VALÈNCIA. Hubo un tiempo no demasiado lejano, a penas un par de décadas atrás, en que tildar a algo de “barroco” era peyorativo. Una decoración barroca era poco menos que anatema, sumidos en una corriente pseudominimalista hoy superada. El minimalismo, o se practica con calidad o queda impostado. Un quiero y no puedo. Tampoco seré quien cuestione la repristinación de los formidables ángeles músicos del altar mayor de la Seu, pero lamento que no se haya sabido que hacer con la magnífica bóveda barroca de Pérez Castiel, súbitamente convertida en un estorbo de escaso valor más que otra cosa. Tampoco la pintura Barroca, más allá de los grandes maestros intocables, como si pertenecieran a un mundo distinto, ha gozado de la mejor salud en décadas precedentes en un panorama artístico dominado por un Renacimiento italiano manoseado por el más manido y previsible marketing global, al igual que otros períodos y corrientes del arte como el Impresionismo omnipresente en millones de neveras que se precien en forma de imán, o las obras icónicas de las vanguardias históricas, por no hablar de la excesiva exposición mediática del arte contemporáneo, sus “tendencias”, su intelectualidad “irrebatible” y sus dinámicas de mercadotecnia al margen de toda lógica.
A esto hay que añadir una vinculación inescindible en el imaginario colectivo, del arte barroco igual a arte religioso y “destinado en todo caso a…”, en unos tiempos de expansión del laicismo y en los que la imagen cristiana ha producido rechazo más que devoción en parte de la colectividad. No podemos sustraernos a la realidad de que el arte Barroco de escuelas como la española o la italiana, y en menor medida en el ámbito flamenco, es preponderante la temática cristiana, pero Barroco es mucho más. Transcurrido un tiempo de difícil cohabitación entre este mundo laico con esta temática, el espectador esta logrando abstraer esta cuestión para hacer emerger con toda la fuerza el arte por el arte que encierra el Barroco, como cualquier otro período artístico. Conozco coleccionistas que atesoran una buena nómina de pinturas de esta época de temática religiosa que no profesan confesión alguna, y cuya religión practicante es más la del arte y su colección, que la de lo puramente divino. El Barroco es teatro, puesta en escena, color, anatomías, claroscuros, también son historias complejas e iconografía, pero no es obligatorio ser también devoto creyente de ellas. Temáticamente es también paisaje, bodegón, mitología, retratos, zoología…. Cuadros dentro de los cuadros.
Aunque normalmente si hablamos de los Ribalta, Espinosa y Orrente la gran mayoría de aficionados al arte saben situarlos en el primer Barroco del ámbito valenciano, sin embargo, estamos inmersos en una etapa de gran complejidad, estudiada pero no todo lo que requiere, a pesar de la importante publicación que acaba de ver la luz, de la que luego hablaré, y que ha arrojado más luz sobre este brillante periodo. Una etapa fascinante de múltiples influencias, difíciles y erróneas atribuciones y todavía en buena parte “abierta”, puesto que existe mucha obra por estudiar e incluso por descubrir y darse a conocer.
El Museo de Bellas Artes de Valencia es el gran espacio del Barroco más allá de otros museos de nuestra geografía y obviamente lugares naturales como iglesias y emplazamientos conventuales. Como siempre sucede, en su momento, que, espero, tarde en llegar puesto que esto significará que las cosas se están haciendo bien, tocará hacer balance, pero lo que no se puede negar es que después de mucho tiempo parece que en nuestra pinacoteca están sucediendo cosas y buenas o cuando menos dentro de la lógica de un museo de este nivel. A los pocos meses del desembarco de Pablo González Tornel como nuevo director se inauguraba una nueva sala “barroca” con el fin de dotar mayor coherencia al discurso iniciado por el mundo gótico y renacentista de la planta baja. Llama la atención la calidad de las nueve obras expuestas que se encontraban en los almacenes fuera de la visión del público, así como su buen estado de conservación. Quizás muchos de los nombres no les suenen, pero ese es el secreto y la intención: descubrir, quitarle el velo a un periodo en el que la sorpresa surge cuando comprobamos la calidad de muchos artistas que apenas se han estudiado o cuyas obras se han atribuido de forma equivocada a otros pintores más conocidos. Además, lo que es un empeño personal del director, y que es esencial para un museo del nivel del Bellas Artes, se le ha dotado de una nueva iluminación, que sustituye a la prexistente, que era digámoslo para no herir sensibilidades, poco adecuada sobre todo para exponer en condiciones mínimas obras de este período que suelen ser de gran formato, cargadas de volúmenes y de amplia y cálida paleta cromática. Asimismo, se han sacado de los nutridos y ricos almacenes tres magníficas obras espectaculares por sus dimensiones, que provienen del Convento de Santo Domingo, para exponer en las habitualmente desnudas paredes de un espacio conocido en el museo como el “coro” de la sala principal del recinto por ser una especie de balcón a la nave dominada por los grandes retablos góticos.
