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reciclando vidas

El milagro africano de Lamu

La periodista y escritora Mariola Cubells cuenta su experiencia en One Day Yes, la ONG fundada en Kenia por un grupo de valencianas para dar a los más pequeños un futuro

| 17/07/2018 | 2 min, 53 seg

VALÈNCIA- Volvíamos de visitar la escuelita de Lamu, en Kenia. Los niños zascandileaban en el barco que los iba a llevar a comer y a bañarse a una playa cercana, en lo que sin duda era un día especial, distinto a su rutina. De pronto, Omar, el creador de la escuela, cogió el bongo africano —se llama ngoma—, empezó a tocarlo y a entonar una canción. Los niños se despegaron de los asientos, se lanzaron a bailar en el centro de la barca y a corear a Omar, felices. Montaron en tres décimas de segundo una fiesta total, que nos contagió a todos, a los viajeros del primer mundo. Yo saqué mi móvil de ese primer mundo para inmortalizar aquello. Allí estábamos nosotros, boquiabiertos, viéndolos moverse con un ritmo apabullante y convencidos de estar viviendo un momento mágico de verdad. Allí, en aguas del Índico, navegando en un barco de madera, con el sol y la brisa marina en la cara, comiendo mango, sandía y plátano, y bebiendo agua de coco, mirando extasiados a cincuenta menores que no tienen nada pero que en ese preciso instante lo tenían todo. Yo pensé en las alambicadas fiestas infantiles que montamos en Occidente para celebrar los cumpleaños. Pensé en los magos, los payasos, los guiñoles, los parques de bolas, los rocódromos, las piñatas y todo tipo de bocadillos, pica picas y refrescos azucarados. 

Y supe que no, que hay algo que no... Pero vayamos por partes. Vamos a contar quién es quién en esta historia, que me gustaría describir como una historia feliz, aunque suceda en un lugar pobre de África y aunque sus protagonistas sean los desheredados de la tierra. Al menos así la he vivido yo en este singular viaje a Kenia, que me ha hecho mirar de otra manera.

Omar Islam es un keniano de 42 años que de niño fue pobre de solemnidad. Un niño de Lamu siempre descalzo y que se marchó pronto de una casa cochambrosa a buscarse la vida. A los veinte años se puso zapatos y emigró a EEUU, ese lugar que ahora mismo le vetaría Trump, en busca de un futuro menos incierto. Allí confirmó que tenía un don para la música.

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Empezó a trabajar en un estudio de grabación y a ser asistente de músicos. Alguien le oyó tocar la batería y empezó a ganarse la vida actuando en garitos. Terminó tocando con grupos prestigiosos en giras internacionales. Doce años después de dejar su isla natal y tras vencer todo tipo de trámites burocráticos que le habían impedido la vuelta, regresó. Cuando lo logró y pisó de nuevo su suelo africano, se descalzó y se encontró con algo insólito: la paradisíaca isla a la que regresó estaba plagada de basura, de ese material que nadie recogía y que la había contaminado absolutamente.

* Lea el artículo completo en el número de julio de la revista Plaza 

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