VALÈNCIA. Una de las más cansinas cantinelas que uno debe oír a diario dicta que acabamos de inaugurar un periodo nuevo de la comunicación política, la era de la posverdad. Inventada o perfeccionada por el histriónico presidente estadounidense Donald Trump, esta nueva época se caracterizaría por la desaparición de la diferencia entre mentira y verdad gracias al dominio de los medios por parte de las máquinas electorales o equipos gubernamentales, los cuales imponen “marcos” o “agendas” a su antojo de los cuales la ciudadanía no puede escapar, así como por la ausencia de consecuencias políticas (dimisiones, pérdida de credibilidad) para el infractor. Por suerte o por desgracia, esta idea de la posverdad característica del siglo XXI es fruto de la falta de perspectiva histórica.
La percepción de que el cuerpo político miente con mayor frecuencia que la sociedad en general sin que ello no sólo no suponga una rémora para su actividad, sino por el contrario un factor de ventaja, se remonta a lejanos tiempos. Glosando los ardides del emperador romano Septimio Severo, Edward Gibbon nos recuerda que el mundo siempre se ha mostrado más indulgente con las argucias de los hombres de Estado en el ejercicio de su cargo que con las tretas de los particulares en sus transacciones privadas. La sinceridad fue juzgada desde antiguo una prueba de impericia o ingenuidad del tribuno que lo incapacitaba para el mando, y la máxima política qui nescit dissimulare, nescit regnare (quien no sabe disimular, no sabe reinar) dicta desde tiempos remotos que para gobernar es preciso saber fingir. “Las personas carentes de doblez y sinceras”, expuso Gabriel Naudé en el siglo XVII, “no resultan apropiadas para desempeñar el oficio de gobernar, y muy frecuentemente se traicionan a sí mismas y a su Estado”. Una impúdica evidencia de la importancia política de la simulación nos la ofrece el Discurso del sí y el no enseñado por los sofistas griegos a sus alumnos, futuros hombres públicos, para que defendieran con argumentos persuasivos una postura y luego la contraria sin importar sus auténticas convicciones al respecto. Una posverdad que merecería llamarse anteverdad si tenemos en cuenta su antigüedad de 2500 años.
Desde que los primeros reyes fueron aclamados por la superchería litúrgica de los magos, la relación intrínseca entre mentira y gobierno no ha hecho sino prosperar hasta el día de hoy de forma paulatina, nunca a saltos ni mediante revoluciones como supone la doctrina de la posverdad. Nos haremos una idea de la artificiosidad del lenguaje político, no del todo distinto a la de un actor o un creativo publicitario, si reparamos en que desde tiempos no tan cercanos los gobernantes ni siquiera son los autores de sus discursos o alocuciones. Desde el monarca del país hasta el consejero de la más modesta comunidad autónoma, lo que declaman con gestos y ademanes de cuidada convicción en actos públicos raramente lo han escrito ellos. Los verdaderos responsables de sus discursos son, en efecto, asesores ideológicos o redactores literarios, los ‘negros’ del lenguaje periodístico llamados en inglés escribediscursos (speechwriters). El desvelamiento involuntario de esta escritura vicaria tiende a producir situaciones embarazosas. Cuando Juan Carlos I ejercía todavía el oficio de príncipe de España ya hubo de interrumpir su recitado en un viaje oficial a Canarias porque no entendía la letra del texto que estaba leyendo. Dueño del cetro años después, dio voz a otro discurso en la Cámara Legislativa de Brasil (mayo de 1983) que resultó ser casi idéntico a un artículo ya publicado ese mismo mes por Felipe González, presidente del Gobierno, en la edición en castellano para Iberoamérica de Le Monde Diplomatique. Este incidente, no menos incómodo para el presidente socialista que para el monarca borbón, no ha sido el último. En tiempos más recientes, el 1 de agosto de 2013, el presidente del gobierno conservador Mariano Rajoy sorprendió a los miembros del Congreso de Diputados al repetir varias veces la coletilla “fin de la cita” que el autor de su discurso había puesto entre paréntesis para hacerle saber que debía cambiar el tono de voz al final de cada cita textual.
Respecto al contenido de los enunciados, el supuesto pragmático que subyace a las declaraciones oficiales, incluyendo las de los portavoces del gobierno, es el de que son tendenciosas o falsas. Cuando David Wessel, periodista de The Wall Street Journal, preguntó a un asesor de la Casa Blanca cuyo presidente todavía no era Donald Trump por qué había manifestado en público lo contrario de lo que antes le había dicho a él en privado, recibió la contestación: “Mentir es lo que se espera de mí. Mentir a la prensa no le causa remordimientos de conciencia a nadie”.
Esta práctica y expectativa común de engaño profesional en las declaraciones de los mandatarios no es privativa del presente, sino que sigue la estela de una larga tradición. En el siglo XVIII John Arbuthnot atribuía el desinterés de los súbditos del Reino Unido hacia las explicaciones de los dos principales partidos políticos de la escena británica al hecho de que estos habían saturado el mercado comunicativo de tantas mentiras que ya no les quedaba crédito. A fin de recuperar la confianza del pueblo, Arbuthnot propuso que los tribunos de uno y otro signo dijeran la verdad durante tres meses seguidos. Esa dieta trimestral de veracidad renovaría su crédito (digamos: pondría el cuentakilómetros a cero) para mentir al público con eficacia durante los seis meses siguientes.
No, nada radicalmente nuevo hay bajo el sol en las difíciles relaciones entre verdad y poder político. Desde luego que los tuits de Trump serían ocurrencias de aficionado en comparación con los de George Creel, Joseph Goebbels o Juan Domingo Perón. Por decirlo brevemente, lo nuevo es twitter, no Trump.