VALÈNCIA. Hay una escena que me ha sorprendido en más de una ocasión cuando estoy en uno de los pueblos cercanos al Saler haciendo recados. Por más que quiera mimetizarme con lo rural y lo silvestre, sigo siendo más de ciudad que un Starbucks, así que asumo que este hecho que tanto me fascina sea habitual en poblaciones pequeñas. El caso es que, caminando en dirección al banco, a la oficina de correos o al bazar chino, me he topado varias veces con un coche que ejerce de bando sobre ruedas. El auto circula por la calle con unos altavoces en el techo, desde los cuales voz pregrabada anuncia una defunción. Se hace saber que don nosequién o doña nosecuántos (aquí puede ir el mote si lo hubiera) falleció ayer. La misa será en tal sitio a tal hora, y el funeral en el día tal. Y así va el coche con altavoces, avisando a unos y a otros de que un vecino ha muerto. Un día incluso me topé con una comitiva fúnebre que atravesaba el centro urbano.
Como no vivo en el citado pueblo, me voy a mi casa cargado con todo lo que necesito –la compra, prensa, dinero en efectivo-, excepto una cosa: conocer la reacción de los vecinos del difunto al enterarse de que ha pasado a ser tal cosa. Entonces llego a casa., me siento frente al ordenador, consulto las redes sociales y ahí tenemos otra vez al coche-bando. La muerte de un artista famoso anunciada bien alto, a través de ese altavoz universal que son las redes, dando vueltas por las calles del mundo en el coche de internet. Nuestros músicos favoritos se mueren y desde cada rincón del mundo surge un río de lágrimas. Unas son reales y sentidas. Pero me temo que muchas otras son fruto del efecto contagio de una nueva enfermedad. La muerte de los ídolos del pop (o de actores, cineastas, escritores) parece ser ya algo tan necesario como los selfis, las fotos de lo que nos vamos a comer, las de lo que nos estamos bebiendo, o las de los pinreles en la playa. Empiezo a creer que las estrellas del pop, los actores y los rostros populares en general son envenenadas para que la gente pueda lamentarse a gusto en las redes sociales.
Da igual quién se muera porque no se va a ir de rositas. Si la estrella es de grandes dimensiones, el llanto puede alcanzar dimensiones de catarsis colectiva, algo muy comprensible por otra parte. Entiendo que el adiós definitivo de Bowie, Cohen, Prince o Reed ensombrezca el ánimo de los usuarios puesto que difícilmente alguna de sus canciones o de sus obras no nos haya llegado muy adentro. Así y todo, sería interesante hacer un estudio para ver cuántos de los que se afanan en despedirse del finado pop de turno con emoticonos tristones y corazones rojísimos o negrísimos saben de lo que están hablando. Dicho de otra manera, ¿es necesario que cada vez que muere algún músico tengamos que asistir a tales exhibiciones de luto? Porque además, aquí todo vale. Nos desgarra el corazón cosa mala la defunción del cantante de The Prodigy, la de Mark Hollis, la del batería que tocaba con The Wreckin’ Crew. El caso es afligirse. Y entrar en la competición de a ver quién hace el obituario más sentido. Los semblantes sobre el finado se multiplican. Esos días en los que las redes son como una factoría de esquelas.
Habrá quien piense que soy un cabrón sin sentimientos. Lo que pasa es que creo que los sentimientos ni son más ni son mejores por expresarlos en público. Mis sentimientos son míos y los gestiono como creo conveniente. No por no colgar algo en las dichosas redes me importa más o menos una pérdida. Me puede más la sensación de ridículo, de intentar no contribuir a una saturación a la que ya nos hemos acostumbrado. La gente no se muere para que nosotros lloremos. La gente se muere, punto, y es una cabronada. Para ellos, para sus seres cercanos, para los seguidores que de verdad les seguían y para los oyentes que de verdad los oían. Los artistas se mueren y eso da pena por mucho motivos, lógicos e ilógicos. Pero no se mueren para que nosotros podamos exhibir nuestra tristeza.
Jamás me imaginé que alguien como Scott Walker, que definió los últimos veinticinco años de su carrera con discos crípticos e impenetrables, pudiera causar una conmoción tal entre la afición. Pero por lo visto, Tilt, The Drifter y Bisch Bosch formaban parte habitual de la dieta cultural de miles de personas. Me alegro, porque me abre una ventana de esperanza, porque el último de ellos aún estoy intentando asimilarlo, y eso, cuando se muere un autor y lo admiras de verdad, es una canallada. Me refiero a que es una mierda que se muera y uno no se haya enterado de lo que nos quería decir en el que ya, inevitablemente, es su último disco. Me pasó con Lou Reed y Lulu. No me gustó, no lo entendí. Lo defenestré. Y ahora he de vivir el resto de mis días con ese remordimiento. Pero me estoy desviando de lo esencial: esa indiscreta celebración de la muerte. La pena como exhibición. La pena como coartada cultural.
Mark Hollis dejó de hacer música porque no le apetecía seguir haciéndola y cortó con todo. Scott Walker hacía música desde su interior. No tenía ninguna necesidad de ser aceptado, comprendido porque sí. Cuando un creador toma una decisión así, cuando se desentiende del mundo de una manera tan drástica, nos está diciendo varias cosas. Que escuchemos lo que hace y no a él. Que lo que para nosotros significa una cosa, para él significa otra. Que lo que creemos que vemos no es lo que necesariamente hay. Que lo dejemos tranquilo, mientras esté vivo y cuando deje de estarlo. Es una batalla perdida, por eso me parece importante señalarlo. Hay gente que debería ser honrada con cierto sentido común. Pero no, me temo que esto ya no hay quien lo pare. No quiero ni imaginarme el día que se muera Keith Richards, madre del amor hermoso.