La acumulación de cambios en el nombre de espacios referenciales de la ciudad, unida a todo un surtido de ocurrencias, abre el debate. No es el quién, es el cómo
VALÈNCIA. Poner nombre a los elementos que forman una ciudad (estaciones, calles, rotondas o aeropuertos), importa. Porque aglutinan el acervo emocional de una urbe. Y más: jerarquizan sus pálpitos sentimentales. No hay más que ver el protagonismo mínimo que se le confiere al arquitecto Guastavino para sospechar de su poca valoración.
La retahíla de reconocimientos fundamentados, ocurrencias y provocaciones que han prendido en las últimas semanas ha convertido algunas fachadas en una suerte de pared sobre las que discurre una competición. Un enfrentamiento en el que se sobreponen carteles para ver quién ríe el último.
No es tanto el quién, sino el cómo. ¿Debe una ciudad tener un sistema de nomenclaturas que sean coherentes entre sí o, por el contrario, es natural que el contexto temporal deje su huella de manera improvisada?, ¿esa elección del nombre debe ser vertical y a dedo, fruto de decisiones motivadas por el reconocimiento, o producto de un proceso más sustentado? ¿Contribuye a la facilidad de los ciudadanos acompañar namings asentados con el apellido de figuras públicas o sería mejor asegurar la simplicidad de una identidad única?
Sí, tenemos preguntas. En los últimos días la estación de Facultats amaneció siendo también la de Manuel Broseta; la de Tarongers es a la vez la de Ernest Lluch. En coincidencia, el alcalde de Madrid aprovechó para querer nombrar el aeropuerto de Manises como el de Rita Barberá, queriendo generar el mismo sintagma que con Barajas Adolfo Suárez. Un poco más y propone a la Virgen de Atocha. Su estación homónima irá con el sufijo de ‘Almudena Grandes’.
De tanto discutir sobre la unanimidad de quienes reciben el homenaje póstumo, dejamos de valorar de qué manera se pone apellido a aquellas cosas a las que llamamos por su nombre, de manera que la ciudad pasa a tener dos ‘jergas’ distintas: la de los nombres oficiales y la de los nombres reales. ¿Por qué no hacer que ambos coincidan?
El experto en marcas Enrique Pernía, al mando de la agencia Kártika, incide al respecto de la relevancia que conllevan procesos como estos. “Modificar el nombre de un espacio siempre supone una acción que repercute en la notoriedad de los dos sujetos: el espacio y el nombre utilizado. Al espacio lo dota de un nombre memorable, ya que se utilizan normalmente el de personas muy relevantes para los ciudadanos, y por tanto sencillo de recordar al tener ya un espacio en su mente. Por otro lado, eleva a la persona o su memoria dándole un carácter icónico, que perdurará en el tiempo y reforzará su recuerdo”.
El intento de generar una nueva capa identitaria sobre puntos urbanos ya existentes podría ser una buena herramienta para palpar la relación de quienes forman una ciudad con su propio entorno: “aun sabiendo que nunca se realizará así, propondría un focus group compuesto por personajes relevantes de la sociedad, empresa, cultura, administración… de manera que podamos extraer una información cualitativa de forma de propuestas de nombres. Después realizaría un estudio cuantitativo, para saber el grado de involucración del ciudadano con la propuesta”, apunta Pernía, para concluir: “aunque esto es el mundo ideal… como si a ti te importase la opinión de los demás cuando le pones el nombre a tu hijo”.
Existe otro riesgo evidente: la apuesta por nombres extensos para localizaciones que por su uso habitual requieren sencillez y agilidad en el lenguaje. “La Estación de Atocha-Almudena Grandes, se seguirá llamando Estación de Atocha o Atocha, solo porque es más simple y más identificativo que Estación de Almudena o Estación de Almudena Grandes. Lo mismo pasa con Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, demasiado largo. Más sencillo Barajas”. Por el contrario, la oportunidad más favorable para este tipo de composiciones llega por “el vínculo emocional con el espacio y el sencillo recuerdo de un nombre que ya es familiar para nosotros”.
Llegados a este punto cabría insistir con las preguntas: ¿necesitan añadir un nombre aquellos hitos urbanos que ya lo tienen? Operaciones como la incorporación de los apellidos Manuel Broseta o Ernest Lluch están lejos de ser una imposición partidista, precisamente vendrían a ser un ejemplo de lo contrario. Tampoco son una frivolidad descontextualizada: las dos ubicaciones tienen una geolocalización razonada y con peso histórico. Más bien representan la incapacidad para generar nuevos alicientes y encarar el debate del tiempo. ¿Por qué no abordar la necesidad de un cambio completo del nombre, en lugar de imponer nuevas capas informativas que añaden complejidad? Si el renombramiento tiene una sustancia lo suficientemente sólida, quizá lo que convendría sería consolidar una nueva identificación, quedarse solo con el nuevo ‘bautizo’. Hay algo de rendición cuando el atrevimiento de encarar una etapa nueva se cierra por la vía rápida: acumulando nombres.
Justo en las mismas horas en el que el Barça anuncia que su estadio se llamará Spotify Camp Nou, viene a la cabeza el contraejemplo de la Vodafone Sol. Definitivamente podría ser peor: en lugar de la memoria, los nombres de nuestras estaciones los podría decidir el mejor postor.