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EL CALLEJERO

El alcalde de la calle Roteros

16/08/2020 - 

VALÈNCIA. Jota Jota aparece por el centro de la calzada de la calle Roteros sin caer en que, desde una pared, le vigila The Photographer, la ya reconocible figura de un misterioso hombre oculto tras un objetivo, la enigmática obra de MRBT62, el seudónimo de un artista callejero, prácticamente anónimo y casi septuagenario, que ha dejado su impronta por media València. Pero Juan José Pérez Benlloch -a partir de ahora JJ- ya no está, a sus 84 años, para zarandajas. Porque si hay alguien que se entera de todo lo que pasa en la calle Roteros es él y no ese curioso Photographer tocado con un sombrero.

No hace mucho los dominios de JJ iban mucho más allá de la calle Roteros. Durante décadas fue una de las plumas de referencia en la ciudad. Una de esas firmas (JJ Pérez Benlloch desde que un día no cabía el nombre entero en una columna del diario Informacionesbadil de Madrid y exigió guillotinar antes su nombre que el apellido que daba entidad al vulgar Pérez) que las fuerzas vivas de esta región leían nada más despertarse.

Ahora ha perdido el dardo de la palabra impresa y se ha convertido en un jubilado, un viejo prefiere decir él, que la víspera se sentó con su hija, de 53 años, a solas en un restaurante por primera vez en su vida. "Noté que hay un abismo entre ella y yo. Y es normal. Yo no tuve tiempo de estar con mis dos hijos: estaba muy ocupado haciendo periódicos...". Un viejo al que, cuando la conversación se enreda en naderías, le cae un velo en la mirada, pero que, cuando el tema le apasiona y le concierne, aún se enciende con la pasión del director de publicaciones que no tenía piedad y estira el dedo índice para enfatizar lo que dice.

"Yo no tuve tiempo de estar con mis dos hijos: estaba muy ocupado haciendo periódicos..."

Y ahora, cuando su vida titila, hace el titánico esfuerzo, por respeto al periodista, o, más bien, a la profesión, de mirar el retrovisor y desandar lo vivido a lo largo de 84 intensos años. Desde que no era más que un recién nacido en Moixent, el destino de su padre, un médico de Xàtiva, en vísperas de la Guerra Civil. Los primeros giros de sesgo político, algo recurrente en su vida, que le llevaron a Torrent a vivir con la familia de su padre cuando este fue movilizado por el ejército republicano, mientras su hermana, Reme, trece meses más joven, se iba con la familia de la madre. Y cómo luego acaba la guerra de las dos Españas y tienen que mudarse a Elche porque su padre había terminado la guerra preso y no le quedaba más salida que el destierro a más de doscientos kilómetros de València.

Foto: KIKE TABERNER

"Entonces tuve la juventud propia de la posguerra. Mucha vida de calle, donde no había tránsito pero sí peleas a pedradas. Mis años estudiando Bachiller en un colegio privado donde no me dejaban hablar en valenciano y las escapadas al campo para robar peras o albaricoques con los amigos. Pero no por gamberrismo sino por pura supervivencia; años después caí en que todos mis amigos habían perdido a sus padres en la guerra", explica JJ, ya sentado a una mesa de La Matilda, uno de sus refugios en Roteros, mientras mete la primera cucharada en la paella como si fuera una excavadora.

El que habla no es un viejo, es un hombre lúcido con un verbo admirablemente preciso al que le da pereza detallar una parte intrascendente de su vida, la de sus años de estudiante, y que transmite impaciencia por llegar a lo que él considera capital, sus años cortando el bacalao de la política valenciana. Mientras, no presta atención alguna a uno de esos estrechos relojitos 'fit' -¿qué le regalas a un viejo?- que debió caerle en el último cumpleaños, pese a que los minutos se consumen más rápidos que el arroz.  

Ya hemos llegado a València, adonde vino para cumplir el sueño de su padre, estudiar Medicina. Pero, incomprensiblemente, y sin avisar a nadie, acabó matriculándose en Derecho. "No tenía ninguna vocación pero fui a la facultad de Medicina a informarme y aquello olía a formol y a difunto...". No era un buen estudiante ni tenía un gran interés por los libros, pero se sacaba los cursos. Y cuando se le atascó una asignatura como Mercantil, preguntó dónde era más fácil aprobarla y se fue a Oviedo a quitársela de encima. Y luego a Salamanca, que le gustó tanto que, tiempo después, se convertiría en uno de sus primeros destinos como periodista.

