VALÈNCIA. “Los muros naturales o artificiales tienen una fuerte atracción que ha movido al ser humano durante casi 30.000 años a expresarse en ellos dando origen al nacimiento de la pintura”. Ese texto que encierra una teoría del arte que con los manuales en la mano sería bastante cuestionable, viene a “explicar” la razón última que fundamentaría ¿y justificaría? que las calles rebosen sin control de lo que se ha venido a llamar grafitis, y más recientemente arte urbano (mucho habría que discutir sobre si son términos sinónimos o distan mucho uno de otro). El texto se ha escrito en el claustro renacentista del antiguo convento del Carmen, en la actualidad el Centre del Carme de Cultura Contemporánea, uno de mis espacios de “paréntesis espiritual” dentro de la gran ciudad. Por esa razón se me aceleró el pulso cuando, creo que fue el martes por la mañana, vi las fotografías, en un muro de Facebook de la intervención firmada por los artistas PichiAvo y perteneciente a la exposición de título EVREKA, comisariada por Fran Picazo. Ciertamente, tuve que cerciorarme a través de Culturplaza de que no había sido un atroz y masivo de vandalismo, con alevosía y nocturnidad, antes de escribir algo al respecto. La del acto vandálico-no por el qué sino por el dónde- era una posibilidad, pero, ciertamente sin mucho sentido ya que un centro museístico se supone que tiene medidas de seguridad que hacen inviable a todas luces ese allanamiento.
Mi primera reacción fue de abierta indignación, bueno antes fue de incredulidad. Hoy en día con Photoshop se pueden hacer virguerías. Escribí algunas cosas, a incandescente vuelapluma. En caliente también se pueden decir cosas brillantísimas, lo que no quiero decir que ese sea mi caso. En mi cabeza se agolparon toda clase de preguntas que iban desde una posible ilegalidad al formar ese espacio parte de un BIC, al fin último de la intervención.
Vayamos de lo amplio a lo concreto. No descubro nada cuando digo que nuestra ciudad, y no solo la nuestra, tiene un problema grave relacionado con la “decoración libre y alternativa” (eufemismo) que desgraciadamente se impone en las calles. No con el grafiti como forma de expresión, sino por dónde se materializa esa expresión. Sobre el grafiti en sentido amplio (arte urbano y grafismo) practicado en los muros del pasillo de la vivienda de sus autores o en la del cliente no tengo nada que decir. El problema acontece cuando este medio de expresión más artística, en unos casos, menos en otros toma cuerpo y en cierta forma sentido (o sinsentido) en las calles. La mayoría de estos espacios del centro histórico de València, un centro protegido, se encuentran vandalizados y no es algo que parece que vaya a menos: muros, persianas, puertas, mobiliario urbano. Un desastre de traza postnuclear. He tenido que escuchar en numerosas ocasiones, de clientes extranjeros, me afeen este hecho en una ciudad, que por otro lado se sienten seducidos.
Vayamos al asunto concreto que nos ocupa. O mejor, vamos a empezar con aquello de lo que no va el tema. El asunto no va de si el arte urbano es arte o no, o incluso si el grafiti es arte o no. Sería desviarnos mucho y meternos en procelosas diatribas. El arte urbano es arte de eso no tengo duda (alguno muy bueno, otro deleznable) y el que practican PichiAvo es de los buenos (les remito a su web). No puedo extenderme demasiado en su trabajo, pero tienen un estilo personal, fácilmente reconocible, manejan los volúmenes en grandes formatos con solvencia y su mirada al clasicismo desde el siglo XXI es en cierta forma rompedora y atractiva. La ruptura que provocan con sus grandes figuras que se imponen visualmente a los grafitis que dejan intencionadamente en un segundo plano es una idea interesante y rompedora. Cierto es que de esto que les hablo no hay mucho rastro en los muros del claustro. La pintura granate de la que presumían estos muros está hoy plagada de grafitis, textos un tanto inanes, firmas, alguna figura y poco más. La estética elegida es de puro y duro grafiti de corte gamberro, y poco arte urbano que tan bien saben hacer sus autores.
El problema, como decíamos, el quid de la cuestión en todo este este asunto es el soporte y el lugar. Cuando el soporte es el lienzo, aunque lo allí pintado sea una mamarrachada, no hay caso. El soporte del grafiti, del arte urbano no es su naturaleza (sobre el muro también pintaba Palomino y antes lo hicieron Francesco Pagano y Paolo de Sanleocadio). Tampoco la calidad: he visto cosas que no creeríais. El problema es también la titularidad del soporte, su propiedad, y por tanto la colisión de derechos y obligaciones. En unos casos el soporte, el muro, lo cede el titular, y tampoco no habría caso “litigioso”. En otros, muchos, demasiados, el soporte es usurpado e invadido. Ahí surge la vandalización del espacio ajeno. Ahí nace la dictadura del grafiti. Espacios públicos, privados son modificados estéticamente, “porque me da la gana”. Cuando se produce esto yo, al menos, no tengo nada que reivindicar ni homenajear. El problema, por tanto, no sería tanto el hecho de llevar el grafiti al museo (de la calle al museo) como la forma extrema en que se ha llevado.
