VALÈNCIA.- El Colegio Imperial tiene seiscientos años. Seis siglos acogiendo y educando a niños huérfanos o de familias desestructuradas, rotas o directamente podridas. Una institución que es parte del viejo legado de san Vicente Ferrer y que, con raíces que llegan hasta 1410, está considerada como la institución educativa de carácter benéfico más antigua del mundo. Un centro que, tantísimos años después, no ha perdido vigencia. Hoy ya no está en el corazón de València sino en San Antonio de Benagéber, unos terrenos de 60.000 metros cuadrados donados por Cáritas donde el visitante puede cruzarse con una imagen del santo dominico cada veinte pasos.
La primera piedra se colocó en 1970 y hoy se encuentra debajo de una estatua mutilada de san Vicente esculpida en piedra por Nassio Bayarri. Está un poco antes de llegar a la entrada, donde se conserva, como si fuera un monumento, una puerta del antiguo centro, el que se derrumbó y del que cogieron ladrillos y todo aquello que se pudo aprovechar.
«Por el Colegio Imperial han pasado cerca de 30.000 niños», advierte su director, José Ignacio Llópez, un hombre amable que se sabe de carrerilla la historia de esta institución que ha sido seleccionada como candidata a los Premios Princesa de Asturias.
Junto a la residencia de los estudiantes acogidos hay un colegio concertado independiente donde estudian los chavales. La distribución recuerda a un pueblo. El edificio central sería el ayuntamiento, que da a una plaza con un gran mosaico de san Vicente. A un lado está la iglesia con su campanario y al otro, los tres edificios de viviendas. Entre medias, zonas comunes y una generosa vegetación con pinos, palmeras, magnolios, setos, romero, cactus… La parte exterior da a un descampado donde el Ayuntamiento cree haber encontrado el lugar ideal para aparcar decenas de contenedores de basura, papel y plástico.
El colegio original se vino abajo en 1968. Estaba donde hoy se encuentran los cines ABC Park y El Corte Inglés, entre la calle Lauria y Colón. «En 1610 se había producido la expulsión de los moriscos y, con los pocos que quedaban y los huérfanos de la ciudad, se pasó a los niños de san Vicente a este colegio. Dejaron el centro de la plaza de san Agustín y se trasladaron al antiguo colegio de moriscos, que era la casa del Emperador y que propicia el nombre de Colegio Imperial. San Vicente había fundado este colegio en 1410 porque en su época había luchas en la ciudad de València y había muchos niños huérfanos en la calle y nadie se ocupaba de ellos. Era un problema de seguridad y de humanidad. Un año antes de la fundación se produjo el apedreamiento de un loco y esto motivó la fundación del hospital para los dementes del padre Jofré. San Vicente se encargó de los mozalbetes que apedreaban, que era otro tema que había que abordar, y lo complementó con esa obra».
José Ignacio Llópez (Director del colegio imperial) «Por el Colegio Imperial han pasado (a lo largo de estos más de seiscientos años) cerca de 30.000 alumnos»
Las prioridades del colegio eran que los niños aprendieran la doctrina cristiana y enseñarles un oficio para que pudieran valerse por sí mismos. Con doce o trece años los llevaban a los gremios para que cogieran experiencia bajo la tutela del colegio, que siempre ha tenido como clavario director a un cura diocesano de València. «Se le llamaba clavario porque llevaba la llave, la clau. Como ayuda al clavario había un maestro para los niños y una maestra para las niñas. Y luego estaba el afermador, que era quien afirmaba a los niños en el empleo. Y algún sacristán por el culto en la capilla. Los niños, además, ayudaban como monaguillos en la catedral de València», añade el actual director.
A mitad de mañana, el director presenta a un chico de rasgos latinos. Dice llamarse Jesús Mayer. Llópez apostilla que su nombre, en realidad, es Jesús Miguel Mayer, pero el chaval, que tiene quince años, ha elegido omitir el apellido paterno. Esa mitad es como un lado oscuro de su vida. «Con mis padres pasaron… cosas», se limita a contar como explicación a que él lleve allí desde tercero de Primaria. La segunda pregunta recibe una respuesta más seca: «No quiero contar lo que pasó con él».
El alumno equidistante
Jesús es un chaval muy educado que camina todo el rato con el bocadillo del almuerzo casi sin tocar para no hablar con la boca llena. Da pequeños mordiscos de vez en cuando pese a que solo tiene media hora para almorzar y enseñarle a los periodistas dónde vive. Es tan formal, o tiene tanto miedo a decir algo inapropiado, que no contesta ni a la pregunta inocente de qué música escucha. Se queda unos segundos pensativo y luego despeja la pregunta con un «de todo tipo».
Sus padres son bolivianos. Ella, la madre, es de La Paz. Y él, el padre, de Cochabamba. «O eso creo», dice con inseguridad. Los fines de semana se reúne con su madre. Es una norma del centro que los alumnos becados se marchen con un familiar el sábado y el domingo. «Si no tienen con quién, ya no dependen de nosotros y hay que desviárselos a la Conselleria». Alguna vez, de manera excepcional, se pueden quedar. Y entonces, para romper la rutina, dejan su habitación y se marchan a la casa que hay junto a la iglesia. Esta construcción, que cuenta con una fachada decorada con dibujos de Violeta, tiene un origen curioso, ya que la levantaron gracias al programa Esta casa es una ruina, de Antena 3, en 2008.
