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VIDAS LOW COST / OPINIÓN

El controvertible filtro de la madurez

26/08/2018 - 

En el número 10 de la revista Gràffica, el diseñador y artista Álex Trotchut dice que “por muy bueno que seas, a los 20 años no puedes ser director creativo”. Lo dice él, que a los treinta y pocos ya había trabajado para Arcade Fire, Nike, Coca-Cola, The New York Times o The Guardian. La frase sirve para tamizar esta mirada crítica sobre la idea de que la edad adulta en sinónimo de sabiduría, verdad o autenticidad. Tres conceptos controvertibles que se adjudican con gratuidad a quienes nos preceden, in crescendo y sin criterio según las décadas consumidas. Hayan vivido lo que hayan vivido. Digan lo que digan. A veces, incluso, sin decir nada. Este último es el caso del tuit que detona esta historia. Dice así:

Una metáfora lícita que en el momento de la redacción de estas líneas había logrado la simpatía de 240.000 usuarios. Ni siquiera su errática construcción gramatical había servido para titubear antes del corazoncito o pensar si, más allá del tópico que la rodea, el artefacto y contenidos que sostiene el joven son en términos cualitativos más interesantes que los que provee el abuelo (tabú). Porque la imagen –que como toda imagen nos ofrece una parte muy limitada del relato– también sirve para cuestionarse lo contrario: qué le ofrece lo que le rodea, quién se comunica con él y cómo lo hace; pero, sobre todo, ¿lo hace?

No sabemos si esa mañana ambos habían disfrutado del intercambio de conocimientos. Pese al conflicto de la adicción a las recompensas de los más jóvenes (dopaminas de lo digital), no sabemos si reflexiones más hondas podían preceder a un rato de recreo individual. Sin embargo, tendemos a pensar de manera innata que la pérdida de oportunidades por la caducidad biológica está relacionada con el valor del contenido. El pasado, la vejez y todo lo que rime con muchas horas de vuelo están protegidos culturalmente de cualquier duda sobre su valor.

A mí me pasó algo parecido hace unos días cuando –también– Twitter me descubrió que La clave, el añorado programa de José Luis Balbín (que sí tiene relevo), le había dedicado un dos horas y cuarto al sentido y futuro del Valle de los Caídos. Acudí a YouTube con el mismo ánimo con el que 240.000 personas le habían dado al corazoncito bajo la imagen del niño y el abuelo. En un debate de hacía 35 años iba a encontrar sabiduría, verdad y visos de autenticidad histórica a partir del conocido sosiego. Esto último fue lo que principalmente encontré: toneladas de silencio entre frase y frase, como en el mejor cine asiático, pero una conclusión baldía: “serán las generaciones venideras las que den sentido al asunto”.

Han llegado las generaciones venideras y, las más capaces de atraer a los medios, le dan la razón a Balbín: después de aguantar 120 minutos como moderador de intervenciones artificialmente conciliadoras, acaba soltando: “con frecuencia, sobre todo los políticos, de cualquier color, cuando llega un tema virulento dicen que no es el momento porque el tema es virulento, pero, claro, siempre que es de actualidad es porque el tema es virulento, lo que pasa es que al político que cree que no conviene en ese momento, no le gusta". Pues en esas estamos desde la Transición.

La madurez no es necesariamente torpe, como demuestra que, sin cierto fondo general, no hubiéramos logrado reaceptar que ese relato, el de la Transición, no era el de Televisión Española, sino el que Gregorio Morán publicó en 1991 para silencio de los corderos. Ahora resulta que desde su reedición por parte de Akal en 2015, El precio de la Transición ya es digerible incluso por aquellos que lo obviaron. Porque quién iba a poner el foco sobre la corrupción adjunta de la Monarquía en las vísperas de la fanfarria deportiva que le lavó la cara –curiosamente– en Barcelona ‘92. Ni aunque se hubiera documentado allí, entre tantas otras muchas cosas. 

