El excorresponsal de El País en medio mundo asegura que no tiene miedo a la muerte y que, de hecho, escribe sus diarios como si él y los demás ya hubieran caído en ese vacío
VALENCIA. Ignacio Carrión escribe con una prosa clara y precisa, fuerte y rotunda. Stendhal decía que antes de iniciar una novela leía el código civil, para así afianzar el estilo, y darle mayor concisión y parquedad. Algo parecido se podría decir de Carrión: su estilo es directo y sin circunloquios, va al grano con las palabras justas. En su novela Cruzar el Danubio, con la que obtuvo el premio Nadal, el hoy articulista de Plaza no puso ni una sola coma (en realidad, la única que hay se debe a un error). «Cuando en El País publicaron un extracto, como un avance editorial, el corrector decidió corregirme el texto y me llenó aquel fragmento de comas. ¡Tuve un disgusto!». Carrión habla con elegancia, y su mirada, medio oculta bajo unas gafas redondas de pasta muy quevedianas, es lúcida e intensa. Es un escritor inteligente, ha viajado por medio mundo: al llegar a su casa, en la avenida de Blasco Ibáñez, mientras el fotógrafo Jesús Císcar aprovechaba la poca luz de la tarde que entraba por las ventanas, eché una mirada a su biblioteca. He aquí un buen lector, pensé, aunque, a decir verdad, Ignacio Carrión es un grafómano.
Los hermanos Goncourt escribieron unos famosos diarios, pero sólo permitieron su publicación veinte años después de su muerte. Así salvaguardaban un poco la intimidad (cuando no la honorabilidad) de algunos de los amigos allí retratados. Para mi gusto, no hay mejor diario literario que el de los Goncourt, donde se recogen lecturas, charlas de café, aforismos, pensamientos agudos y sarcásticos.
En aquellos diarios, todos salen malparados, excepto los autores, que muestran urbi et orbi su buen gusto y criterio. Ignacio Carrión también escribe un diario desde el año 1961, y en estos momentos tiene 197 cuadernos. Me muestra uno de aquellos volúmenes encuadernados, con hojas de papel Clairefontaine, escritos con su letra grande y apuntada, limpia y sin correcciones. Me explica que tiene a honra no tachar nunca, y cuando por distracción escribe una palabra que le sobra antes prefiere acomodar la frase a un nuevo sentido que emborronarla.
«La publicación de mi primer diario, La hierba crece despacio, me acarreó muchos disgustos. Sin duda, hubo gente a la que le sentó mal lo que allí había escrito, que se sintió muy ofendida. Si crucifico a Juan Cruz, es porque no me gusta nada. ¿Por qué no habría de arremeter contra él? Mi editor me dijo que el único que quedaba bien en el diario era mi perro. Pero yo, cuando escribo, es como si estuviese muerto, y como si los demás también... Y quien queda peor soy yo, con quien no tengo compasión». Miro su diario publicado, un gran volumen de cerca de mil páginas, que comprende desde el año 1961 al 2001. «¡Me dejé tantas cosas en esta edición!
Si pudiese hacer una nueva edición ampliada...». En 2014, publicó una nueva entrega, en dos voluminosos libros, y ahora está preparando la tercera. «Mis hijos prefieren no leerme... En realidad, he intentado dejarlo, desengancharme, pero escribir un diario crea un hábito. Mi vida no me interesa nada: lo que busco es hacer buena literatura. Me interesa que se entienda y que tenga musicalidad. Por eso, mientras escribo leo en voz baja, con un murmullo». Me recuerda al pianista Glenn Gould, que canturrea las obras mientras las interpreta. «Sí… El diario es mi refugio, mi desahogo. Aunque a veces me siento manipulado por ese personaje que escribe el diario... ¡Ese vómito! Pero no creo en la literatura del yo. ¡Todo es literatura del yo! Aunque esté escrita en tercera persona».
