y el que no, para Derecho.

Foto: KIKE TABERNER
La sorpresa fue que le encantó. Así que decidió terminar la carrera, pero en su familia, una familia humilde, con dos hermanos, sostenida por una mujer viuda, que era funcionaria, no había nadie de leyes. No tenían contactos. "Así que ahí llevo luchando 31 años", advierte el abogado, que lleva un discreto arete en la oreja izquierda y una medida melena gris recogida en una coleta. Porque Javier Andani es abogado y rockero. Una afición, la música, que en parte le viene de la desgracia paterna. "Nunca me he sentido diferente por ser padre. Eso sí, me hizo reflexionar y aprender que la vida hay que aprovecharla. Y soy muy inquieto y exprimo cada minuto de mi vida".

Por eso cada mañana sale de su casa en Almàssera en su bicicleta eléctrica Qwic, pedalea entre los huertos y cruza la ciudad hasta llegar a la coqueta calle Maestro Clavé, en el cogollo de València. Y después de un día entero trabajando, desanda el camino, cena y se planta a las diez en el local de ensayo de su pueblo, que es el de su mujer, para tocar un rato con algunos de sus compañeros en ACME Rock, un grupo de tributos a la música pop-rock de los 80 y los 90 que está calando hondo. La filosofía de la banda es ciertamente particular y una de sus premisas, como ninguno se dedica a esto en exclusiva ni tiene fantasías con llegar a convertirse en Fito y los Fitipaldis, es hacer muy pocos conciertos, así que cada aparición es un acontecimiento y cuentan sus bolos por llenazos en salas medianas como Jerusalem, el Loco o Rock City, en Almàssera, donde se podría decir que tienen su sede.

Una historia de amor providencial

Lo de los conciertos es algo relativamente reciente. "A mí la música me apasiona de toda la vida. He tocado la guitarra acústica muchísimos años, pero sin más pretensión que tocar un instrumento. Pero como soy muy inquieto, un año me entró curiosidad por experimentar con la guitarra eléctrica. Hará 15 años. Me metí y me apasionó, pero no tenía el objetivo de montar un grupo. A mí me gustaba el blues, también el jazz, y ahí es donde me desenvolvía mejor".

Foto: KIKE TABERNER
Su mujer, al contrario que él, que proviene del barrio del Carmen, es de Almàssera. Ella tenía una amiga de la infancia que pasaba las vacaciones en Chequilla, un pueblo de Guadalajara donde un año vivió un amor de verano que se lo llevó el otoño. Él se quedó en Guadalajara y nunca se casó, al contrario que ella, que volvió a València y formó una familia. Al cabo de unos años, ella se separó de su marido y, por una carambola, la noticia le llegó a aquel antiguo rollo de verano. El hombre, que no la había olvidado, cogió y un día se plantó en València. Poco a poco fueron retomando la relación y él, cuando cerró la empresa donde trabajaba en Guadalajara hace ocho años, decidió empezar de cero en Almàssera.

El problema era que no conocía a nadie más, así que su pareja le pidió a su amiga si Javier podía sacar por ahí algún día al otro Javier. Una noche recibió la visita del manchego en su casa y, nada más entrar, este se fue directo a ver las guitarras que el anfitrión tenía por ahí. Las cogió, las sopesó y le contó que él tocaba el bajo. Un día quedaron para tocar y ahí sí surgió la idea de montar un grupo sin mayores pretensiones. Su objetivo no era salir a un escenario sino reunirse todas las semanas y 'jugar' a los rockeros. Los Javieres comenzaron a buscar a otros músicos. Ninguno conocía el mundillo de las bandas en València. "El primer shock fue escuchar que te decían que para tocar tenías que pagar. Así que yo me propuse entrar en este negocio de otra manera. Quise crear un producto para no tener que pagar y que me llamaran para tocar. Ese se convirtió en mi objetivo".