No es tampoco una cuestión que se discrimine entre canales, porque si de literatura hablamos, los hay millonariamente leídos y dispuestos a repintar las sombras en torno a la relación entre madurez y sabiduría, verdad y autenticidad. El pasado fin de semana se publicaba la entrevista a Paulo Coelho en XLSemanal, suplemento del que fue colaborador. La periodista le inquiría hasta el surrealismo escénico sobre la relación entre el protagonista de su nuevo libro, Hippie, y el materialismo que se desprende del casoplón atiborrado de obras de arte en el que vive (en Suiza). Sobre todo, dado el tono autobiográfico de la obra. 

El absurdo del texto llevó a muchos a plantearse en qué tipo de realidad y de qué se componía Coelho intelectualmente, que apenas concede entrevistas. Pasado el fin de semana, él mismo decidió mostrarse como el mastermind de la comunicación que –pese a quien pese– es:

Si Twitter tuviera subtítulos de interpretación, el mensaje parece decir: en efecto, como ya sabíamos, la gente es gilipollas. La gente entre la cual, espera y obtiene audiencia. Lectores. Es una forma de lo más cínica de residir en la madurez. Por ese motivo cabe volver al tuit sobre el niño y el abuelo que tantas simpatías ha despertado. Mirarlo y pensar si, en realidad, podemos suponer que no necesariamente hay una voluntad por comunicar o por separarle de su experiencia. Si, en realidad, por madurez o no, la abstracción individual del momento no tiene más recompensa que cierto descanso interno sobre pensamientos mucho menos trascendentales.

Aparte sobre La clave dedicado al Valle de los Caídos

Al margen de esta opinión, desde la inmadurez, no logro evitar un aparte sobre el programa La clave dedicado al Valle de los Caídos. A modo de muy breve crónica, comento que la distancia temporal deja al contenido en un plano casi estéril más allá de la curiosidad por el pasado que nos lleva a analizar más bien el formato y alguna que otra ida de olla. Tras una breve introducción de 23 minutos (qué tiempos), el programa se permite como previa la película Tierra de faraones (105 minutos más). Ya pide Balbín que nadie haga dobles lecturas con el afán megalomaníaco del film y el Valle de los Caídos, pero es que “no hay ninguna película sobre el Valle de los Caídos”. A Slavoj Zizek le encantaría saber de esta perversión cinéfila en pleno prime time. 

El guión tras la superproducción de Howard Hawks lo escriben los exconsejeros del régimen Mónica Plaza y Jesús Suevos, el ponderado escritor Daniel Sueiro, el representante de artistas e hijo de trabajador en la construcción de aquello Damián Rabal (hermano de Paco Rabal), el preso y obrero político de aquello Pedro Pérez Ranz, el escultor de parte de aquello Juan de Ávalos y el presidente del Congreso y padre constitutivo hasta la fecha Gregorio Péces-Barba. 

En el apartado dedicado al origen del asunto hay distintas opiniones hasta que Peces-Barba, cuyos tuits hoy no medirán menos que una novela breve, dice la suya. Antes Juan de Ávalos comenta que hizo la piedad de un día para otro, Suevos, admite que “alguien sugirió a Franco que para que el monumento tuviera mayor generosidad no convenía circunscribirlo a las Fuerzas Nacionales” y Plaza –que hace como que no acaba de oír a su compañero de filas– destaca la voluntad “aunadora” (mega sic) de la dictadura desde la victoria “de España para los españoles”. Rabal, en primera instancia, no sabe cómo no hacerle un corte de mangas a estos dos últimos y divaga en primera persona.

Pero, en efecto, Peces-Barba aguarda su turno y pausa el cronómetro al recordarles a los exconsejeros la disposición legal del asunto. O sea, lo que pone textualmente en el BOE para justificar la derrama: la obra se apuntala en “la dimensión de nuestra cruzada; los heroicos sacrificios de la victoria que ha tenido esta epopeya, no pueden quedar perpetuados con los sencillos monumentos que suelen quedarse en villas y ciudades […]. A estos fines responde la elección de un lugar retirado […], templo grandioso de nuestros muertos, los héroes y mártires de la cruzada”. Comenta el que también fuera preso del régimen que quien quiera ver inclusividad en el Valle no lo podrá hacer leyendo este texto fundacional.

