Con el término de 'Dream Team' acuñaron a una generación de jugadores de baloncesto norteamericanos que conquistaron el precioso metal del oro en la entonces plural, cosmopolita y olímpica ciudad de Barcelona. Un plantel que había nacido en otra galaxia, no como la caprichosa plantilla de jugadores intergalácticos con los que, a base de talonario, Florentino Pérez intentó engrandecer de títulos las vitrinas del museo del Real Madrid. El Valencia CF de Rafa Benítez se cruzó por el camino evitando el colapso. Tiempo atrás, cuándo fui joven, inconformista, alocado, acabé militando en un colectivo de acérrimos hinchas del fútbol. Palpé de cerca en aquellos potentes coros y danzas proferidos desde las gradas, que cuando un jugador de color se calzaba las botas y pisaba el césped de Mestalla, se escuchaba algún improperio que otro por el color de la piel. Años después desde la grada Gol Gran supimos hacer las cosas bien, aunque fuera por un período corto de tiempo firmando una carta magna quedando excluido el racismo y la homofobia. Costó un poco, pero se logró vencer y desterrar desde las mentes y gargantas de muchos inocentes jóvenes, hasta el malsonante, popular y extendido cántico de “Guti maricón” sustituido por el ¡blanquinegre els teus colors! ¡blanquinegre tenim el cor!
El deporte profesional tiene un exponente social y mediático con mayor recorrido que cualquier red social. Acapara las espiritosas miradas de millones de seres humanos que disfrutan del espectáculo combinado con una gran dosis de sentimiento. Hace unos días, los medios de comunicación de la mayor potencia económica del mundo difundieron otro brutal atropello de los derechos civiles de los ciudadanos norteamericanos, llegando a calificar la brutalidad policial por algunas asociaciones como “enfermedad de salud pública”. A mí personalmente no me sorprendió en absoluto la decente y compretedora postura social adoptada por el equipo y cuerpo técnico de los Milwaukee Bucks, ante la decisión de no presentarse a jugar en la cancha durante los Playoffs de la NBA, como medida de repulsa por el tiroteo a bocajarro y por la espalda de manos de un policía a un ciudadano afroamericano.
Quizá fui demasiado optimista tras los resultados obtenidos por el presidente Nelson Mandela, que utilizando al deporte como prueba de fuego, se podía dejar atrás por un tiempo el odio por el color de la piel entre ciudadanos de un mismo país. Incluso llegué a pensar que cuando George Bush aterrizó en la Casa Blanca, aquel presidente de ideología “neocon”, el racismo mutaría en torno a la diferencia de clases según la posición económica. En la versión española, si eras pobre pero de tez blanca, no acabarías engordando la lista de invitados V.I.P de alguna lujosa mansión de la Marbella gestionada por Jesús Gil. También creí que la nueva xenofobia segregaría piramidalmente a los grupos de población por su capital y no por el color de su piel. Me equivoqué.
Cuando uno no pernocta en el país de las armas es difícil entender la situación, pero se puede llegar a comprender por qué el racismo es un problema endémico. Es triste. Pero quizá sea un buen momento para recomendar la ágil lectura del que fuera padre y mentor de la Desobediencia civil, el ciudadano Henry David Thoreau, encarcelado por no pagar impuestos en un momento en que el estado norteamericano estaba esclavizando a sus ciudadanos. Con esta breve lectura podamos obtener alguna respuesta a un problema estructural estancado en sociedades libres, avanzadas y modernas. Y para terminar esta columna que realmente escuece escribirla, contenido que debería estar erradicado en el siglo XXI, tras vivir en un momento de gran complejidad por la emergencia sanitaria que sufrimos de la covid-19, el virus ataca por igual y no distingue de razas ni nacionalidades.