VALÈNCIA. Juanma González se está tomando una cerveza, una rubia suave, en Beer Hood, un local de una de las calles que desembocan en la plaza de Xúquer, donde hace años salía humo por las noches y donde ahora solo hay un par de mesas con gente que conversa rodeada de pantallas con partidos de fútbol. Porque en España todos los días hay un partido de fútbol, ¿no? La primera impresión que transmite es que quiere transmitir. Está muy enfocado en su oficio y si hay periodistas rondando se mete en la piel del mentalista y no sale hasta que se marchan mientras alza la mano para pedirle otra Moretti a la camarera.
Tiene 32 años y viste con camisa blanca y una americana resultona de Zara. De un bolsillo frontal, como si fuera un truco, asoma el borde de uno de esos pañuelos de mentira que no están para sonarse sino para hacer bonito. Pero cuando Juanma habla, no hay adornos, solo unos ojos de lobo que brillan y capturan tu atención.
Esos ojos hace tiempo que se hartaron de mirar a la cámara mientras leía las noticias en el teleprompter. Porque Juanma, antes que mentalista, fue periodista. Cuando el oficio entró en declive, tomó su habilidad para hablarle a la gente y se subió a un escenario a hacer lo que, en verdad, siempre le había gustado: dedicarse al espectáculo del asombro. Hace seis años empezó a frecuentar este mundillo de mentalistas y magos del siglo XXI, y hace un año decidió que esta iba a ser su profesión.
A los 16 ya había descubierto que le gustaba hacerle trucos, al más puro estilo Juan Tamariz, a sus amigos del colegio El Vedat. “Luego ya me enfoqué a trabajar con la mente o la percepción”, explica sobre aquel adolescente que se embobaba viendo a Anthony Blake, de quien, tres lustros después, imita las poses ante el fotógrafo.
A los 26 años conoció a un mentalista puro, Adolfo Masyebra, y poco a poco fue introduciendo en sus actuaciones pases de mentalismo. Se curtió en los salones de los barcos de crucero. Él, que había estudiado Comunicación Audiovisual y que había trabajado en la televisión municipal, hasta que, un invierno, Juanan Pardo, que era el responsable de comunicación de la Fundación Deportiva Municipal, le ofreció actuar durante una gala del Circuito de Carreras Populares.
“Perder el curro me espoleó”, recuerda ahora de ese momento bisagra, cuando pasó del periodismo al ‘show business’. Hasta entonces solo actuaba para sacarse un extra y, de paso, se había apuntado a un curso de magia online.
Y así fue como, a los 26, se fue a Madrid a estudiar en la Escuela Superior de Arte Dramático y en el Estudio Corazza. “Aquel salto me permitió entrar en la comunidad mágica de Madrid, que es muy grande. Y empecé a rodarme en locales como La Flauta Mágica o en Las Lonjas de Moratalaz, donde yo y otros magos ofrecíamos espectáculos de manera regular”.
De allí pasó a los cruceros de Balearia. Durante un tiempo hizo polvo la línea Dénia-Ibiza-Mallorca, donde ofrecía tres actuaciones cada día. Ahí aprendió a captar la atención de un público que estaba a todo menos a atender a los ‘truquitos’ de aquel chaval que se ponía intenso en el escenario. “Actuar ante borrachos fue una gran escuela”, explica ahora, años después, cuando los números mientras el barco navegaba de Barcelona a Mallorca o de Málaga a Melilla son solo un recuerdo cada vez más difuminado. “Fueron dos años muy intensos en los que me apuntaba a un bombardeo. Hasta que me cansé y decidí intentarlo con una vida más sedentaria”.
Ya estaba cerca de los 30 y fue la época en la que comenzaron los bolos corporativos. “En aquel tiempo me hice fiel a la idea de decir que sí y luego aprender a hacerlo”. Clientes como Telefónica o el BBVA le llamaban para actuar delante de sus trabajadores. “Es un público al que tienes que meterte en el bolsillo porque no ha pagado una entrada por verte; te lo tienes que ganar. Si lo consigues, te marchas muy muy satisfecho”.
A los 30 se volvió a València. Y nada más llegar, le ofrecieron actuar dos días a la semana en un teatro de Madrid. “No sabía si me iba a compensar, pero dije que sí”. La Escalera de Jacob, un teatro muy conocido de Lavapiés, nada que ver con los escenarios de la Gran Vía, sino un lugar donde el público se arracima en la platea. “Ese fue el momento de despegar solo con el mentalismo, y, rápidamente, pasé de dos a tres actuaciones semanales”.
Entonces llegó 2018, el año que se animó a probar fortuna en ‘Got Talent’. Una decisión que le cambió la vida. Porque el programa le aceptó y un día cientos de miles de españoles le vieron actuar con tanta habilidad que hizo explotar la cabeza de Risto Mejide. Ese día se enfrentó al jurado con una camiseta blanca, marcando bíceps, y un llamativo colgante de un cristal verde que asomaba por el cuello. Hoy, dos años después, esa piedra sigue en la uve que forma la camisa que lleva en la cervecería. “Es cuarzo. Y este es el segundo que tengo. Creo que sirve para generar una pregunta en la gente”.