Debo decir que, desde el punto de vista artístico, la intervención no me gusta especialmente, ni aporta gran cosa (como sí lo hacen otras muchas de este dúo). Como decía, no veo el arte de PichiAvo en esos muros. Por otro lado, estéticamente es imposible no remitirse a los grafitis con los que uno se pelea todos los días. He borrado de mi puerta grafitis de la tipología de los que aparecen en el claustro. Así que puestos a trabajar en esos muros (lo cual ya de inicio es muy cuestionable), me hubiera gustado más otra clase de intervención. Parece evidente que se trata de una provocación. No creo que ni los artistas, el comisario o el director del centro museístico que da su bendición a trabajar sobre el propio edificio, sean tan poco avispados o cándidos para pensar que la intervención no iba a provocar una fuerte reacción e incluso airada en mucha gente (por cierto, muchos de ellos artistas contemporáneos, que conozco, y que me han hecho llegar sus mensajes). Ciertamente, esto último no es novedad, ni per se algo negativo, pues el arte en muchos casos, y más si cabe “post-señoritas de Avignon”, es provocación y escándalo. Aquí la provocación no viene por el qué sino por el cómo y el dónde. Si una ciudad como València y sus habitantes luchan por la erradicación del grafiti (en los últimos tiempos han aparecido incluso en monumentos de la ciudad), llevar estos a un espacio museístico es toda una provocación.
Permítanme que me cueste aceptar que el concepto que encierra la intervención reúna a su vez una denuncia y una reivindicación. La lógica diría que el trabajo de PichiAvo tiene una única interpretación. Lo que sucede es que yo he escuchado las dos, y cuando escribo este texto todavía no tengo claro a qué idea atenerme. Ambos conceptos se excluyen, al menos la lógica así lo dice: si es un homenaje no puede ser una crítica. Si es una denuncia no puede ser una reivindicación.
Lo que no ofrece ninguna duda es que la intervención es una alteración agresiva sobre un espacio con el más alto nivel de protección patrimonial. No solamente están protegidas las partes más sensibles a los daños como los muros de piedra sino también las paredes que cierto es, se pintan periódicamente con fines de adecentamiento, como así se hace en muchos edificios. Es un tanto endeble la argumentación de la reversibilidad de la obra y la devolución al estado primigenio de los muros una vez se pinten del color que estaban, que por otro lado tampoco es el original, pues durante el tiempo en que la muestra se expone (sea dos días, dos meses o dos años), el espacio protegido ha sido despojado-de facto- de su status como BIC.
Volviendo al concepto que encierra la intervención. Me han llegado dos versiones. La primera se me reveló en privado es que la intervención pretende ser una denuncia frente al vandalismo con el que tenemos que convivir todos los días en nuestras calles. Un vandalismo que ocasionalmente ha llegado a monumentos protegidos en la ciudad y que en este caso sería una apoteosis del mismo. La reacción airada de todos nosotros como espectadores sería la reacción que buscaría el trabajo y en definitiva concienciar sobre el daño en el entorno por medio no del arte urbano sino del gafitti insensible.
En este caso la intervención de Pichiavo con algunas reservas podría entender el mensaje y de alguna forma unirme a él. La segunda interpretación expresamente dice que “la intervención del claustro es un homenaje al grafiti más puro, en ella tan sólo se emplearon sprays de colores plata, negro y blanco representativos de la versión más genuina de esta técnica. Pichiavo rinden, de esta manera, tributo al grafiti, base y origen de su obra, trasladando la calle al museo”. Bien, si esta es la intención de la intervención, entonces, mis reticencias deben ser sin paliativos porque sería muy poco consecuente con mi relación con el grafiti. De hecho, en el último año he tenido dos grafitis en mi local. Uno de ellos en el cristal y sobre el logo de mi galería y otro mucho más agresivo sobre la puerta de entrada.
Sería lanzar una crítica de trazo grueso concluir que con la intervención de PichiAvo se está haciendo una llamada al asalto de las paredes de edificios históricos, pero no es menos cierto que ese tributo es una forma de amparar tantos años de desprecio al paisaje urbano, edificios, mobiliario urbano y de lucha contra una lacra. No comparto el tributo a una forma de expresión que no podemos obviar, en muchos casos muy a nuestro pesar, que impone una suerte de dictadura estética en nuestras calles y que está y debe estar perseguida porque, por otro lado, nos cuesta su limpieza al erario público, y por tanto a todos nosotros, una cantidad anual de dinero obscena. Presupuesto que podría ir destinado a, por ejemplo, a cultura.
A grandes rasgos el público que se acerque al Centre del Carme podría agruparse en tres grupos. El primero estaría formado por quienes pensamos que el grafiti en las condiciones en que se lleva a cabo en muchas ocasiones es una agresión al patrimonio y al entorno urbano. La exposición no nos aporta demasiado puesto que la conciencia la tenemos suficientemente activada, y más allá de ello y en distintos grados mostraremos nuestro rechazo por las razones anteriormente expuestas. Habrá otro público que verá con rechazo el efecto conseguido, y agudizarán su conciencia una vez salgan del lugar. En este caso, paradójicamente, la intervención tendrá un efecto positivo. Un problema y un peligro del grafiti vandálico es que al final se hace familiar y se apodera del territorio. Se camufla y adormece a un ciudadano absorto en sus cosas, y hasta aprende a convivir con él. Resulta pernicioso adocenarse y resignarse a que sólo cabe una estética urbana en la que el grafiti vandálico es un elemento más. La tercera reacción es la que me preocupa: ¿está la exposición dando pábulo al grafiti, al ser avalado por un museo público?. Como se dice hoy día en política: ¿está la intervención “blanqueando” el grafiti vandálico que se extiende por los muros de la ciudad como por las paredes del claustro?. Y hablo de grafiti vandálico porque entiendo que al situarse en el claustro de un Bien de Interés Cultural el efecto que se pretende es ese: la de un trampantojo de una vandalización “no permitida” o como si aquel lugar fuera un espacio abandonado. ¿Se ve reflejado y “reconocido” el grafitero que ha dejado su impronta en el cercano y magnífico Palacio de Pineda del siglo XVII en el que sus paredes, sobretodo laterales producen tristeza?
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