El rescate de sus padres

El joven Juanito era un chaval delgado al que se le daban bien los deportes. El día que abrieron en Elche una piscina olímpica, de 50 metros, descubrió que le encantaba pasar el tiempo allí dentro con la gracia de un delfín. Aquella virtud fue providencial el verano que la familia se fue a Guardamar del Segura, un lugar famoso por la peligrosidad de su playa, de aguas traicioneras. Tanto que un día le tocó al avezado nadador echarse al mar para rescatar a su madre, que ya veía cómo se ahogaba. Y minutos después a por su padre, que no sabía nadar y empezaba a notar que se lo tragaba el mar.

Foto: KIKE TABERNER

El estudiante de Derecho fue tan activo en el SEU (Sindicato Español Universitario) como en el club universitario de la calle Comedias donde se celebraban las fiestas. "Venía poca gente a bailar. Hasta que un día se fundió un plomo y, cuando volvió la luz, descubrimos a todas las parejas morreándose. Corrió la voz de que allí había poca luz y al domingo siguiente ya estaba a tope. A mí, la verdad, nunca me faltaron novias", advierte, sin asomo de coquetería, este hombre de 84 años que no debe peinarse muy diferente, con flequillo y raya a un lado, a cuando iba al colegio de Elche.

Después de Derecho vino la mili. Primero en un lugar muy apacible en Monte la Reina, en Zamora, y después, por el ansia de estar junto a sus amigos de València, en Ronda (Málaga), en un campamento que describe poco menos que como el infierno de Dante. Allí recibió la noticia de la muerte de su padre, con solo 53 años, y allí también un colega le convenció para matricularse en Periodismo porque así les daban tres días de permiso para irse a Madrid.

Salió adelante con la ayuda de su tío Vicente y algunos trabajillos de 'negro'. "Hacía 'entrevistejas' para revistas a actrices jovencitas que nos enviaban los periodistas veteranos. Nosotros las escribíamos por una miseria y ellos las firmaban". En Madrid fue a ver una de las famosas 'manis', como quien se queda en la barrera de un encierro en Pamplona, y acabó en el calabozo 'calentito'. "Me tiré tres días en jefatura y a partir de entonces me tomé la política en serio: qué pasaba en este país, qué era la derecha y qué era la izquierda...".

Con el segundo título en el bolsillo, se marchó a Bilbao con un amigo para trabajar en la imponente redacción de El Correo Español. "Pero bajé del tren y me dije que allí no aguantaba ni un mes. Era oscuro, húmedo, solitario... No encajé y poco después me dijeron que me esperaban en Madrid para trabajar en el Informaciones. Me fui a la capital y al llegar al periódico allí nadie sabía nada de mí. Estaba claro que en Bilbao me habían quitado de en medio".

Foto: KIKE TABERNER

Su siguiente destino fue Salamanca, una ciudad que sí le gustaba. Allí aprendió el oficio en El Adelanto, donde, por las mañanas, solo trabajaban el director y un redactor, que era él. Luego, por la tarde, llegaban refuerzos de compañeros que estaban en el Ayuntamiento o la Diputación. El primer día le mandaron a cubrir un estreno de teatro, pero le dijeron que no llevaba entrada y se volvió de vacío a la redacción. Eran tan pocos que si uno no iba, le tocaba sustituirle. Y llegó el día en que enfermó el cronista taurino. JJ llegó perdido a la plaza, pero se sentó al lado de un hombre mayor, le explicó lo que pasaba y le pidió ayuda. "Fui anotando todo lo que me decía aquel viejo y logré salir airoso".

Novio de Charo López

En Salamanca, donde estuvo saliendo con Charo López, la actriz salmantina que después se convertiría en una celebridad, le llegó la segunda noticia fatal, la muerte de su madre, que, con 47 años, falleció más joven aún que su esposo. Aquello precipitó su regreso a València. Pero antes vivió un trance que fue providencial en su carrera como plumilla. "Estábamos en la pensión, sentados en la mesa camilla alrededor de un brasero. De repente la dueña me dice: 'Juan, pásame la badila'. Yo no sabía lo que era eso. Y la mujer, 'Juan, que me pases la badila'. Al ver mi cara de desconcierto, uno me soltó: 'La paleta esa para apretar el fuego del brasero'. Entonces entendí que cada cosa tiene su nombre. A partir de aquel día comencé a pegarme al diccionario y a leer con mucha más atención para fijarme en cada palabra. Cambié mi vocabulario y lo enriquecí".