Me enseña su sala de escritura: su ordenador Apple y su colección de plumas estilográficas: sus Montblanc, sus Parker… Escribe a mano y después le transcriben los diarios. «Kafka es mi escritor preferido. También era diarista. Y como diario el que prefiero es el de Paul Léautaud». Un dibujo de una mano de Chillida cuelga en una pared. Le comento que Chillida a veces dibujaba con la izquierda, para evitar que su dibujo fuese demasiado perfecto: que en ocasiones un exceso de técnica también puede matar el alma de la obra. «Escribí Cruzar el Danubio bajo la influencia de Thomas Bernhard. A veces encuentro el español demasiado retórico, muy solemne y prosaico. Uf, cuando leo a Manuel Vicent haciendo tirabuzones... Yo prefiero un estilo más sobrio. El mejor Azorín es el cortito: el estilo no se tiene que notar».
Hablamos de Bernhard, de nuestra mutua admiración por él. Se ha traído de su finca de Benissa lo que ha podido, sus libros más selectos, allí tiene lo mejor de su biblioteca. «No creo que vuelva al campo... Bueno, al camposanto quizá sí». Ignacio Carrión sonríe, sorprendido de su humor negro. Hace unos días le han diagnosticado un cáncer de pulmón, y en breve tendrá que someterse a un complicado tratamiento. «Habrá que echarle cojones» dice, emocionándose un poco. «Fíjate, desde hace unos meses tenía un cierto carraspeo, me molestaba la garganta al tragar.
Fui al médico y me dijo que seguramente se trataba del cambio de tiempo, que no me preocupara... Pero como no mejoraba, me hicieron un TAC. Tan tranquilo que entré, pensando en lo buena que estaba la enfermera...».
Se hace un silencio, roto por el graznido de las cotorras que anidan en los árboles de la avenida. Cae la tarde y parecen más excitadas que nunca: las veo volar frenéticas a través de la ventana, dejando un rastro verde metálico. Sobre la mesa reposa un ejemplar de su último libro, Cartas a Lola. Sólo le queda aquel ejemplar, que va a regalar a la doctora que lo trata. «Me fijé que escribía con pluma y eso me causó buena sensación... Se lo comenté y entonces ella retiró su bata y me enseñó unas plumas estilográficas que llevaba en el bolsillo de la blusa... Y pensé: ¿Qué es más importante: caer bien a la oncóloga, o que ésta te caiga bien?».
Las Cartas a Lola son un interesante experimento literario: durante un tiempo Ignacio escribió cartas a la periodista Lola Díaz, sin recibir respuesta. A pesar de ello siguió escribiéndole, aunque ya sin enviárselas. De todo eso hace casi treinta años. Ahora las ha recuperado, y muestran un periodo de su vida, cuando era corresponsal de El País en Washington y Nueva York y se alojaba en los mejores hoteles. Son ejercicios literarios extraordinarios. Todo en Ignacio Carrión tiene algo de excepcional.
«Pienso que cambia más el lector que el escritor... Tengo esa teoría. Yo sigo escribiendo como siempre, pero cuando leo me sorprenden cosas nuevas, distintas. Este libro, Bajo el signo de Marte, de Fritz Zorn, es una novela que he releído ahora, pero en la cual he marcado muchas menos cosas que durante la primera lectura. Una lectura muy acorde con lo que me sucede: el protagonista tiene cáncer... De hecho, muere a causa de él... No me da miedo la muerte... La muerte es como cuando te anestesian: caes en el vacío. El vacío es la muerte».
Nos despedimos, y ya en la puerta aparece su perro Blus, un labrador bonachón. Se alegra de nuestra marcha, porque eso significa que pronto bajará con Ignacio a pasear un rato. Quizá vayan a los jardines del Real, quizá caminen un breve trecho por el jardincillo de la avenida. Quién sabe. Ignacio Carrión me ha regalado una edición en rústica de los ensayos de Montaigne, que adquirió durante su estancia en Viena.
Es una edición de Garnier de los años veinte, que conservaré con cariño. Antes de guardarla en mi bolsa, abro el primer volumen al azar y leo un fragmento sobre la soledad. Montaigne piensa que el hombre no es verdaderamente él durante la vida pública, sino tan sólo cuando cultiva la soledad, la meditación y la lectura. En aquella casa, sin duda no hay cosa más cierta.
(Este artículo se publicó originalmente en el número de enero de la revista Plaza)