VALENCIA. Un cuadro en sí mismo no es nada: una tela clavada a un bastidor donde alguien ha explicado, sigue y seguirá explicando algo mediante un lenguaje que es la pintura. Por mucho que desde los postulados más modernos se empeñen en matarla, la pintura resucita como la bestia de una película de ciencia ficción. Son palabras del historiador del arte y anticuario catalán Artur Ramón que explican el poder de la pintura desde que el hombre es hombre. Una especie de necesidad humana de plasmar sobre los más variados soportes una especie de imagen-espejo de la realidad, o de la personal percepción de esta, para congelarla.
Hay lugares de trabajo, laboratorios, estudios, que son un viaje al futuro, mientras otros, los menos, lo son hacia un mundo pretérito. Existen por una extraña necesidad, más romántica que práctica, de llevar el estado de las cosas al momento en que fueron concebidas y creadas. Restaurar un cuadro es iniciar un viaje hacia un tiempo sucedido. Retirar los barnices oxidados y repintes posteriores es pilotar una máquina del tiempo hacia aquel acto primigenio en que el autor en su estudio o “a plain air” dio rienda suelta a su arte. Queremos penetrar en la obra, en el arte que contiene, quizás para escapar de la vida.
Cada vez dejamos más cosas en manos de las maquinas, incluso decisiones, pero hay oficios y profesiones que se ayudan de la tecnología de forma tangencial porque, al final, la destreza y talento que precisan no hay máquina que los sustituya, ni lo hará. Hay un mundo que cambia y evoluciona mientras otro se encarga de preservar, como un guardián de las esencias, el que vamos dejando. El contraste entre ambos es cada vez mayor y la experiencia de paso de uno a otro cada vez más potente: cuando visitamos un museo, un anticuario, un lutier, un taller de restauración de pintura o muebles o un orfebre, escuchamos la Sinfonía Heróica o compramos el pan en un obrador, y comemos en ciertos lugares. El mundo sigue necesitando esos espacios en los que todo es real, auténtico.
El taller de Mercedes Lorente está situado en un pequeño milagro. En el pequeño centro histórico de Patraix, donde no hay rumor de tráfico, y puntualmente sí se escucha el tañer de las campanas de la iglesia, apostillado por el griterío de la chiquillería de un colegio próximo. Una luz tamizada inunda uniformemente la estancia situada en la amplia cambra de una alquería del siglo XVIII de altos techos soportados por vigas de madera dispuestas a dos aguas. Son varias calles y una plaza, hoy absorbidas por la imparable expansión de una ciudad que abraza este entorno histórico tan peculiar y evocador de la Valencia de antaño. Conforme se suben los peldaños el olor a esencia de trementina, barnices y alcoholes nos da la bienvenida. Me gusta. El generoso espacio presenta un orden y una limpieza, que sin embargo contrasta con muchos de los talleres de los artistas cuyas obras acaban aquí.
Para crear hay quien necesita el caos, para recuperar, mejor el orden. Al fondo una estantería acoge en sus baldas incontables botes de todos los tamaños recordándome a una obra de Damien Hirst de la serie Pharmacy. Alguno de los secretos mejor guardados se hallan en esos frascos: disoluciones en las más variadas proporciones de los más diversos componentes. Los restauradores prefieren no revelar sus hallazgos y cada uno tiene sus fórmulas no muy proclives a compartir. Además, los porcentajes de cada componente nunca es el mismo para una pintura que para otra: cada cuadro es un mundo y la preparación es prácticamente ad hoc. La tecnología, decíamos, es importante a la hora de diagnosticar pero al final el uso del bisturí o algodón para la limpieza o eliminación de repintes y del pincel para reintegrar, no puede dejarse en manos de aquella puesto que las decisiones en cada momento son demasiado humanas.
El proceso de restauración de un cuadro lleva inherente cierta dosis de incertidumbre y emoción. En ocasiones entran en colisión dos mentalidades distintas: la de un cliente que exige unos parámetros y la de un restaurador que es de una escuela distinta. Hay quienes quieren borrar el paso del tiempo por la obra y restauradores, como es el caso de Mercedes, que prefieren mantener cierta pátina que le da carácter al cuadro. Esa finísima capa formada por la suciedad, los barnices, repintes si los hay, la pintura original, la imprimación y el soporte es mucho más profunda de lo que podría parecer. De hecho, si no sabemos bucear en ese mundo en miniatura, corremos el riesgo de ahogarnos en él. Reconozco haberlo intentado osadamente en alguna ocasión, con resultados catastróficos ¿quién me manda meterme en este fregado?. La restauración de caballete es un trabajo sumamente delicado y no exento de elevada dosis de experiencia, sabiduría y paciencia. “Soy una persona nerviosa, me cuenta Mercedes, y sin embargo me encanta y me tranquiliza estar tantas horas parada y concentrada en la obra. Y más si me pongo música de Mozart” . Al desvelar las capas del tiempo todo es posible. Woody Allen en Desmontando a Harry (1997) decía que las dos palabras más bellas son “¡Es benigno!". Cuando el cuadro de difícil atribución las tres más bellas que te puede decir un restaurador son “¡hay una firma!”. Música celestial, aunque suene de uvas a peras. Muchas veces la autoría o el origen de la pintura no aparece en la propia obra sino en una etiqueta o inscripción en la parte trasera que se desvela cuando retiramos un reentelado antiguo.
Mientras limpia dos cobres del siglo XVI le pido que me cuente alguna historia. Las biografías de los restauradores las van acumulando. “Hay clientes que me han pedido-recuerda Mercedes sonriendo- si puedo hacer que la mujer del retrato parezca más guapa, o que le pinte una flor en el pelo”. Aunque esto de “transformar” la imagen original no ha sido tan extraño en otras épocas, “yo, por principios, me he negado a ello”.
En la gran mesa que preside el estudio la ocupa un óleo sobre lienzo que no tendrá más de treinta años. “La gente piensa que los cuadros, cuanto más antiguos, más problemas de restauración presentan”-aclara. “Eso no es muchas veces así. De hecho mucha pintura de los años 60 al 80 debe ser ya restaurada pues existen muchos problemas por haberse empleado lienzos industriales de mala calidad, imprimaciones incorrectas que da lugar a que la pintura se levante, se craquelado y en el peor de los casos se desprenda y es un problema que va a ir a más”. Antiguamente se empleaban unos soportes (lienzos), unas imprimaciones y aglutinantes de gran calidad que hace que haya obras del siglo XVII que sean mucho más fáciles de trabajar que pinturas que tienen apenas treinta años. Mercedes tiene la doble titulación en Bellas Artes e Historia del Arte lo que ve importante unas veces por la destreza manual y conocimientos de materiales, mientras que en otras por los criterios estilísticos y más teóricos que hay que tener en cuenta al restaurar una obra.
Es hora de regresar a intramuros. Dejo a Mercedes terminando de limpiar el cobre que veo que se trata de una escena de Adán y Eva. Conforme me dirijo al centro percibo Patraix como un organismo autónomo en el que la vida funciona en contrapunto al ritmo que impone la gran ciudad. Como no es el único, habrá que dedicarles un capítulo.