Después de que Juan de Ávalos descubra que, como escultor, no sabía que había presos políticos (chorprecha) en el Valle, y de que Sueiro le sugiera que debía ser el único que al ver a decenas de miles de obreros sin apenas ropa –Pérez Ranz cuenta que cobró 326 pesetas en siete años; la vestimenta y el calzado se los enviaba su familia para trabajar para el Régimen– y que los arquitectos iban a las prisiones a reclutar obreros a capricho (casting), Suevos genera lo que podríamos definir como la lógica del hambre en España para el franquismo: por qué leches nuestros padres y abuelos pasaron hambre, habiendo recibido a un Jefe de Estado por intervención divina según la versión de la Iglesia:

“Durante nuestra Guerra Civil, en la retaguardia Nacional se comía de maravilla. ¡Y baratísimo! En la zona republicana había grandes problemas de abastecimiento. ¿Por qué? Por varias razones conjuntas que no vienen al caso (elipsis a demanda, a lo No-Do). Cuando termina la guerra, los vencedores, al encontrarse con que media España estaba realmente hambrienta, generosísimamente, reparten lo que tienen. Entonces, empiezan a pasar miseria, hambre y dificultades […]. Si hay culpables del hambre, no son los vencedores, sino los vencidos”. Y en esta línea se aglutinan las edificantes ideas de La clave que, censurada indistintamente por UCD y PSOE, da voz a todos hasta fomentar los relatos ficticios de mal gusto.

Suevos aún aporta delirios del mismo tamaño cuando comenta que la Cruz Roja se ha apropiado del símbolo de la cruz para la idea de misericordia. El creacionismo es así y fija en la religión católica el origen de la intelectualidad y hasta de las cruces, aunque su uso religioso y autoritario viniera sucediendo, como poco, miles de años antes (vamos, como las tres cuartas partes de la imaginería cristiana). Rabal recuerda que, como respuesta sobre de qué puede servir a futuro el Valle de los Caídos, “los motivos y el cómo se hizo, hacen imposible” una aceptación general. Poco después, sin apenas haber intervenido, les agradece el sentido del humor a Suevos y Plaza y queda como un señor.

Plaza, Suevos y Peces-Barba se dan la mano deseando dialécticamente hablando: “que sean nuestros hijos y nietos los que juzguen”, “que sea la posteridad, no nosotros que tenemos las pasiones todavía encendidas”. No eran buenos predictores, queda visto, porque de aquellos rescoldos, estos lodos. Allí siguen las ideas, radicadas en el provincianismo madrileño que continúa rigiendo políticamente el país. Paleocentrismo evidenciado una vez más por SUevos al asegurar –con datos– que el Valle es el “monumento artístico” (mega sic) “más visitado de España”. Y enumera los monumentos artísticos de España que, a su forma de entender a los pueblos, (chorprecha) resultan estar todos en Madrid. 

Balbín sugiere hacia el final una pregunta básica, pero en manos del absurdo: si Franco no es un caído, qué hace en el Valle. Suevos recordará que “fue el gran constructor del edificio –lo dice delante de un hombre que trabajó allí gratis durante siete años y sostenido económicamente por su familia, para mayor justicia “aunadora” del Régimen– y no es incongruente ni lesivo que esté enterrado allí”. Tanto o más, Suevos llevaría allí los restos del general Escobar, Azaña y los líderes de la izquierda con los que “sus familias y camaradas” estuvieran cómodos al formar parte de una basílica cristiana en la Sierra de Guadarrama. No sabemos si también al muntonet como las 34.000 personas que no son Franco, ni su familia, ni Primo de Rivera y que están allí enterradas en algún lugar no identificado.

La bancada de la izquierda acaba por apagarse antes de que finalice La clave y Balbín empieza a felicitarse de que al menos, sabiendo que nadie les pondrá de acuerdo, ambos bandos –intactos– tengan sus minutos de libre expresión. Y, en esas, pone algo de equilibrio ante tanta equidistancia con el párrafo destacado más arriba. Las lecciones sobre el asunto son limitadas tras dos horas y cuarto de tele, incluida la ronda de mensajes bien filtrados de los telespectadores, la realización propia de los recursos técnicos disponibles y las grandes dosis de silencio. Por no haber, apenas hay cigarros en escena. Qué decepción.

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