El abogado creció con la música de los 80, especialmente la de grupos españoles como Los Secretos, Nacha Pop o Gabinete Caligari. Y cuando formaron la banda descubrió que a la gente de su quinta le siguen entusiasmando las canciones de aquellos grupos, de Miguel Ríos, de Tequila, de Héroes del Silencio... "Ahora tocas una canción de Hombres G, que a mí no me van demasiado, y la gente se vuelve loca".

Una noche acabó en la Sala Jerusalem, en Convento Jerusalén, y vio que actuaba un grupo que se llamaba No Comment. "Yo no sabía que hacían actuaciones allí. Y menos con este tipo de música. Me impactó mucho porque lo hacían muy bien y porque vi que el público era gente de mi edad. Y, además, vi cómo funcionaban las barras. Porque la gente de mi edad tiene cierto poder adquisitivo y cuando sale, que no son todas las semanas, le da igual gastarse ocho euros en una copa que diez. Ese día tuve claro que ese era el producto que yo quería".

Vientos en vez de sintetizadores

Pero Javier Andani no estaba dispuesto a crear un grupo al uso. Vale, iban a hacer versiones, como todos, pero a su manera. Como nunca le entusiasmaron los sintetizadores, decidió que los iba a sustituir por otros instrumentos. Y en su cabeza sonaban los vientos. Pero no quería unos músicos cualquiera, quería buenos músicos, así que se fue a hablar con un amigo que era el jefe de estudios del conservatorio de Moncada. "Le propuse unirse al grupo y que me consiguiera trompetas y un trombón de varas. Él fue quien me presentó a los actuales miembros del grupo. Así que tenemos a dos directores de conservatorio y a un arreglista. Les encantó el proyecto, un proyecto muy claro: tocamos muy poco porque no tenemos tiempo; selecciono mucho dónde y cuándo tocamos porque quiero llenar. Por ejemplo, tocamos en Jerusalem, hicimos pleno y nos salieron cinco conciertos a los que hemos dicho que no. No por prepotencia, es que no podemos".

ACME Rock lo integran nueve personas. Nueve músicos que creen en la idea primigenia de los dos Javier. Apuestan por la calidad interpretativa, la calidad del sonido y la calidad de los locales. Por eso ensayan mucho y preparan cada concierto de forma casi obsesiva durante semanas muy intensas. El día del bolo solo importa una cosa: hacerlo bien. Por eso, después de alguna actuación con algún músico pasado de rosca, añadieron una norma: prohibido beber antes de los conciertos. A la porra con la leyenda de los viejos rockeros. Su propósito, poco a poco, y ya lo van consiguiendo, es sustituir a los amigos incondicionales por público que realmente le guste ACME Rock.

Foto: KIKE TABERNER
ACME, en realidad, es otro guiño generacional. ACME era el nombre de la dinamita que usaba el Coyote para cazar a Correcaminos y que, al final, siempre se volvía en su contra. A Javier le daba rabia que siempre ganara el mismo y por eso, por hacer algo de justicia, el abogado ideó un logotipo en el que el Coyote tiene cogido por el cuello al listillo de Correcaminos.

El último concierto serio fue el 23 de abril en la Sala Jerusalem. Un buen día que acabó en una muy mala experiencia. Ese día llenaron la discoteca. Casi trescientas entradas vendidas. La barra echando humo a más de diez euros la copa. Un buen bolo y la gente entregada. Una jornada redonda. Al acabar, Javier se acercó a pedir una cerveza y le dijeron que habían cerrado las barras. Quedaba toda la noche por delante y les estaban echando. Después de ellos había una sesión de José Coll, un Dj que se ha hecho un nombre pinchando 'remember' con su camiseta de Superman. Los dueños de la sala no esperaban que esos 'abueletes' llenaran antes, así que vendieron otras entradas para la segunda sesión. Aquella noche se encontraron con la sala a reventar y, fuera, una cola enorme. La solución que creyeron más acertada fue desalojar a los primeros para que entraran los segundos. "La sala me gusta y tiene un técnico de sonido muy bueno, pero no creo que volvamos. Eso no se hace. El jefe de sala me dijo que me iba a arrepentir, y es posible, pero yo no vuelvo a llevar a trescientas personas para que paguen quince euros y luego les echen a la calle. A nosotros no nos compensa".

