VALÈNCIA. Que ni la Wikipedia se aclara demasiado cuando define lo que es un anticuario es cierto, pero también contemplo la necesidad de hacer autocrítica a quienes nos dedicamos a esta profesión, puesto que tampoco lo hemos puesto fácil para que se nos conozca más y mejor. Reconozco cierta bruma en torno a nosotros y nuestro oficio. Todavía existe un un problema de falta de identidad, por lo que la pedagogía, en este sentido, es una de las asignaturas pendientes, y no es del todo justo quejarnos, haciendo una enmienda a la totalidad, por el misterio que para buena parte de la sociedad todavía representamos. La consecuencia de todo ello es que en no pocas ocasiones se les cuelgue, sin mala fe, el cartel de “anticuario” a quienes realmente no lo son, o de antigüedades a piezas que no reúnen las cualidades para calificarse de tales. Me viene a la mente una reciente publicación en un diario valenciano que mostraba con toda claridad esa ignorancia, en parte culpable, aunque no dolosa, y que se refería a la celebración de un evento en el centro de la ciudad, muy respetable, al que le denominaba y describía como “un mercado de anticuarios”, cuando lo que, en realidad, en su abrumadora mayoría se trataba un mercadillo de decoración y artesanía.
La definición más escueta y a la par exacta del oficio la leí en el excelente libro de Artur Ramón (Ofici d´Anticuari. 2006 Ed Mediterrània), anticuario, historiador y divulgador catalán, que en su excelente libro del que he copiado el título de este artículo se refería al anticuario como “la persona que estudia y negocia las cosas antiguas”. Definición en la que es tan importante el estudio como el negocio. El origen de la profesión de anticuario es antiguo y hay que hallarlo, cuando menos, en el ámbito romano, quizás antes. Al menos que se sepa es un tal Lucius Caecilius Jucundus el primer anticuario conocido, al ser descubiertas en Pompeya, enterradas bajo la lava del Vesubio, unas pequeñas mesas que exponían, para su venta, piezas de épocas más antiguas. Ya en la época moderna, en el Renacimiento, el primer anticuario sobre el que tenemos datos sobre su vida fue Jacopo da Strada que trabajó para los duques de Mantua buscándoles bronces antiguos, esculturas, monedas. Y es con la llegada del Neoclasicismo en el siglo XVIII, y la fiebre del Grand Tour con personalidades como Joachim Winckelmann y Piranesi cuando se inicia una época de esplendor de esta profesión al aumentar considerablemente la demanda de antigüedades. La profesión se normaliza extendiéndose la afición entre los más diversos sectores de la sociedad. Salvo por circunstancias históricamente complejas, el comercio de antigüedades no decayó hasta prácticamente nuestros días. Tras un par de décadas con una sociedad adaptándose al mundo tecnológico, en estos últimos años y este inicio de la década de los veinte del siglo XXI albergo esperanzas, paradójicamente en un ecosistema hostil y bajo la amenaza futura del metaverso. El mundo de las antigüedades reclama necesariamente un entorno físico y no alternativas pixeladas al mundo real. Parece obvio.
Quiero pensar que los que al menos nos agrupamos en las asociaciones autonómicas, que a su vez forman parte de la Federación Española y del CINOA (Asociación Internacional de Anticuarios), desde hace unos años estamos en la senda correcta en cuanto a la profesionalidad que queremos transmitir haciendo valer nuestros conocimientos, generando confianza a los clientes y transmitiendo nuestra importante labor, no solo como comerciantes sino como agentes culturales promoviendo la defensa y difusión del patrimonio artístico. Reivindicarnos como profesionales de la cultura y que este mensaje cale, es todavía una asignatura pendiente, pero es algo que cada día estamos más empeñados en lograr. Queda mucho por hacer. Debemos aplicarnos en que el anticuario como estudioso vuelva a ganar un terreno que en décadas pasadas fue perdiéndose en favor del mero carácter comercial. Es conveniente que ya que no existe una regulación en el acceso al ejercicio de la profesión como sucede en otros casos (Abogacía, Arquitectura, Medicina…), sí que se promueva en los posibles sucesores los estudios superiores en Historia del Arte o similares.
Pienso que la definición exclusiva que alude a la antigüedad de las piezas debe ser un tanto secundaria. Por supuesto que un anticuario estudia y comercia con piezas de época, pero ante todo hay que insistir en la calidad de las mismas y la autenticidad que representan. Con la aparición del vintage y el diseño de mediados del siglo XX se han acogido estas disciplinas rompiéndose de alguna forma esa idea de los años tan poco flexible. Hoy en día un anticuario puede comerciar con piezas también del siglo XX quizás hasta los años sesenta siempre y cuando reúnan unos requisitos de calidad y autenticidad.
Una de las peculiaridades que envuelve el oficio de anticuario es que su stock es por naturaleza irrepetible, en ciertos casos rescatado del olvido al que estaba sometido, y durante el tiempo que lo tiene en su haber es mero custodio del mismo. Durante ese tiempo lo estudiará y en muchas ocasiones valorará restaurarlo para devolverle toda la dignidad. El reemplazo del mismo depende de muchos factores entre otros de la suerte. Aquí no hay un fabricante, proveedor, al que llamar para reponer las piezas que nos han abandonado así que tenemos inevitablemente que hacer quilómetros para volver a tener un coup de coeur con otra pieza que llevarnos con nosotros. Coleccionistas efímeros es lo que somos de un conjunto heterogéneo de obras que va cambiando su forma y tamaño conforme entran y salen piezas. Un encuentro feliz con las adquisiciones que será más pronto o más tarde una despedida. Otra despedida más.
Las armas del anticuario ha de ser la confianza y la honestidad, pues el cliente en muchas ocasiones se pone en nuestras manos ciegamente cuando le hablamos sobre la calidad de las piezas, sobre la época de lo que vendemos y, finalmente, y esta es una cuestión más personal, convencer sobre la belleza que encierra. El anticuario ha de responder frente al cliente por medio de los certificados de autenticidad por medio de los cuales se hace responsable por escrito de que “lo que ha vendido es efectivamente aquello que dice ser”. Si no se confía en nosotros estamos perdidos.