VALÈNCIA. Dijo Ortega y Gasset que, aunque ningún ser humano sepa exactamente hacia dónde se dirige, resuelta excepcional encontrarse con alguno que reconozca estar perdido. Esa reflexión me hace pensar en el periodo que el músico Julian Cope atravesó entre 1981 y 1984, cuando su talento y la locura inducida por los ácidos formaban una fascinante y peligrosa aleación. A esa época pertenece también el auge y debacle de su grupo, Teardrop Explodes, una formación tan especial, tan atípica, que incluso cuatro décadas después de haber existido, tienen tantas posibilidades que The Smiths de volver a unirse: ninguna.
En Wilder, segundo y último álbum de esta banda de Liverpool, Cope alcanzaba la primera cúspide de sus extravagancias artísticas, marcadas por versos tan extraños como los que contiene “The great dominions: “Debería haber imaginado que pedirías mi opinión / desde cualquier parte del país y rumbo a los vastos dominios / cuidado, algunos errores de la Historia se han cometido así / Todavía estoy atrapado en este frasco de pepinillos en una alfombra de papel”. He aquí un alma perdida que no tiene problema alguno en contarnos en voz alta cómo de extraviada está, un momento de tinieblas plasmado sobre una soberbia composición musical.
En la Inglaterra de 1980, Teardrop Explodes lograron una proeza muy de aquellos tiempos: iban para grupo de culto y de repente se colaron en las listas de éxitos. Una serie o una película inglesa ambientada en los primeros ochenta como por ejemplo It’s a sin, no podría presumir de tener una banda sonora perfecta si esta no contiene “Reward”, uno de los escasos éxitos masivos de los susodichos. Todo lo bueno -que era bastante- y lo malo -que era más bien poco- que tenía el grupo se concentra en esa obra maestra que es Wilder, publicada, cómo no, un día de diciembre de hace cuarenta años.
Hay discos que se hacen mayores contigo como un viejo amigo de la infancia. Los conoces muy bien, sabes qué puedes esperar de ellos, pero siempre hay algún matiz que solamente se puede descubrir desde la experiencia vital, un verso, una inflexión de la voz, un arreglo estrambótico. Y cuando ese matiz aparece, la magia se desencadena de nuevo y durante unos minutos, el mundo se ve de otro modo.
Decía que Wilder resume muy bien lo que fueron Teardrop Explodes porque contiene canciones pop hechas para desafiar al tiempo y al olvido, pero también está poseído por un espíritu suicida, una oscuridad que ningún recién llegado a la corte de las estrellas del pop osaría proyectar. Cope, que tenía buena pinta y era carne de cuché para fans adolescentes, soñó inicialmente con alcanzar ese estatus para luego pasarse el resto de los días con el grupo intentando boicotearlo. Uno de los objetivos de Wilder fue ese, espantar a los fans que solamente esperaban canciones facilonas.
A Cope le pasó lo mismo que a uno de sus grandes ídolos, Scott Walker, en cuyo rescate tuvo muchísimo que ver cuando, en 1981, seleccionó personalmente los temas para un recopilatorio que introdujo al también esquivo y renegado Walker en el templo de los nombres de culto. Con The Walker Brothers, el ermitaño Walker había gozado de una fama asfixiante que llegó a rivalizar con la de los propios Beatles. Pronto se cansaría de ella, publicando discos cada vez más sombríos y pesimistas donde proliferaban adaptaciones al inglés del atormentado Jacques Brel. Por su parte, Cope había estudiado a fondo la obra de artistas que en su momento se movieron en los márgenes de lo aceptable por el rock, Syd Barrett, Nico, Tim Buckley… Por eso, y a pesar de su parentesco con bandas neopsicodélicas de Liverpool como Echo & The Bunnymen, Teardrop Explodes fue un grupo que no se parecía a nadie más que a ellos mismos.
Parte de ese factor diferenciador reside también en la libre mezcla de estilos e intenciones. Incluso en sus excursiones hacia lo desconocido, Cope no deja de construir soberbias melodías. A veces también logra que esos arrebatos tengan formato de canción pop. “Passionate friend” -con sus papapá finales y su guiño al “As tears go by” de los Stones-, y “Colours fly away” representan aquí a la vertiente eufórica del grupo. En ese apartado no deja de tener cabida “The culture bunker”, reflejo de la capacidad literaria de Cope para crear imágenes indescifrables, pero irresistiblemente atractivas. Wilder también es fruto de las tensiones entre Cope y Dave Balfe. Ambos crearon juntos el grupo y ambos consiguieron que se fuera al traste a toda velocidad. Mientras Cope optaba por ser tan autodestructivo como Jim Morrison, Balfe exploraba sonidos ajenos al rock convencional, y aportaba tanto las posibilidades que ofrecían los sintetizadores como los ritmos étnicos que David Byrne y Eno estaban aplicando en sus últimas obras. La colisión y posterior fusión de estilos, hace de Wilder un disco al margen de cualquier tendencia.
Hay tres canciones en las que se concentra el espíritu de este disco, esa reacción entre díscola y herida que Cope proyecta una vez ha aceptado que no es fama lo que quiere, o quizá sí, pero no servida de esta manera. Y es entonces cuando reaparece esa sensación de perdición y derrota. “Pero cada personaje está saqueando mi casa y llevándose todo lo que es mío”, dice en medio de “Tiny children”, balada que concluye con unos cascabeles navideños que no se sabe si son festivos o simplemente están ahí para aumentar el desconcierto de quien escucha. Esa trilogía de la confusión -el disco también tiene que ver con el fin del matrimonio de Cope- se completa con la nocturna “…And the fighting takes over” y con la ya mencionada “The great dominions”, los vastos dominios, que fue uno de los títulos que se barajó para bautizar al álbum.
Cope se quitó la ropa para grabar la voz y lloró desconsoladamente cuando llegó el momento del estribillo, “mummy I’ve been fighting again”, mamá he vuelto a pelearme. Wilder está marcado por las confesiones de un artista intentando describir un estado de ánimo que más bien parece una prisión. “The great dominions” es una debacle emocional concienzudamente orquestada, grandiosa como esos paisajes imaginarios que evoca, vulnerable como el estado que intenta describir. A mí me recuerda a la soledad de la playa de El Saler y también a los senderos que conducen a ellas cuando están solitarios y tranquilos: un territorio infinito en el que los pensamientos y las emociones, al entrar en contacto entre sí, generan gloriosos destellos que solamente significan algo para quien los vive. Wilder también es eso. Un salto mortal realizado en un tiempo en el que los grandes errores de la Historia dejaban tras de sí un rastro glorioso.