La artista plástica de Ontinyent investiga desde hace años las fronteras entre lo hermoso y lo asqueroso. Las colaboraciones con El Conde de Torrefiel para la escenografía de Una imagen interior y la instalación Manifiesto Sonoro han dado visibilidad a su obra en buena parte de Europa
VALÈNCIA. A veces, la frontera que separa lo que nos atrae de lo que nos repugna es muy fina. Casi porosa. La fascinación por lo grotesco es un asunto apasionante sobre el que han investigado multitud de pensadores, psicoanalistas, artistas plásticos o cineastas. Sigmund Freud, Umberto Eco, Francis Bacon, Ana Mendieta, David Cronenberg… todos tenían claro que las cosas indecibles y los deseos inconfesables que guardamos en la caja de caudales de nuestro subconsciente dicen mucho, no solo de nosotros mismos a nivel individual, sino también de cómo es nuestra sociedad y nuestro tiempo.
La noción de arte abyecto, popularizada por la crítica de arte, escritora y filósofa Julia Kristeva en la década de los ochenta, se relaciona con aquellas obras de arte que exploran lo repulsivo y lo desagradable. Son piezas, instalaciones o performances que buscan una reacción visceral en el espectador con el objetivo último de sacar a relucir lo incómodos que nos sentimos cuando nos enfrentamos a situaciones que están fuera de los límites culturales y sociales aceptados.
Curiosamente, las cosas que más nos perturban son aquellas en las que hay un cuerpo humano involucrado, cuando este se presenta en sus estados más desagradables o decadentes. Detrás de esa reacción de rechazo o aversión hay muchas más cosas: ideas preconcebidas -y por tanto artificiales- sobre lo que es bello y lo que no lo es; negación de la enfermedad y la muerte, e incluso una forma atávica de xenofobia o rechazo al otro.
Estas son las líneas teóricas en las que se sustenta la obra de la artista plástica Mireia Donat Melús (Ontinyent, 1989), cuyos impactantes buiuius -así llama a sus esculturas textiles- forman parte de la escenografía de la pieza teatral Una imagen interior que presentó El Conde de Torrefiel la semana pasada en el Teatre Musical de València. La compañía fundada por Pablo Gisbert y Tanya Beyeler encargó también a Mireia hace unos meses la producción de una pieza monumental -de 5 metros de ancho por 3 de alto y 100 kilos de peso- que ha estado expuesta en La Maison des Mètallos de Paris durante un mes en el contexto del Festival de Otoño de la capital francesa. Gracias a estas colaboraciones, las esculturas abyectas de Mireia han viajado a países como Francia, Alemania, Portugal y Austria.
En realidad, la faceta de Mireia como creadora de escenografías comenzó hace solo dos años. Como artista plástica, su trabajo con el arte abyecto se inició en la universidad, durante su último año de estudios de Bellas Artes. Sus primeros buiuius remitían visualmente a las deformidades de la carne humana; protuberancias a través de las que se transparentaban venas, pelos e inquietantes colores violáceos. Curiosamente, ese efecto perverso se consigue con materiales tradicionalmente asociados a la domesticidad y el universo femenino; no son más que medias de nylon embutidas con miraguano -fibra vegetal con la que se suelen rellenar los cojines-. La lana deshilachada se utiliza para recrear las arborescencias que dibujan los vasos sanguíneos en su recorrido bajo la piel.
A lo largo de los años, las esculturas de Mireia han ido evolucionando y perdiendo o incorporando nuevos elementos. Los herrajes de aluminio y el azulejo blanco entraron en juego posteriormente para subrayar el contraste entre la visión perturbadora de la carne y el contexto aséptico, frío y hostil del centro hospitalario o la morgue. De ahí que las series de fotografías de esta etapa estén bañadas en esa luz verdi-blanca y fría que asociamos a ese tipo de lugares a los que nadie quiere ir. Espacios en los que las masas corporales se convierten en objetos, restos, desechos.