La noche anterior tuvo actuación en Madrid. Hizo el ‘show’, se subió a un autobús y se tiró ocho horas de carretera hasta Barcelona. Llegó, pasó el día grabando y por la noche, después de hablar con Santi Millán, salió al escenario. “Adiviné unas vacaciones que pasó Risto con su mujer, pero ahora recuerdo aquello solo como una vorágine de imágenes”, apunta. La actuación fue un éxito y el público que llenaba el Teatro Victoria de Barcelona premió a Juanma González con el ‘pase de oro’, un privilegio que clasifica directamente a la final al concursante.
El número lo vio mucha gente en directo, pero luego se multiplicó en YouTube, donde se disparó el marcador de visualizaciones. “Lo han visto más de 15 millones de personas. Funcionó muy bien y me ayudó mucho cuando Risto exclamó: ‘¡Qué cabrón!’”.
El mentalismo de Juanma ha bebido de Derren Brown -un fabuloso ilusionista inglés de 49 años-. “Para mí es el mejor de la historia. En Netflix puedes ver documentales sobre sus experimentos psicológicos”. Juanma fue a verlo en cuanto pudo. Una noche, en Londres, estaba contemplando su actuación entre dos mil espectadores más, cuando el mentalista británico le seleccionó al azar para subir al escenario. “Yo creo que él notó algo”, explica sobre aquella casualidad.
El valenciano fue tomando nota de los mejores. “La puesta en escena es lo que marca la diferencia. Hay menos efectos que en la magia y por eso es más difícil. Yo me documento mucho y he leído muchos libros antiguos, he traducido muchos de Gran Bretaña y Estados Unidos, pero ahora tiro más de mi experiencia propia”.
No le detiene ni la pandemia. Durante el confinamiento aprovechó para inventarse un espectáculo online. Y prepara sus números diferenciando si son para un teatro o para una empresa, donde no son tan personalizados. Solo tiene claro que ya no hay marcha atrás. “Esto me fascina, me encanta. Tanto que no lo siento como un trabajo. De pequeño era muy tímido y me ponía muy nervioso. Y ahora, casi sin darme cuenta, estoy en un escenario varios días a la semana. Ya no me impresiona el público”.
Aquel niño tímido siempre quiso tener una mascota, pero sus padres se negaban. Unas Navidades, después de recibir la enésima negativa a su petición, echó un vistazo al catálogo de juguetes y se decantó por una caja de magia. Pero no para convertirse en mago sino para sacar un cachorro del sombrero de copa y dejar a sus padres con un palmo de narices. El perrito no apareció nunca, claro, pero los trucos se quedaron para siempre. Solo un juego. Hasta que, con 16 años, un mago le voló la cabeza en el colegio y ya se obsesionó. Entró en la Sociedad Española de Ilusionismo y en el CIVAC (Círculo de Ilusionistas de Valencia, Alicante y Castellón).
Los años le han dado la pericia y las tablas. Hoy, con 32 años, ya es uno de los mejores mentalistas de España y ha aprendido una de las lecciones más importantes: “Siempre hay cosas que no salen como esperas, pero forma parte del trabajo que no se note”. Aquel niño que atormentaba a sus hermanos (entonces tres, hoy seis), hartos de ver aquellos trucos que se adivinaban de inmediato, logró, con el tiempo y la práctica, que acabaran rogándole que hiciera otro número más. “Esa fue la clave, cuando descubrí que a mis hermanos ya les flipaba lo que hacía. Porque hay días que no estás al cien por cien, que crees que has hecho algo muy flojo, pero a la gente le gusta. Y luego hay otros días en los que estás muy emocional y sale todo más auténtico”.
Los secretos de sus actuaciones no los comparte con nadie. Ni siquiera con su novia. Las confidencias solo llegan con los colegas. Los de profesión, porque los otros lo único que quieren es que monte el numerito por las noches con la única intención de atraer al público femenino. “Mi mayor habilidad ha sido mezclar mis tablas como periodista con el tema del mentalismo y ser capaz de contarle una buena historia al público. Risto, me dijo aquella noche de ‘Got Talent’ que lo que más le había gustado era mi forma de contarlo. Yo no tengo ningún poder, pero creo que tengo la capacidad de conectar con las personas. Esto se me da bien y hace que mi mentalismo cobre mucha fuerza”.
Juanma González sigue siendo Juanma González, como aquel niño que hacía trucos antes los ojos pasmados de sus hermanos. “Nunca me convenció la idea de cambiarme el nombre. Lo único es que ahora quiero que mi apellido sea ‘el mentalista’. Y mi sueño es tener un espectáculo de gran formato. Como, además, soy bilingüe, voy a intentar potenciar mi carrera como mentalista internacional. Ahora estoy profundizando mucho en la hipnosis”.
En 2019 ya realizó doscientas actuaciones y, aunque 2020 ha supuesto un frenazo, está convencido de que 2021 será un buen año dentro del mundo del espectáculo.
Antes de despedirse, despliega su habilidad sobre la mesa pringosa de la cervecería. Nos pide que anotemos un nombre, el que queramos, en un trozo de papel recortado que ya traía preparado. Y después de hacer una serie de preguntas rutinarias mientras agita las manos sin parar, tras meditar mientras mira al infinito, nos clava sus ojos chispeantes y adivina lo que habíamos escrito: ‘Diego' y ‘Francia'. Luego guarda sus cosas mientras estudia nuestra reacción y nos ofrece el codo como despedida. La entrevista, o la actuación, ha llegado a su fin.