Hoy es 13 de octubre
VALÈNCIA. Son las diez de la mañana y el asfalto, ya recalentado, advierte del sofoco que viene. El aire empieza a enturbiarse a la altura de los tobillos, pero no es mayor problema para quien, en busca de un hueco en la gran ciudad, viaja desde el mismísimo Sáhara. Por eso Francisco -nunca da su nombre real- le quita hierro: "El calor no molesta. Molesta hacer daño a alguien o ser mala persona".
El desfile de monoplazas que antaño engalanaba la pista hoy es aquí un mito más de la sociedad valenciana: cuando quisimos ser grandiosos. De aquello, sin embargo, apenas queda el betún áspero y hostil, y un vallado imponente, inconexo, asediado por la maleza y la basura. Y desde hace meses, está acompañado de humildes inquilinos que han aprovechado las ruinas del Valencia Street Circuit de la Fórmula 1 para hacerse su pequeña morada, ya casi convertida en un diminuto barrio en el seno del Grao de València.
Saharauis, ghaneses y españoles, entre otros, cohabitan los márgenes de lo que un día fue un circuito. Juntos -saben unos de otros-, pero no revueltos. Los primeros han cercado su pequeño campamento, donde habrá una treintena de inmigrantes y refugiados, con sus puertas de entrada y de salida, sus calles, sus chabolas perfectamente delimitadas. Los nacionales han hecho lo propio un poco más allá y han izado su bandera. Y repartidas, como dejadas caer sobre la pista, se han ido asentando más nómadas.
"Viene la gente mientras busca trabajo o lo que sea", explica uno de los vecinos que hace llamarse Francisco: "No queremos nada más, no queremos que nos den nada, sólo poder ganarnos la vida". Empezaron siendo cinco y se corrió la voz. Hoy habrá medio centenar y resulta complicado consensuar un censo: aquí se va y viene según las circunstancias de cada uno.
Lo cierto es que saben dónde están. Saben que Francisco Camps y Rita Barberá se dieron, protagonistas del momento, algún que otro garbeo por la zona. Saben que ocupan un fiasco urbanístico, resignados a vivir sin electricidad y sin agua, a cargar sus teléfonos móviles en los bares y locutorios del barrio, a depender de oenegés para beber o lavar su ropa. No quieren fotografías, no quieren identificarse. Son la gran mayoría hombres y su anonimato es la tranquilidad de sus familiares. "Ojos que no ven...", parecen decir algunos de los residentes del circuito.
El campamento tiene también ciertos horarios. Por la mañana, se vacía para ganarse su gente el pan, en el campo, aparcando coches. De lo que sea, pero nada estable. "Si consiguiéramos un trabajo estable no tendríamos que estar aquí, podríamos llevar una vida normal", relata Aziz, quien sí acepta dar su nombre real a Valencia Plaza. Se vive con poco, y el resto se envía a las mujeres y a los hijos. "Si alguien me llama para recoger calabazas, me gano 50 euros y se lo envío a ellos", confiesa, porque 50 euros allí no son 50 euros aquí.
Muchos de los vecinos del asentamiento no tienen papeles, algunos reclaman su condición de refugiado sin éxito, pero, fichados por la Policía, la administración no ha mostrado demasiados reparos en su presencia sobre el circuito. "No hemos tenido nunca ningún problema con nadie", asegura Aziz. Vecinos del Grao pasean al perro o usan el circuito de atajo, pero la convivencia es natural.
Un dia cualquiera a la semana acuden aquí entidades como Ayuda una familia. Es el caso de hoy: una furgoneta se acerca al campamento y los residentes se afanan en llevar un recipiente a la entrada, revestida con lonas y carteles que impiden ver el interior. Juan, el empleado de la ONG que reparte agua por este y otros asentamientos de València y alrededores, introduce una manguera por uno de los agujeros de la valla. Minutos después es escupida. Su trabajo termina ahora. Se sube a la furgoneta y marcha a otro campamento a ayudar.
Más allá, como una isla en el mar de asfalto, se erige la cabaña de Paco. Con 62 años y procedente de Ghana, tiene una novia del País Vasco y se dedica a aparcar coches en un centro comercial próximo. Viene de hacer la compra, cargado de hielos y una cerveza. Cuando no hay frigorífico, buena es una nevera portátil, que al final acaba encharcada.
Paco presenta orgulloso su morada, que ha decidido distribuir en dos espacios: la habitación, con colchón y sillas, y la cocina, que funciona a gas. Se ha construido un toldo, pero lo va a ampliar para evitar las goteras. Fuera en la terraza, desde donde se avista claramente l'Assut d'Or y el Ágora, reposa un capazo, lleno de agua y ropa, que hace las veces de lavadora.
Por ahora, la administración que más se ha implicado ha sido la concejalía de Bienestar Social de València, que lleva cierto seguimiento del asentamiento con recuentos puntuales. El departamento que dirige Isa Lozano ha inscrito a los ocupantes del campamento en el Censo de Vivienda Precaria y les ha asesorado en materias de empleo y servicios sociales. En la concejalía aseguran que su actitud para con los técnicos en un principio fue “cordial y de agradecimiento”, pero se tornó “exigente e imperativa” con el paso del tiempo.
Sobre el terreno hay proyectadas fincas, zonas verdes, dotaciones, y el Ayuntamiento busca crear un polo de atracción innovadora en el suelo terciario que hay pintado en los futuros planos. "Eso hemos escuchado, pero no hay nada oficial". Es el futuro PAI del Grao, y los residentes del campamento saben que algún día las máquinas les obligarán a marcharse. "Nadie nos ha dicho por ahora que nos vayamos por el futuro proyecto".
- ¿Y cuando empiecen con las obras, qué haréis?
- Tendremos que salir de aquí. Tampoco puedes mantenerte aquí si esto es de una empresa. Son los dueños y si van a construir lo que les venga en gana, tú no puedes estar aquí, no tiene ninguna lógica.
El futuro PAI, que depende de la empresa municipal Aumsa, está atascado porque parte de la factura del circuito debe repercutirse a los propietarios privados del suelo, que no están de acuerdo con abonar los 42 millones en disputa. Mientras, el suelo tiene otro uso: albergar el día a día de quien no puede permitirse otra cosa. De quien vive, consciente de ello, en el interludio del ladrillo.
Es la resaca de los macroproyectos de la época. La celebración del Gran Premio de València desde 2008, pagada íntegramente por la Generalitat Valenciana, llegó a costar unos 90 millones de euros. Para ello, la administración valenciana que presidía Camps solicitó un crédito a devolver a razón de 7,5 millones de euros al año. Crédito cuyas cuotas la Entidad Valenciana de Vivienda y Suelo (EVhA) todavía sigue abonando, y lo hará hasta 2023.