Una de las premisas principales de estas esculturas es que no hacen referencia a nada en concreto. No sabemos a qué parte del cuerpo pertenecen, ni por supuesto a quién. No sabemos si esos amasijos cárnicos son el fruto de una deformidad o una mutilación. Solo intuimos que es algo que tenía una forma y la ha perdido. Nos resulta familiar, y por eso mismo es insoportable; mucho más que otras cosas objetivamente asquerosas, como un contenedor de basura impregnado de líquidos malolientes. “Las referencias orgánicas nos producen mucho más asco porque lo identificamos como algo nuestro que no queremos que sea nuestro. No hace falta más que analizar cómo nos comportamos con cosas tan cotidianas como las venas en las piernas, que queremos tapar; las verrugas, que enseguida queremos que nos quite el médico, o los pelos en las mujeres, que tradicionalmente se han considerado como feos e indeseables. Al final, detrás de este oxímoron de atracción-repulsión está el sentimiento de otredad hacia nuestro propio cuerpo y las normas sociales que se han construido”.
De hecho, Mireia ha constatado que, para que sus buiuius produzcan el impacto deseado en el espectador, es necesario que las medias de nylon que recubren esas protuberancias tengan un color similar al de la piel de la persona que observa la obra. “Me di cuenta de esto cuando expuse en Londres -recuerda-. Tuve que coser mis esculturas con medias de tono más claro al que estaba utilizando en España. Si la gente no identifica su color de piel, no siente tanto asco. Cuando cambié el color de las medias, sí empecé a escuchar comentarios como “Oh, this is too disturbing”. Lo mismo le ocurrió en Lima, donde realizó una residencia artística durante unos meses. “Me llevé las esculturas en las que había estado trabajando en Londres para continuar desarrollando mi investigación. Como las medias eran tan claritas, los peruanos solo veían “perritos pequeñitos abrazaditos” (ríe). Así que me fui a un mercado y compré medias más oscuras, las que compraban las mujeres locales. La reacción de la gente al ver las esculturas cambió radicalmente”.
Mireia Donat, que durante los últimos dos años ha compartido taller con El Conde de Torrefiel en Ontinyent, quiere seguir explorando su faceta escenográfica en paralelo a su evolución como artista plástica. “Estoy en un cambio de etapa y quiero dejar atrás la escultura textil, con la que llevo mucho tiempo trabajando. Mis últimas esculturas tienen el mismo punto de partida teórico, siempre dentro del arte abyecto y la representación de lo orgánico, pero en este caso trabajando con otros materiales como el poliuretano. En lugar de mostrar la piel, me fijo ahora en sustancias internas de nuestro cuerpo, pero que somos capaces de identificar, como la grasa”.
Las ramificaciones sociológicas del arte abyecto son mucho más extensas de lo que puede parecer en un primer momento. Para empezar, nos explica Mireia Donat, las corrientes artísticas más enfocadas en el cuerpo suelen coincidir con los momentos históricos en los que avanza el feminismo. El arte ejerce un papel crucial en el derrumbamiento de la dañina percepción de los cuerpos de las mujeres creada por el heteropatriarcado, por eso no es casual que las alusiones a la menstruación o a la diversidad morfológica de las vaginas esté muy presente en la obra de jóvenes ilustradoras, pintoras, fotógrafas y escultoras de la cuarta ola feminista.
Pero también hay otro tipo de lecturas. Por ejemplo, la representación de lo que se considera "bajo" o "asqueroso" en la sociedad, la representación del cuerpo humano en sus estados más desagradables, la decadencia, la suciedad, la muerte, se vincula muy a menudo a la marginalidad social y a los estratos económicos más bajos.
Aunque cada cultura, cada país y cada periodo histórico tiene sus propias normas con respecto a lo que se considera abyecto, y unos límites impuestos en relación a lo que es admisible y lo que no, al final -concluye Mireia- “el asco es la mesura de todas las cosas”.