JJ volvió a València. "Era un abogado con título y un periodista sin periódico, pero tuve la fortuna de cruzarme con Vicent Ventura, una figura capital en mi vida", recuerda. Este le mandó a trabajar a Valencia-fruits, donde terminó de hacerse periodista a la sombra de "un gran director" como Martín Domínguez. Luego vinieron otras publicaciones y la obsesión por el tercer diario en la ciudad. "Ahí me entró el gusano del periodismo y toda mi orientación ya fue sacar periódicos y revistas, como el Qué y dónde, que no lo inventé yo pero cayó en mis manos, lo rescatamos y en un año equilibramos la difusión de la Turia, que estaba en 15.000 ejemplares. Ahí incorporamos, cosa inédita en València, a Joan Fuster como columnista de honor en la página 5. La revista iba tan bien que el impresor y editor me dijo de pensar en un periódico diario. Me puse a la faena en un momento en el que solo estaban Las Provincias y el Levante, que era una ruina y se repartía en los bares para falsear la difusión. Sacamos un par de revistas que nos sirvieron para saber dónde estaban el dinero y los lectores. El dueño del Crónica me pidió 30 millones de pesetas por la cabecera. Yo recuerdo que me entró un ataque de risa mientras aquel hombre se enfadaba cada vez más a medida que aumentaban mis carcajadas".

En 1980, con JJ Pérez Benlloch al frente, nace Diario de Valencia. "Hicimos el consejo de administración y cometí un error garrafal: meter al PSOE, que fue meter a la zorra en el gallinero". Aquí es necesario dar otro paso atrás y mirar en perspectiva el oficio en aquellos años de la Transición. Porque el periodista no era solo periodista. JJ fundó el PSPV junto a Vicent Ventura y fue parte de Los 10 de Alaquàs. "Primero fundamos los Grupos de Acció y Reflexió Socialista, pero como GARS no podía venderse por los pueblos, se convirtió en PSPV. Hasta que llegó Ernest Lluch y lo jodió todo porque lo quiso unir al PSOE. Los veteranos nos salimos".

Foto: KIKE TABERNER

Antes participaron en Los 10 de Alaquàs, "la reunión para la constitución de un Consell marginal y subversivo", pero les cogieron. Años más tarde, un policía le confesó cómo dieron con ellos. "Fue muy sencillo", le dijo. "La Policía sabía que se estaba cociendo algo, así que hicimos una lista de personajes que podían estar detrás y cada día seguíamos a uno. Un día le tocó a una chica de los Carlistas (Laura Pastor) y nos llevó a un convento a la entrada de Torrent, donde estabais todos". JJ lo cuenta entre carcajadas, después de haber salido a la terraza con un vaso ancho con un chorro de whisky con hielo. Pero aquello fue de todo menos descacharrante, como aclara él mismo con la ligereza que da el paso del tiempo: "Cuando sacamos los papeles, entraron unos tíos con pistola. A mí me pareció de película. Entraron al grito de 'no toquen los papeles' mientras uno, Josep Guia, se comía dos o tres. Ahora, cuando lo veo, siempre le suelto: 'Ja has digerit això?'".

Una pluma temible

Aquellos fueron años frenéticos. Diario de Valencia necesitaba que el Levante terminara de hundirse. Y, según JJ, estuvo a punto. "Hasta que Moll pagó los 600 millones en la tercera subasta después de que nadie ofreciese un duro en las dos anteriores. Aquello acabó con nosotros y, cuando estábamos a punto de cerrar, me llamó María Consuelo Reyna (entonces directora de Las Provincias), que era nuestra contrincante, y me preguntó si íbamos a aguantar. Le dije que no teníamos ni papel y ordenó enviarnos dos bobinas. A ella, estratégicamente, le interesaba que le plantáramos cara al Levante".