No se puede dejar de mencionar para abundar en nuestro tema de hoy el legado Gerstenmaier, del que ya hemos hablado, y sus obras pertenecientes al Barroco, en este caso del ámbito flamenco. La restauración que más ha dado que hablar en los últimos meses pertenece a este período como es el excepcional retrato ecuestre de Francisco de Moncada, obra de Van Dyck. Es menos conocida pero importante la restauración que está llevando a cabo el IVACOR de las grandes obras del pintor del ámbito napolitano Paolo de Matteis en Cocentaina, así como la intervención en la iglesia de los Santos Juanes sobre la importantísima obra de Palomino a cargo de la Fundación Hortensia Herrero, después de que hiciera lo propio en San Nicolás con los frescos de Dionís Vidal.
Por razones en las que no entraremos, son escasas las publicaciones verdaderamente importantes sobre nuestro contexto artístico aparecidas en los últimos años. Para que se hagan una idea, las más importantes sobre cerámica de Alcora las viene realizando un coleccionista alemán. Hace escasos días ha caído en mis manos una obra recientemente salida de la imprenta y que está llamada a ser una referencia. Se trata de el ambicioso libro, Pintura Barroca en Valencia, obra de Victor Marco (1976), historiador del arte valenciano, experto en este período. Además de su imprescindible contenido, está magníficamente editada por el prestigioso Centro de Estudios de Europa Hispánica y cuenta con numerosas y excelentes fotografías. La escuela barroca valenciana es junto a la madrileña y la andaluza una de las tres más importantes de la España de los siglos XVII y XVIII, sin embargo, es la menos estudiada de las tres y la que ha sido sometida históricamente, y de forma injusta, a un menor aprecio por los historiadores. De hecho se hace eco Marco. Recuerdo llegar a esta conclusión hace unos cuatro años cuando adquirí una Virgen con Niño de Evaristo Muñoz un artista valenciano fallecido en 1737, cuya obra significa el canto del cisne del barroco valenciano, y darme cuenta lo poco estudiado que estaba este periodo, ya enclavado en el inicio del Rococó y cuando a apenas restaba un cuarto de siglo para crearse la Academia de San Carlos e iniciarse el academicismo de los Vergara, Vicente López, Camarón y compañía, momento en que parece que se vuelve a hacer la luz.
Hay que congratularse, por tanto, pues hacía falta una gran obra comprensiva de este periodo tan complejo, y ya la tenemos. Un libro que se divide en dos grandes bloques: por un lado el contexto protagonizado por el pintor, la clientela y el mercado del arte del momento, y por otro las corrientes artísticas y sus protagonistas. Sus propósitos son ordenar, aclarar no pocas cuestiones controvertidas, y por encima de ello reivindicar en sus casi quinientas páginas la escuela barroca valenciana. El libro de Marco debe ser punto de partida para otros estudios y doctorados universitarios dedicados más en profundidad a muchos de los autores que se citan con una mayor o menor extensión. Téngase en cuenta que es un período amplio con numerosos pintores. Excelente es el material gráfico con numerosas obras, sino inéditas, sí desconocidas por muchos de nosotros al pertenecer a colecciones particulares o no estar expuestas en colecciones permanentes. La labor detectivesca del autor y la gestión de las mejores imágenes posibles de estas es verdaderamente encomiable y exitosa, permitiéndonos apreciar la enorme calidad de muchas de éstas y sus hallazgos técnicos y estilísticos. Marco con una escritura clara y erudita, lo que no es incompatible, parte de un hecho que es una realidad: que la historiografía clásica no ha valorado suficientemente el panorama pictórico valenciano, quizás por su complejidad, la poca documentación y por la ardua tarea que conlleva ponerlo en orden. Esta obra, sin duda, va a significar un importante impulso a la hora de poner en su lugar una escuela con innumerables hallazgos todavía no suficientemente conocidos ni ponderados. En definitiva, un libro de obligada adquisición para historiadores, coleccionistas, profesionales y amantes del arte valenciano.