Jesús lleva ya ocho años en el colegio. Tiene quince años y está en cuarto de la ESO. Cada mañana les despierta el educador que les tutela. El anterior les ponía música para empezar el día y los chavales, como siempre repetía la misma playlist, sabían ya hasta qué canción podían seguir remoloneando en la cama. A las 7.50 están en pie. Entonces se asean, se visten y rezan el ángelus antes de bajar a desayunar. A las 8.30 tienen clase.
El alumno explica su rutina diaria dentro de su habitación, una habitación muy austera con tres camastros cubiertos con colchas de colores, varios armarios y cuatro sillas. Las ventanas tienen unas cortinas rojas. Jesús comparte la habitación con solo otro chaval, con lo que salen a dos armarios por cabeza. Un lujo.
A la una y media van al comedor, donde tienen que guardar la distancia de seguridad por el coronavirus. Y luego tienen un poco de tiempo libre. Hasta las cinco menos cuarto que reanudan las clases. Al terminar van a merendar a su tutoría. Luego se cambian de ropa y van a hacer algo de deporte. Antes, fútbol; ahora, en tiempos de covid, baloncesto y bádminton. Tampoco se atreve a decantarse por un deporte. Nunca pierde la equidistancia. No parece adolescente y jura que cada noche, después de cenar y rezar el rosario, se acuesta a las once en punto. Cada dos semanas, le toca fregar los platos. Y los jueves tienen película. Unas veces eligen ellos y otras, el educador. En la sala de estar tienen un piano y varios ukeleles. «Aquí nunca falta la música», explica el chico.
Fernando Noguera (exalumno y educador) «Al principio fue muy duro, pero el primer día ya acabé jugando al billar con otros chicos. Mi madre llamaba dos veces al día»
Los educadores viven allí. Como Fernando Noguera, que tiene 34 años y lleva casi toda su vida ligado al Colegio Imperial. Primero como alumno y luego, desde 2008, como educador. Llegó con seis años después de que ocurriera una tragedia familiar. El barco en el que había salido a pescar su padre hizo aguas y se hundió. Tres de sus compañeros lograron alcanzar la orilla a nado. «Mi padre y mi tío no llegaron», recuerda con gesto pesaroso.
Su madre resistió como pudo pero cuando el niño cumplió seis años lo mandó al Colegio Imperial. «Al principio fue muy duro, pero el primer día ya acabé jugando al billar con otros chicos. Mi madre llamaba dos veces cada día. Entonces no había móviles y tenía que ir cada vez a la cabina. Los fines de semana, cuando iba a Benissa, me recibía siempre con una tarta».
Ahora cuida de niños como él. Por eso dice que se las sabe todas, que él fue ladrón antes que policía, y que ya se huele cuando pasa algo raro por las noches en las que les da por hacer alguna travesura. Él tiene a su cargo a una decena niños, de entre diez y doce años. Con casi treinta de experiencia tiene muy clara una cosa: «No todos los niños valen para estar aquí».
La institución tiene varias vías de financiación. Una de ellas es el solar de Lauria por el que cobran un alquiler al El Corte Inglés. El colegio lo controla un patronato formado por ocho personas, entre las que figuran un notario, un concejal del Ayuntamiento de València, un diputado provincial y un canónigo de la Catedral.
Ilustres exalumnos
Hay noventa y dos internos en el colegio. Provienen de las tres provincias. Ya no hay casi huérfanos de padre y madre sino que suelen ser hijos de padres que se ven incapaces de cuidar de sus hijos entre semana. A Llópez, que tiene 52 años y es un sacerdote diocesano de Torrent que ha pasado anteriormente por Gata de Gorgos y Ontinyent, que amplió sus estudios en Roma y que es profesor de la Facultad de Teología, le gusta presumir de los pequeños tesoros del colegio. Como el facsímil imperial, la cerámica valenciana de José Gimeno o el hueso radio de san Vicente Ferrer, una reliquia que llegó en 1980 procedente de Vannes (Francia), donde murió el dominico en 1419, y que se conserva dentro de una urna.
La edad de entrar al colegio es a los seis años. Y entre los exalumnos más ilustres Llópez destaca a José Ignacio García Ninet, catedrático emérito de Derecho Laboral en la Universitat de Barcelona; el difunto Antonio Vilaplana, que fue obispo de León, o Ángel Martínez Pons, muerto el año pasado, que fue director del Colegio Imperial y finalista del Premio Planeta en 1998 por su obra Querida Juana.
Llópez tiene a su cargo a 42 empleados: diez tutores, ocho limpiadoras y cocineras y 24 profesores. Y del mismo modo que conoce el pasado piensa en el futuro, en las pistas de pádel que quiere construir y en la energía solar que pretende implantar en el centro. Porque, pasados seiscientos años, sigue habiendo niños que necesitan un lugar donde ser educados. Como Jesús Mayer, el niño equidistante de puro educado, y otros que quizá son menos presentables pero que crecen y se forman en este Colegio Imperial que sería el orgullo de san Vicente Ferrer. O como Fernando Noguera, que lleva prácticamente una vida entera en San Antonio de Benagéber. Primero como hijo huérfano de padre y ahora como educador de chavales que le recuerdan a él, ese chico que llegó desconcertado y triste años después de que el mar se tragara a su padre pescador.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 81 (julio 2021) de la revista Plaza