"Yo tenía una pluma jodida, no sé si corrosiva, pero era afilada. Como además aprendí lo de la badila, tenía vocabulario y eso me permitía insultar a quien quería y desconcertarle"

Aquel proyecto no cuajó. Pero vinieron más. Y, mientras, él seguía enviando artículos casi todos los días a periódicos de Madrid y Barcelona. A mediodía, cuando paraban para comer, se iba al Maipi, en Ruzafa, y se juntaba con otros periodistas. Y por la noche, cuando acababan de cerrar el periódico a las tantas, a un bar de copas de la calle Rialto. Y así un día tras otro. "Para mí fue la mejor época. Es que era el amo, joder. Los periódicos eran míos. Y pegaba palos, escribía los editoriales que me daba la gana... Yo tenía una pluma jodida, no sé si corrosiva, pero era afilada. Como además aprendí lo de la badila, tenía vocabulario y eso me permitía insultar a quien quería y desconcertarle; utilizaba el castellano y escribía que el alcalde de València era un gusarapo, que no es más que un gusano pero que parecía un insulto terrible".

Estar siempre en el ajo equivalía a no estar nunca en casa. Encima, después de cerrar una publicación, empezó a trabajar en una agencia de publicidad. "Por primera vez gané dinero de verdad. Como periodista no gané un duro, pero ahí sí y me pude comprar un apartamento en El Saler". Allí acabó cuando se separó, antes de instalarse definitivamente en la calle Roteros. Como no estaba con sus hijos, estos crecieron sin aprender a hablar en valenciano, una especie de merecida condena. Porque él sabe que no estuvo, como reflejó en la dedicatoria de sus memorias, tituladas Al cierre (editorial El Tábano): "A Bela y a nuestros hijos, Isabel y Juan, que se llevaron la peor parte de este ajetreo".

Foto: KIKE TABERNER

Aunque lo peor de llevar ese tren de vida fue el infarto que casi le cuesta la vida en 2001. "El año que me morí", explica con frialdad delante de un segundo escocés. "Fue muy severo. Entonces bebía más que fumaba, pero no fue por eso sino por la tensión. Hacía periodiquitos para Moragues (un editor), escribía para Barcelona, para Madrid... Y ya tenía 64 años. Me di por perdido. Cuando desperté, me vi en la UCI y que por una ventana me miraban mi hijo y unos desconocidos, pensé: 'Hostia puta, esto es la despedida'". Pero se recuperó y siguió escribiendo hasta que El País cerró su delegación en Valencia. Entonces le ofrecieron seguir mandando su columna, pero gratis. Y por ahí no pasó. Su dignidad estaba por encima de su desmedida pasión por el oficio.

El periodista dejaba la pluma, la Underwood y el ordenador después de entregarse en cuerpo y alma a una profesión en la que se permitió admirar a otro colegas como Ernesto Ekaizer, "el más preparado de todos"; Enric Juliana, "el mejor cronista político", y Santiago Segurola, "el número uno en Deportes". Y en València intentó parecerse en algo a Martín Domínguez "por su gran cultura y su instinto periodístico", y a Vicent Ventura "por la fuerza que le metía a todo".

Ahora sigue bajando al kiosco a diario y lee todo lo que cae en su mano. Hace tiempo que asumió que era un viejo, como a él le gusta decir, y que eso son mucho más que dolores cuando te levantas de la cama cada mañana. "A esta edad no me da miedo la muerte, aunque siempre es algo impresionante. Hay una fisiología que se acompasa y, mientras, te vas distanciando de las cosas. Yo ya voy perdiendo el diálogo con la gente, o directamente me enfado... Sabes que ya no estás en este juego, que ya no pintas nada. No puedes escribir en un periódico, contestar esto, decirle algo a un político... Te resignas, pero claro que me jode. Y aguantas menos las frivolidades. Dejas de entrar al trapo porque con esta edad ya no convences a nadie".

Aunque tiene otra frase, más corta y más jocosa, para definir este último tramo de la vida: "Los viejos no sonríen, y el que sonríe es gilipollas". Pero nada más soltar la frase lapidaria estalla en otra carcajada y sonríe con amplitud. Porque hoy está muy despierto después de haber hecho un recorrido tan largo, de 84 años, ni más ni menos, de haber repasado su trayectoria, los periodiquitos y hasta aquella astracanada que fue la ascensión de Paco Roig a la presidencia del Valencia CF. Él, un culé con bandera azulgrana en casa, que tampoco hay que tomarse la vida tan en serio. Y aunque piense que no, aún le quedan cosas por hacer. Como estar con sus cuatro nietos. O comer por segunda vez con su hija. O, sencillamente, salir a la calle, su calle, y echar un ojo a ver cómo está el barrio. Como si fuera The Photographer.

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