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el callejero

El mantero ejecutivo

Se llama Curro Jiménez, va vestido de traje y lleva décadas vendiendo calcetines y otras cosas por el barrio de Cánovas

9/08/2020 - 

Nadie sabe los años que lleva transitando por Cánovas. Por el Ensanche, vaya. Con ese tranco firme, como si fuera matando cucarachas a la vez que anda. Y los vecinos, o los transeúntes que frecuentan el barrio donde siempre ha corrido el dinero, juegan a adivinar quién será ese hombre tan atípico con quien se cruzan a menudo. Ese gitano que viste de traje y lleva en sus manos grandes y fuertes un maletín de piel negra que vigoriza la imaginación. Un vendedor que si te echa el ojo, si ve que puedes morder el anzuelo, te aborda con una amplia sonrisa.

Se llama Curro Jiménez y no es un bandolero, pero como te descuides te vas a casa con veinte euros menos y, a cambio, una bolsa con calcetines de imitación que no te hacen ninguna falta. Pero de eso vive. Y se le permite.

Su trabajo no es muy diferente al de un mantero, pero vestido de ejecutivo.

Lo veo venir por la calle Reina Doña Germana y le pregunto si se dejaría entrevistar. Al principio se pone serio. Y luego, sin venir a cuento, se echa a reír. De repente, se agacha y mira por debajo de la mesa. Luego se incorpora y me suelta: “Tengo calcetines de esos. ¿Quieres cinco pares?”.


-Si me dejas entrevistarte, te los compro.

-Cómpramelos ahora y vengo el lunes.

-No, después de la entrevista.

-Vale, pues el lunes.

-¿A qué hora?

-…

-Si no me dices una hora, cómo te voy a encontrar.

-Vale, pues el lunes a las 11 en esta misma terraza. Tómate mi número.

Pasa el fin de semana y llega el lunes. Las 10.50, las 10.55, las 11, las 11.05… y allí no aparece nadie.

A las 11.30 le suena el teléfono.

-¿Dónde estás? Habíamos quedado a las 11.

-He ido y no estabas.

-Voy a buscarte.

-Vale, te espero en el Albero.

Nos encontramos en el Albero, pero está cerrado. Choca el codo y dice que el bar Amador está abierto. Vamos allá. Por el camino pregunta otra vez el nombre, cómo se llama el periódico y por qué le quiero entrevistar. Se pone serio. Desconfía. Pero de repente se pone a reír. “Vamos, amigo”.

Nos sentamos en una mesa dentro del bar de la calle Burriana. Abre el maletín y saca dos bolsas de plástico llenas de calcetines. Una la coloca delante mío. La otra se la suelta en las manos al fotógrafo sin mediar palabra.

-Son buenos, de Tommy (Hilfiger, la marca con un cuadradito blanco al lado de uno rojo que imitan estos añadiendo uno azul). Valen 25 euros, pero te los voy a dejar en 20. Es muy buen precio". 

Luego, mientras espera a que saquemos el dinero, le gasta una broma al camarero y pide un cortado. Después se guarda mis veinte euros y empieza a remover el azúcar mientras responde las preguntas de manera muy escueta. A veces solo contesta una palabra o un monosílabo. Y de vez en cuando, el miedo le asalta. “Tú no me irás a meter en un lío, ¿verdad?”.

A Curro Jiménez le da tiempo a contar que tiene 62 años, que nació en Cuenca y que su familia se dedicaba a los caballos, a las ferias, y que se tiraba todo el año viajando por España. Que eran quince hermanos y que él era el cuarto. Luego se come 50 o 60 años de un bocado y concluye: “Y ahora vendo calcetines. Y polos”. Y entonces saca uno naranja metido en una bolsa de plástico y contraataca: “¿Quieres uno?”.

De su madre añade que vendía colchas, sábanas, mantelería… Y que él, de pequeño, iba al colegio. “Luego empecé a buscarme la vida. A València vine con veinte años. La cosa estaba muy mal por Cuenca y empecé a vender por la calle calcetines, camisas y otras cosas…”.

Su ‘tienda’ ha sido el barrio de Cánovas pero son tantos años que su popularidad ha pasado de calle en calle. “A mí me conoce toda València, y tengo clientes fijos desde hace años…”, presume antes de revolverse nervioso en la silla y preguntar: “¿Ya está?”.

Ahora vive en el barrio de la Plata con su mujer, “que no está muy bien de salud”, con quien tiene dos hijos, de 44 y 32 años. “También venden calcetines. ¿Qué hacemos si no hay otra cosa?”. Lleva tantos años que la Policía le conoce de sobra. Aunque de vez en cuando aún se topa con alguno que le para los pies. “Si me quitan el genero es porque no me conocen. Si me conocen, solo me paran para comprarme. Tengo muy bueno amigos ahí dentro”.

Se nota que no le gusta hablar de la policía y de los ‘peligros’ de la venta ambulante. Así que la desconfianza vuelve a cogerle del cuello. “Tú no me irás a hacer nada raro, ¿verdad?”. Y luego, como si tuviera que justificarse, añade: “Yo no hago daño a nadie. Si me quieren comprar, me compran, y, si no, tan amigos…”.

Ahora parece que vuelve a fiarse, y eso le anima a contar que por la noche se sube a las tablas y canta. “Desde hace muchos años. En sitios de flamenco. No me enseñó nadie: aprendí yo solo”.

Ir por la calle con los ojos bien abiertos también le sirvió para entender que un traje abre muchas puertas y que ir mal vestido cierra muchas más. “Me gusta vestir bien. Porque, si no, hay quien no te compra. Si te ven que vas sucio, la gente se aleja de ti”, explica en pleno verano, la única estación en la que da una concesión a su atuendo. El calor aprieta y a un caminante como él le asfixia la chaqueta y la corbata. Pero no perdona la camisa de manga larga, el pantalón de tela y los zapatos negros bien lustrosos. Y un pelo más negro que la noche bien engominado. De una ranura del pantalón asoma un llavero de Mercedes. Y de la muñeca, un reloj que parece un Rolex. “Se parece, pero no es un Rolex, es uno normal”.

Es hablar del reloj y parece que le han entrado la prisas. “Me tengo que ir”, suelta de golpe. Dice que ha quedado con alguien. Le enseño la libreta con unas pocas notas y propone otra de esas citas fantasma. “Llevo quince años tocando en El toro y la luna. Veniros una noche y hacemos la entrevista con calma. Ahí sí que te contaré mi vida. Y me haces una foto con mi primo, que toca la guitarra. Yo canto canciones de Los Chichos, Rafael Farina, Camarón…”. Aunque añade que en el confinamiento, como todos, tuvo que parar. Y que ahora es más complicado. Aunque a él no le va nada mal. “Yo gano 60 o 70 euros al día (hoy, al menos, acaba de meterse 40 en el bolsillo en menos de media hora). Y trabajo de 11 a 14 o 14.30. Por la tarde descanso”.

Y sin más se levanta, coge el maletín y sale a la terraza del bar. Pago las consumiciones, le pago los 20 euros del fotógrafo y le digo que necesito volver a quedar. “Claro, claro. Si venís a vernos cantar, llevaré unos polos…”.

Pero no volvemos a verle. Dos llamadas más y dos nuevas excusas. Y las mismas preguntas, los mismos miedos. Hasta que volvamos a cruzarnos. Por Cánovas. O el Ensanche, vamos.

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