Foto: CEDIDA
Es la ventaja que les otorga tener una profesión al margen de la música. Porque Javier es abogado, pero el otro guitarrista es ingeniero, el batería es químico, el cantante es profesor de Educación Física y jefe de estudios... Pueden negociar, apretar, poner las entradas más caras que nadie de su perfil... Son dueños de su proyecto. "Al final damos un producto que ni yo me lo esperaba. Quizá porque dosificamos mucho los conciertos y no lo hacemos mal. La gente disfruta de las dos horas de concierto. El nuevo cantante nos ha hecho mucho más dinámicos. No hay tregua".

El payaso guitarrista

Su último bolo lo abrieron cosiendo tres canciones seguidas: Ojos de perdida (Los Secretos), una versión con vientos de Nena (Miguel Bosé) y La Chica de Ayer (Nacha Pop). Luego siguieron con Tócala, Uli (Gabinete Caligari), Mescalina (Rebeldes), Sufre mamón (Hombres G), Ni tú ni nadie (Alaska y Dinarama), Resistiré (Dúo Dinámico), Mi gran noche (Raphael), Rock en la plaza del pueblo y Salta (Tequila), Maggie despierta y Carolina (M Clan), Maneras de vivir (Leño), Pacto entre caballeros (Sabina) y Clavado en un bar (Maná). Cuando se acercaba el final, contraatacaron con Loquillo: Cadillac Solitario, Ritmo del Garaje y Feo, fuerte y formal. Después rompieron con el mítico Sweet Caroline (Neil Diamond) y acabaron con una mezcla de varias canciones y una versión de Un beso y una flor (Nino Bravo).

Aunque ya están preparando cambios para su siguiente concierto, que no será, salvo sorpresa, hasta el 28 de octubre en Rock City, su casa. "Es la sala perfecta para nosotros porque caben 436 personas y creo que la podemos llenar. Antes de la pandemia hicimos dos conciertos en tres días y vendimos todas las entradas". En una de sus actuaciones se la jugaron. Era Halloween y dijeron que era obligatorio ir disfrazado. Ellos pensaban que se disfrazarían ellos y unos pocos del público. Pero salieron al escenario y vieron que todo el mundo llevaba su disfraz. Tiempo después, antes de su cumpleaños, su hija pequeña, Amparo, le pidió una foto de aquel concierto en el que su padre tocó la guitarra vestido de payaso. El día de la fiesta le regaló la fotografía convertida en un cuadro que hoy cuelga a la entrada del despacho de abogados.

Él quiso transmitir su pasión por la música a sus tres hijos. No lo consiguió. El mediano, Nacho, que tiene 21 años y que nunca va a verle porque lo que a él le gusta es el reguetón, prefirió el baloncesto, pero la mayor, Paula, que tiene 23 y ya está en el despacho, tocó el clarinete, y Amparo, la pequeña, de 15, optó por el oboe, aunque tiempo después le sorprendió queriendo aprender a tocar la guitarra. Javier la puso en manos del que también fue su maestro, Chris Watson, un británico de Liverpool que lo mismo te enseña a tocar la guitarra que a hablar en inglés. "Su padre también es guitarrista y tiene un grupo en Londres. Cuando viene a verlo nos juntamos y hacemos una jam session".

El caso es dejarse llevar por la música, su mayor afición. Su último concierto fue el de los Despistaos y esta semana estaba echándole un ojo al cartel de Viveros para decidir quién iba a ver. Lo suyo, lo de ACME Rock, es una rareza. Dos, tres, cuatro conciertos al año. Nada más. "No dejamos que nadie se flipe con dedicarnos a esto o tocar más para que sea más rentable. Al que ha ido por ese camino lo hemos sacado del grupo". Por eso, quizá, cada vez que se anuncian vuelan las entradas. Canciones de los 80, rock, guitarras y vientos. Un químico, un profesor, un abogado... ¿La banda más extraña del panorama musical valenciano?

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